Querido Brian:

Me ha sucedido la cosa más tonta del mundo: resbalé y me caí en el aparcamiento del colegio. El suelo estaba helado y llenaba un poco de tacón, así que me pegué un buen golpe. Tengo que quedarme dos días en casa (órdenes del médico), pero sólo tengo unos cuantos músculos magullados, que sanarán enseguida. Mientras tanto, disfrutaré de unas cortas vacaciones, por así decirlo, aunque me gustaría que estuvieras aquí para pasarlas conmigo.

Theresa dejó la pluma y su mirada vagó hasta la ventana. Hacía un día gris, un poco deprimente. Las nubes pasaban veloces soltando su carga de aguanieve que formaba hilos de agua en los cristales.

¿Qué pensaría Brian si le escribía que había decidido operarse para reducir el tamaño de sus senos?

Hasta ese momento Theresa no se había dado cuenta de que estaba considerando en serio la posibilidad. Pero había muchas preguntas que debían ser respondidas antes de que pudiera tomar una decisión. Y, de algún modo, le parecía que era demasiado pronto para hacerle a Brian una revelación tan íntima.

Salió de sus meditaciones y volvió a coger la pluma.

He pensado mucho en la Semana Santa. Yo quiero ir, pero estás en lo cierto: me da un poco de miedo decírselo a mis padres…

Dos días después, el teléfono sonó a las cuatro de la tarde.

– ¿Sí?

– Hola, bonita.

A Theresa le dio la sensación de que el viento y las lluvias de marzo se disolvían y que brotaba por todas partes la primavera.

– ¿Brian… Brian?

– ¿Te llaman bonita otros hombres?

– Oh, Brian -gimió, y repentinamente las lágrimas le quemaron los ojos.

Todavía le dolía la espalda. Estaba deprimida. Le echaba de menos. Oír su voz fue la medicina más dulce de todas.

– Oh, Brian, eres tú.

Él se rió.

– ¿Cómo estás? ¿Qué tal la espalda? -preguntó con voz débil.

– Ahora mucho mejor -contestó sonriendo entre lágrimas, imaginándose el rostro de Brian-. Mucho, mucho mejor.

– Acaba de llegar tu carta. Oh, cariño, estaba tan preocupado… yo…

– Estoy bien, Brian, de verdad excepto…

Excepto que su vida no era en absoluto como desearía que fuese. Le daba miedo operarse. Le daba miedo no hacerlo. Le daba miedo hablar de ello con sus padres… encontrarse con Brian en Fargo… que sus padres lo desaprobasen…

– ¿Excepto qué?

– Oh, yo… no sé. Es… es una tontería. Yo…

– Theresa, ¿estás llorando?

– N… no. ¡Sí! Oh, Brian, no sé por qué. ¿Qué me está sucediendo?

Theresa procuró contener los sollozos para que Brian no los oyera.

– Cielo, no llores -le pidió con la voz embargada de emoción.

– Nadie me había… llamado ci… cielo nunca.

– Pues lo mejor será que te vayas acostumbrando.

La ternura de su voz tuvo eco en el palpitante corazón de Theresa. Se enjugó las lágrimas con el envés de la mano libre y se quedó pegada al teléfono. Tantas cosas que decir y ninguno de los dos abría la boca. Sus intensos sentimientos parecían transmitirse a través del cable. Theresa no estaba acostumbrada a tener emociones de aquella magnitud. Darles voz por primera vez le producía horror, pero era esencial. No podría vivir con aquel dulce dolor en el pecho.

– Yo… te he echado de menos como… como nunca pensé que se pudiera echar de menos a nadie.

Theresa oyó un gemido ronco, profundo e imaginó a Brian con los ojos cerrados con fuerza por el dolor. Sintió una repentina necesidad de tenerle cerca… un calor líquido en sus entrañas.

– Yo sólo puedo pensar en ti -dijo Brian por fin con voz atormentada, casi gutural-. En ti y en la Semana Santa.

Pero Brian seguía sin preguntar y ella sin responder.

– Brian, nada parecido a esto…

Tuvo que tragar saliva para contener un sollozo.

– ¿Qué? Theresa, no te oigo.

En toda su vida llena de sufrimientos, burlas e insultos, nada le había dolido nunca tanto como aquella inmensa ansiedad.

– Na… nada parecido a esto me había sucedido en la vida.

– A mí tampoco. Es horrible.

– Sí, horrible. Ya no sé qué hacer conmigo misma.

– A mí se me olvidan mis obligaciones.

– A mí me horroriza estar aquí, en esta casa.

– Yo estoy pensando en escaparme…

– ¡Oh, no, Brian, no debes hacer eso!

– Lo sé… lo sé.

Theresa oyó su respiración fatigosa. ¿Estaría pasándose la mano a través del pelo? El silencio reinó una vez más.

– ¿Theresa? -dijo por fin con voz muy débil-. Creo que estoy hundiéndome.

Theresa cerró los ojos, rozando el teléfono con los labios entreabiertos. Sentía agudas punzadas de dolor en su interior… se sentía vacía y atormentada.

– Oye, bonita, tengo que dejarte ya -dijo con desenfado, indudablemente forzado-. Descansa y cuídate esa espalda, ¿lo harás por mí? Recibirás una carta pasado mañana más o menos. Y te prometo que no desertaré. Saluda a todo el mundo de mi parte… ¡Oh, Theresa, no puedo soportar más esto! Debo irme, pero no te diré adiós. Sólo… dulces recuerdos.

La línea se corto. Theresa se apoyó contra la pared, hundida, sollozando. ¿Por qué no le había dicho que iría? ¿De qué tenía miedo? ¿De un hombre tan dulce y cariñoso como Brian? De repente se preguntó si sufrirían todos los que aman de ese modo.


Quizás fue el vacío y la infelicidad lo que finalmente animó a Theresa a llamar a la mujer cuyo nombre le había dado Catherine McDonald. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien que comprendiera lo que le estaba pasando.

Varios días después, cuando estaba marcando el número, el estómago se le puso rígido y se sintió insegura, sin saber si sería capaz de hacer las preguntas que había ensayado tantas veces durante los días que había estado en cama recuperándose.

Pero, desde el momento en que Diane DeFreize contestó al teléfono y la saludó afablemente, diciéndole que Catherine ya le había dicho que tal vez la llamaría, las perspectivas de la vida de Theresa comenzaron a cambiar. Diane DeFreize irradiaba felicidad por el cambio producido en su vida por la operación. En muy poco tiempo hizo que Theresa se sintiera impaciente por dar el primer paso.

Fue un día de la tercera semana de marzo cuando conoció al doctor Armand Schaum. Era un cirujano delgado y larguirucho, que pasó a engrosar el creciente número de personas que Theresa estaba conociendo que miraban directamente a los ojos. El médico tenía el pelo más negro que había visto en su vida y unos ojos castaños muy penetrantes. A Theresa le agradó el primer momento. Obviamente, estaba acostumbrado a tratar con mujeres recelosas. Theresa, como la mayoría, al principio se sintió cohibida en la agradable consulta, como si hubiese ido a pedirle algo perverso y criminal.

En cinco minutos, su actitud cambió drásticamente y se sintió asombrada de lo ignorante y poco informada que había estado durante todos aquellos años. Había mantenido el mismo punto de vista anticuado que el resto de la sociedad: operarse para disminuir el tamaño de los senos era algo innecesario, consecuencia de la vanidad.

El doctor Schaum le explicó las molestias físicas que probablemente tendría en el futuro si seguía como estaba.

¿Vanidad? ¡Qué poca gente lo comprendía!

Pero había dos factores negativos de los que el doctor le habló con toda claridad. Su rostro alargado y anguloso adoptó una expresión grave.

– En este tipo de operación, se hace una incisión alrededor de toda la aréola, la zona más oscura que rodea el pezón. El método antiguo consistía en quitar el pezón por completo y colocarlo en una posición más alta. Ahora, con el nuevo método, podemos hacer la operación sin cortar el nervio. No se puede reducir el tamaño tan radicalmente, pero en cambio aumenta considerablemente la probabilidad de conservar la sensibilidad del pezón. En todo este tipo de operaciones, dicha sensibilidad se pierde temporalmente como mínimo. Y, aunque no podamos garantizar su recuperación, si no cortamos el nervio hay muchas probabilidades de éxito. Pero es muy importante que comprendas que siempre cabe la posibilidad de perderla para siempre.

El doctor se inclinó hacia adelante.

– El otro factor que debes considerar es si deseas amamantar a tus futuros hijos. Utilizando el nuevo método se han dado algunos casos en los que la madre ha podido dar de mamar a sus hijos después, pero las probabilidades son muy remotas. En resumen, si decides operarte, debes tener muy claro que hay dos cosas importantes en juego: la capacidad de los pechos para producir leche y para responder a la estimulación sexual. Es casi seguro que tendrás que renunciar a lo primero, y cabe la remota posibilidad de perder lo segundo.


De modo que también había sus riesgos. Theresa estaba desolada. Se quedó tumbada en la cama con los ojos muy abiertos, sintiéndose más insegura que nunca. Le producía horror la idea de perder la sensibilidad. Recordó la sensación de hormigueo que le causaba el más ligero roce de Brian, y se preguntó lo que pensaría él si le privaba de la capacidad de excitarla de ese modo tan particular y a sí misma de la capacidad de responder.

Se llevó las manos a los senos, y no se estimularon. Rozó los pezones con el suave tejido de su pijama y no sucedió nada. Pensó en los labios de Brian… y todo comenzó.

La llenó una dulce ansiedad que le hizo acurrucarse. ¿Y si se veía privada de aquella poderosa reacción femenina sin ni siquiera haber llegado a conocer las dulces sensaciones producidas por los labios de un hombre en esa zona tan sensitiva?

Lo único que sabía sobre seguro era que una vez… por lo menos una vez, debía tener esa experiencia, antes de jugársela.


Brian contestó al teléfono con tono seco, de aire militar.

– Teniente Scanlon al habla.

– Brian, soy yo, Theresa.

Reinó el silencio y ella percibió la gran sorpresa de Brian. No estaba segura de haber hecho bien llamándole a media mañana.

– Sí, ¿en qué puedo ayudarla?

Su sequedad fue un jarro de agua fría. Luego, Theresa lo comprendió… Brian no estaba solo.

– Puedes ayudarme si me dices que no te has olvidado de mí y que no es demasiado tarde para aceptar tu invitación.

– Yo… -vaciló, aclarándose ruidosamente la garganta-. Podemos proceder con los planes tal y como discutimos.

– ¿Te parece bien el viernes? -preguntó Theresa con el corazón saltándole de emoción.

– Perfecto.

– ¿En el hotel Doublewood de Fargo?

– Afirmativo. A las doce.

– ¿De… de la mañana, Brian?

– Sí. ¿Se lo ha notificado ya a los interesados?

– Tengo la intención de contárselo esta noche. Deséame suerte, Brian.

– La tendrá.

– Vuelve la cara hacia otro lado si estás con alguien, porque creo que vas a sonreír. Teniente Scanlon, creo que me he enamorado de ti.

Hubo un silencio.

– Y creo que ya es hora de que haga algo positivo.

Tras una breve pausa, Brian se aclaró la garganta.

– Afirmativo. Yo me encargo de todo.

– De todo, no. Ya es hora de que viva mi propia vida. Y quiero agradecerte toda la paciencia que has tenido mientras me decidía.

– Si hay algo que podamos hacer en este punto para facilitar las cosas…

– Te veré dentro de dos semanas y media.

– Conforme.

– Adiós, querido Teniente Scanlon.

Brian se aclaró la garganta, pero aún así tartamudeó al decir la última palabra.

– A… adiós.

Aquella noche, Theresa abordó a sus padres antes de que pudiera echarse atrás. Sin darse cuenta, Margaret le proporcionó la introducción perfecta.

– Este año, la cena de Semana Santa será en casa de la tía Nora -les informó.

Acababan de cenar y estaban sentados en la mesa de la cocina. Amy había ido a estudiar a casa de una amiga.

– Arthur y su familia vendrán de California a pasar las vacaciones. ¡Cielo santo, deben haber pasado siete años por lo menos desde la última vez que estuvimos juntos! El abuelo celebrará su cumpleaños número sesenta y nueve ese sábado también, así que prometió que haría el pastel y tú tocarías el órgano, The…

– Yo no estaré aquí en Semana Santa -la interrumpió con tono sereno.

La expresión de Margaret decía: «no seas ridícula, cariño, ¿en qué otro lugar ibas a estar?».

– Voy a pasar la Semana Santa en Fargo… con Brian.

Margaret se quedó boquiabierta. Luego frunció el ceño y desvió rápidamente la mirada hacia Willard, volviéndola con igual velocidad hacia su hija.

– ¿Con Brian? -repitió secamente-. ¿Qué quieres decir con eso?

– Exactamente eso. Vamos a encontrarnos en Fargo para pasar tres días juntos.

– Así de sencillo, ¿no? ¡A pasar tres días con un hombre!

Theresa sintió que se ruborizaba y que crecía a la vez su indignación.

– Mamá, tengo veinticinco años.

– ¡Sí, y eres soltera!

– ¿No crees que está dando por hecho muchas cosas? -preguntó Theresa con tono acusador.