Así que esto era lo que se sentía.

Y Theresa sintió lo mismo durante los días que siguieron. Comenzó el colegio y se alegró de salir de la casa que guardaba tantos recuerdos de Brian, de volver con los niños, los horarios, las caras conocidas de sus compañeros de trabajo… Todo esto le ayudó a apartar sus pensamientos de él.

Pero nunca por mucho tiempo. En el instante en que se quedaba desocupada, él regresaba. En el instante en que entraba en el coche o la casa, él estaba allí, llamándola. Nunca se había imaginado que la soledad pudiera ser tan intensa. ¡Cómo le añoraba! Se había deshecho en llanto en la cama la noche de su marcha. Le costaba sonreír en el colegio. A menudo meditaba tristemente. Y soñar despierta, en otro tiempo algo extrañísimo en ella, se convirtió en algo constante.

Al día siguiente de irse Brian, Theresa regresó del colegio y vio una nota en la puerta: La floristería Bachman's ha dejado algo en mi casa porque en la vuestra no había nadie. Ruth.

Ruth Reed, la vecina de al lado, recibió a Theresa con un alegre saludo y una sonrisa de oreja a oreja.

– Me parece que hay alguien que está muy enamorado. Es un paquete enorme.

Estaba envuelto en papel de regalo, al que habían pegado un cuadradito de papel con la concisa orden de entrega: Brubaker… 3234 Johnnycake Lane.

– Gracias, Ruth.

– No hay de qué. Esta es la clase de entregas en las que me alegra tomar parte.

En el camino de vuelta a casa, a Theresa le dio un vuelco el corazón. Recorrió a toda prisa los últimos metros y entró en la cocina disparada, sin detenerse siquiera a quitarse el abrigo antes de abrir el paquete. Era un ramo precioso, lleno de color. Había claveles, margaritas, rosas y violetas, con abundante hiedra fresca entre ellas. Las flores se mecían dentro de una gran copa de cristal verde y transparente. A Theresa le tembló la mano cuando cogió un sobrecito que había entre las flores.

Su sonrisa aumentó, al igual que su impaciencia por ver el nombre de Brian en la tarjeta.

En efecto, ahí estaba el nombre de Brian, pero el suyo no. La tarjeta decía: Para Margaret y Willard. Con todo mi agradecimiento por su hospitalidad. Brian.

En lugar de sentirse decepcionada, se sintió más encantada que nunca. Así que además era considerado.

Observó la escritura y se dio cuenta de que no era de Brian, sino de algún empleado de la floristería. Pero daba igual: el sentimiento era suyo.

La primera carta de Brian llegó tres días después de su marcha. Theresa la encontró en el buzón, pues siempre era la primera en volver a casa. Cuando descubrió entre los sobres uno que llevaba las alas azules en la esquina superior izquierda, le dio un vuelco el corazón. Se llevó la carta a su cuarto y se sentó en la cama para leer las palabras de Brian.

Pero su foto fue la primera cosa que salió del sobre. Iba de uniforme, con un aspecto impecable. No sonreía, pero sus ojos verdes miraban directamente a los suyos. Volvió la fotografía. Con amor, Brian, había escrito. A Theresa se le aceleró el corazón, y el calor se extendió por todo su cuerpo. Cerró los ojos, suspiró profundamente y apretó la foto contra su pecho, contra las alocadas palpitaciones que la imagen de Brian había provocado. Luego dejó la foto boca arriba sobre una de sus rodillas y comenzó a leer.

Querida Theresa:

Te echo de menos, te echo de menos, te echo de menos. Todo ha cambiado de repente. Yo solía ser muy feliz aquí, pero ahora me siento como en una prisión. Solía coger la guitarra al final del día para relajarme, pero ahora, cuando la toco, pienso en ti y me pongo triste, así que no la he tocado mucho. ¿Qué me has hecho? Por las noches me cuesta conciliar el sueño recordando la Noche Vieja y el aspecto que tenías cuando entraste a la cocina maquillada, con la ropa y el peinado nuevos, todo por mí, y entonces deseo olvidar la imagen porque hace que me sienta desgraciado. Dios mío, esto es un infierno. Theresa, quiero disculparme por lo que sucedió aquella mañana en mi cama. No debería haberlo hecho, pero no pude evitarlo, y ahora no puedo dejar de pensar en ello. Oye, bonita, cuando regrese no voy a presionarte en ese tema. Después de todo lo que habíamos hablado, no debería haberlo hecho, ¿de acuerdo? Pero no puedo dejar de pensar en ello, y eso es lo que hace que me sienta peor. Desearía haber sido más paciente y comprensivo contigo aunque, por otro lado, desearía haber llegado más lejos. ¡Maldita sea, este lugar está volviéndome loco! Soy un manojo de nervios y me siento confuso. Sólo puedo pensar en tu casa, en ti sentada al piano. Anoche puse el disco de Chopin pero no pude resistirlo y tuve que apagar el tocadiscos. Cuando me encuentre mejor grabaré en una cinta Dulces Recuerdos y te la mandaré, ¿te parece bien, bonita? Esa canción lo dice todo. Tú, deslizándote en la oscuridad de mis sueños y deambulando de cuarto en cuarto, encendiendo cada luz. Creo que no podré aguantar hasta junio sin verte. Probablemente me escaparé y apareceré en la puerta de tu casa. ¿Tienes vacaciones de Semana Santa, no? Entonces, ¿no podrías venir? Bueno, tengo que irme. Jeff y yo actuamos esta noche, pero nada de chicas después. Es una promesa.

Te echo de menos.

Brian

Theresa se pasó media hora leyendo la carta sin parar. Aunque la emocionaba cada una de sus líneas, volvía una y otra vez a la pregunta sobre las vacaciones de Semana Santa. ¿Qué dirían sus padres si decidía ir? El pensamiento la irritaba y le producía un profundo malestar. A su edad, y tener que contárselo a sus padres. Nunca se había imaginado que los hombres escribieran cartas así, sin ocultar en lo más mínimo sus sentimientos.

No quería enviar a Brian una foto suya. Pero, ahora que sabía el alivio que le produjo ver su foto, sentirle más cerca, se dio cuenta de que probablemente a él le sucedería lo mismo. Sacó una de sus fotos, pero vaciló por un momento. Era una foto en color, y ella habría preferido una en blanco y negro. La cámara había registrado cada una de sus pecas cobrizas, cada uno de sus horribles rizos rojos y la amplitud de sus pechos. Aun así, era el mismo aspecto que tenía cuando la conoció y, al parecer, Brian había descubierto en ella que le agradaba. Junto con la fotografía, Theresa envió la primera carta de amor de su vida.

Querido Brian:

La casa me parece vacía desde que te fuiste. Las clases me ayudan pero nada más cruzar la puerta de la cocina, me invaden los recuerdos y de repente desearía vivir en otro sitio para no verte por todas partes. Las flores que has mandado son, sencillamente, hermosas. Me gustaría que hubieses visto la cara que puso mamá al verlas (y la mía al ver que no eran para mí). Naturalmente, a continuación se pegó al teléfono y llamó a toda la familia para contarles lo que había enviado «ese chico tan considerado».

En realidad no me ha disgustado que las flores no fueran para mí, porque lo que recibí dos días después fue más precioso que cualquier maravilla de la naturaleza.

Gracias por tu foto. La he puesto junto a «La Maestra» que la guarda fielmente. Cuando leí tu carta me sorprendió bastante ver cómo te sentías, pues exactamente así me siento yo. Tocar el piano es horrible; mis dedos quieren encontrar las notas del Nocturno pero, en cuanto toco unos cuantos compases, tengo que dejarlo. Las canciones de la radio que escuchamos juntos me producen un efecto parecido. Me he distanciado de mis padres y de Amy, a pesar de lo mal que me siento encerrada en mi cuarto por las noches. Pero, si no puedo estar contigo, no me apetece estar con nadie.

Es realmente duro para mí sacar a relucir este tema, pero quiero dejar las cosas claras. Sé que soy muy ingenua e inexperta y, cuando pienso en lo gazmoña que soy con cosas tan inocentes como las que hicimos, me doy cuenta de que estoy paranoica y… bueno, ya me comprendes. Quiero ser diferente para ti, así que he decidido hablar con la psicóloga del colegio de mi «problema».

¿Decías en serio lo de Semana Santa? He leído esa parte de tu carta cientos de veces, y en todas ellas el corazón comenzó a saltarme en el pecho. Si fuera, me temo que esperarías de mí cosas para las que no estoy segura de estar preparada todavía. Sé que debe parecerte que estoy hecha un lío, diciendo en un renglón que quiero cambiar y en el siguiente que estoy chapada a la antigua. Pero sé también que mis padres se llevarían una sorpresa si su pequeña Theresa anunciase que se iba a pasar la Semana Santa con Brian. Mamá ya me pone histérica a veces tal y como están las cosas, dándole motivos sería peor.

Te mando mi horrible foto, sacada en octubre, en el colegio con los alumnos de mi clase. Tú dices que mi pelo es del color de las flores, pero yo sigo opinando que es del color de las zanahorias. En todo caso, ahí la tienes. Te echo mucho de menos.

Afectuosamente,

Theresa.

P.D. Un abrazo para Jeff.

P.P.D. Me gusta que me llames «bonita».


Querida «Bonita»:

Todavía no puedo creer que no hayas rechazado mi proposición directamente. Ahora no paro de soñar con la Semana Santa. Si vienes, serás tú quien fije las reglas. Sólo estar contigo será suficiente para ayudarme a salir del bache. Sé que a lo mejor piensas que no debería entrometerme en tus asuntos, pero creo que una persona de veinticinco años ni siquiera debería vivir con sus padres, y mucho menos tener que contar con su visto bueno para salir un fin de semana. Tal vez estés protegiéndote detrás de la falda de tu madre para no tener que enfrentarte al mundo. Señor, ahora probablemente pensarás que soy un maniaco sexual y que lo único que quiero es traerte aquí para entonces actuar como aquel tal Greg. No seas mal pensada, ¿de acuerdo, bonita? Consulta con la psicóloga a ver qué te dice. Los bordes de tu foto están arrugándose de tanto cogerla. Por favor, ven. Te echo de menos.

Con amor,

Brian.

La psicóloga se llamaba Catherine McDonald. Tendría unos treinta y cinco años, siempre llevaba ropa informal aunque muy de moda, y siempre lucía una sonrisa. A pesar de no haber dispuesto de muchas ocasiones de trabajar juntas, habían compartido muchos ratos agradables en el comedor de los profesores, y Theresa había llegado a respetar el aplomo innato de la mujer, su objetividad y su profundo conocimiento de la psicología humana. Catherine McDonald desempeñaba a la perfección su trabajo y era sumamente respetada por todos sus compañeros.

Como Theresa no quería reunirse con ella en el colegio, propuso que se encontraran en el restaurante Buena Tierra un martes a las cuatro. Theresa fue conducida, pasando a través de las mesas y sillas danesas del comedor principal, a un nivel elevado de cabinas privadas. Todas las cabinas estaban situadas al lado de un gran ventanal, y ya estaba esperándola Catherine en una de ellas. Se levantó de inmediato, estrechando la mano de Theresa efusivamente. Quizás la primera cosa que había admirado de ella era su modo de mirar a la persona con quien hablaba, prestándole una atención absoluta que inducía a confiar en ella y a creer que se preocupaba hondamente por los problemas que la gente le confiaba. Los ojos azules de Catherine, grandes y penetrantes, permanecieron clavados en Theresa mientras se saludaron, se acomodaron y pidieron té de hierbas. Luego pasaron a la causa esencial de su encuentro.

– Catherine, gracias por perder el tiempo conmigo -comenzó Theresa en cuanto la camarera las dejó solas.

Catherine agitó una mano quitando importancia al asunto.

– Me alegra que acudieras a mí. Siempre que quieras. Sólo espero poder ayudarte en el asunto en cuestión.

– Es algo personal. No tiene nada que ver con el colegio. Por eso te propuse reunirnos aquí en vez de en tu despacho.

– El té de hierbas tiene un efecto relajante… Esto es mucho más agradable que el colegio. Has hecho una buena elección.

Catherine removió el azúcar que había echado en su té, dejó la cucharilla y levantó la vista para mirarla fijamente.

– Dispara -dijo lacónicamente.

– Mi problema, Catherine, es sexual.

Theresa se había pasado dos semanas ensayando la frase de apertura, pensando que, una vez soltada la última palabra, las barreras podrían romperse y sería más sencillo hablar del tema que tan fácilmente la ruborizaba y le hacía sentirse como una adolescente.

– Adelante, cuéntamelo.

Catherine apoyó la cabeza -prematuramente canosa- en el alto respaldo del pequeño recinto circular, adoptando una actitud relajada que, de algún modo, animó a Theresa a relajarse a su vez.

– Tiene que ver con mis senos principalmente.

Sorprendentemente, la mujer no apartó la mirada de los ojos de Theresa.

– ¿Me equivoco al pensar que es por su tamaño?

– No, son… yo…

Theresa tragó saliva y, de repente, la venció la vergüenza. Se sostuvo la frente con la mano y se quedó pensativa. Catherine alargó la mano y rodeó la muñeca de Theresa con sus dedos fríos y resueltos, acariciando con el pulgar la piel sedosa para tranquilizarla. El contacto fue algo extraño y nuevo para Theresa. Nunca le había cogido la mano una mujer. Pero el firme apretón le inspiró confianza de nuevo, y muy pronto prosiguió.