Pero Margaret llevaba demasiado tiempo gobernando la casa para dejarse detener cuando «sabía que tenía razón». Tenía la cara colorada como un tomate y los labios temblorosos cuando exclamó:

– Cuando un hombre y una mujer se van a pasar varias noches juntos, ¿qué otra cosa puede pensarse?

Theresa echó una mirada breve a su padre. También tenía la cara algo colorada, y estaba mirándose las manos. Repentinamente, a Theresa le molestó la debilidad de su carácter. Deseó que dijera algo en uno u otro sentido en lugar de dejarse apabullar siempre por su dominante esposa. Theresa se volvió de nuevo hacia su madre. Aunque tenía el estómago revuelto, habló con voz relativamente tranquila.

– Podrías haber preguntado, mamá.

Margaret gruñó y desvió la mirada desdeñosamente.

– Si vas a darlo todo por hecho no puedo hacer nada. Y a mi edad, no pienso que tenga obligación de darte explicaciones. Voy a ir, y eso es todo.

– ¡Sobre mi cadáver vas a ir!

Margaret saltó de la silla pero en ese momento, asombrosamente, intervino Willard.

– Siéntate, Margaret -ordenó, cogiéndola del brazo.

Margaret volvió su ira hacia él.

– ¡Si vive en nuestra casa, vive conforme a lo que dicta la decencia!

A Theresa le escocían los ojos. Era como si hubiera sabido que sucedería algo parecido. Con su madre no había nada que discutir. Le había pasado cuando tenía catorce años y acudió a ella buscando consuelo a sus problemas y ahora la historia se repetía una vez más.

– Margaret; tiene veinticinco años -razonó Willard-. Casi veintiséis.

La mujer apartó la mano de su marido con rabia.

– Sí, y será un excelente ejemplo para Amy.

Esas palabras le dolieron profundamente a Theresa, por lo injustas que eran.

– Yo siempre he sido…

Pero, una vez más, Willard salió en su defensa.

– Amy es una chica estupenda, ¿no crees, Margaret? Justo igual que Theresa cuando tenía su edad.

Margaret miró a Willard echando fuego por los ojos. Era la primera vez en la vida que Theresa le veía enfrentarse a su madre. Y, ciertamente, la primera que les veía discutir.

– Willard, ¿cómo puedes decir eso? Sabes que cuando tú y yo nos…

– Lo que sé es que cuando teníamos su edad ya llevábamos dos años casados y teníamos nuestra propia casa. Y, por supuesto, ni tus padres ni los míos nos decían lo que debíamos hacer y lo que no. ¡Y estábamos en 1955!

Theresa podría haber besado las enrojecidas mejillas de su padre. Era como descubrir a una persona oculta, muy parecida a ella misma, que había permanecido escondida en el interior de Willard Brubaker durante tantos años. Qué revelación verle al fin defender sus principios.

– Willard, ¿cómo puedes atreverte a dar permiso a tu propia hija…?

– ¡Ya basta, Margaret!

Willard se levantó y llevó a su mujer hacia la puerta sin demasiados miramientos.

– ¡Me he dejado dominar por ti durante demasiados años y creo que ha llegado el momento de discutir este asunto en privado!

– Willard, si tú… ella no puede…

Él se la llevó farfullando por el vestíbulo hasta que el sonido de su voz se apagó.


Más tarde, durante aquella noche, Theresa no sabía que estaban en la cocina cuando salió desvelada de su cuarto, para ver si bebiendo algo conciliaba el sueño.

Estaban sentados con las manos entrelazadas en la mesa de la cocina cuando Theresa se detuvo en la oscura entrada, dándose cuenta de que llegaba en un momento inoportuno.

Cuando Theresa desapareció entre las sombras y regresó sigilosamente a su cuarto, oyó la risa de su padre, que parecía la de un joven de veinte años.


A la mañana siguiente, no se mencionó la palabra Fargo. Tampoco a Brian Scanlon. Margaret no parecía enfadada y dio los buenos días a Theresa antes de marcharse al cuarto de baño canturreando con una taza de café. El zumbido de la máquina de afeitar de Willard se hizo más fuerte al abrirse la puerta. Luego, desde la distancia, Theresa oyó risas.

Al final de aquel día, Willard subió al cuarto de Theresa.

– ¿Piensas ir a Fargo en coche? -preguntó con voz sosegada desde la puerta.

Theresa levantó la vista, sorprendida.

– Sí.

Su padre se rascó la barbilla pensativamente.

– Bueno, entonces lo mejor será que eche un vistazo a tu coche por si necesita algún arreglillo.

Dicho esto, se volvió para marcharse.

– ¿Papá?

Willard se volvió a tiempo de ver cómo su hija se abalanzaba sobre él con los brazos abiertos.

– Oh, papá, te quiero.

El hombre acarició con ternura paternal sus cabellos.

– Pero creo que a él también le quiero -añadió Theresa.

– Lo sé, cariño, lo sé.

Willard le había dado a Theresa una lección sobre el poder del amor.

Capítulo 10

El viaje en coche desde Minneapolis a Fargo fue el más largo que Theresa había hecho sola en toda su vida. Duró cinco horas. Al principio le preocupaba la posibilidad de atontarse mientras conducía, pero enseguida vio que su mente estaba demasiado activa para adormecerse. Imágenes de Brian, recuerdos de las pasadas Navidades y la expectación por los días venideros colmaban sus pensamientos. A veces sonreía de oreja a oreja, contemplando el paisaje, como si las emociones recién liberadas le hubiesen abierto los sentidos a cosas que hasta entonces le habían pasado desapercibidas: lo verdaderamente hermosa que podía ser la tierra negra labrada, el verde de la hierba fresca…

Los lagos de color zafiro de Alexandría daban paso a los campos ondulantes de Fergue Falls. Luego la tierra se aplanaba poco a poco y aparecía el gigante delta del río Rojo, que se extendía perdiéndose en el horizonte. Los campos de patata y algodón se alargaban hasta el infinito a ambos lados de la autopista. Moorhead, ciudad del estado de Minnesota, surgió en el horizonte, y, cuando Theresa cruzó el río que la separaba de Fargo, su ciudad hermana de la orilla de Dakota, los nervios la hicieron temblar.

Aparcó el coche en el aparcamiento que había frente al hotel Doublewood, y luego se quedó sentada durante un minuto contemplando el lugar. Era la primera vez que Theresa entraba sin familia en un hotel.

«Sólo es el nerviosismo de última hora, Theresa. Que en el cartel ponga Motel no significa de por sí que vayas a hacer una cosa indigna entrando en él», se dijo para tranquilizarse.

El vestíbulo era muy amplio. Estaba decorado con muebles claros y abundantes plantas de interior.

– Buenos días -la dijo el recepcionista.

– Buenos días. He hecho una reserva.

Theresa se sentía un poco incómoda y de repente deseó que tras el mostrador hubiese una mujer en vez de un hombre.

– Me llamo Theresa Brubaker.

– Brubaker -repitió el recepcionista, mirando el libro de reservas.

Luego, en un abrir y cerrar de ojos, le dio una tarjeta para que la firmase y la llave.

– Por cierto, señorita Brubaker, su amigo ha llegado ya -dijo alegremente, sorprendiéndola-. El señor Scanlon está alojado en la habitación 108, justo al lado de la suya.

Theresa miró el número de su llave: 106. De repente, sintió que se ruborizaba y le dio las gracias al recepcionista, dándose la vuelta para que no pudiera ver su confusión.

Condujo el coche a la parte trasera del hotel; preguntándose si sus cuartos darían a ese lado del edificio. Si Brian estaría observándola desde una de las ventanas. Pero no se atrevía a mirar: ni Brian estaba viéndola, ni quería saberlo. Ya en el interior, se detuvo ante la habitación 108. Al observar el número de la habitación de Brian le pegó un vuelco el corazón. Las maletas comenzaban a pesarle y amenazaban con resbalar de sus manos sudorosas. Estaba allí dentro, a muy pocos metros de ella. Era extraño pero, ahora que estaba allí, sintió miedo de verle. ¿Y si alguno de los dos había cambiado? ¿Y si la atracción se había desvanecido?

La puerta de su habitación estaba a medio metro de la de Brian. Theresa la abrió y entró en un cuarto con el suelo de moqueta en el que había una cama bastante amplia, un armario, una consola, un espejo y una televisión. Nada extraordinario, pero a Theresa, que saboreaba la independencia por primera vez, le pareció suntuoso. Dejó su equipaje en el suelo, se sentó al pie de la cama, fue al baño, cruzó el amplio cuarto principal para abrir las cortinas, encendió la televisión, la apagó, abrió la maleta para colgar unas cuantas prendas en el armario y luego miró a su alrededor llena de incertidumbre.

«Sólo estás retrasando lo inevitable, Theresa Brubaker. Bueno, unos minutos y me calmaré. Lo mejor será que revise el maquillaje», se dijo, mirándose en el espejo. Todo estaba en perfectas condiciones, excepto los labios, que precisaban unos retoques. Sacó la barra y se pintó con mano temblorosa. La pintura sabía un poco a melocotón y producía puntitos dorados que brillaban cuando le daba la luz. «No hay que ponerse pintura de labios cuando deseas que un hombre te bese, boba». Sacó un pañuelo de papel y se limpió los labios rápidamente dejando tan sólo un leve toque de color. Los pañuelos eran ásperos y le dejaron los labios un poco irritados y agrietados por el borde. Nerviosamente, destapó la barra y se volvió a poner la pintura de tono melocotón.

Se miró los ojos: los tenía como platos a causa de la expectación. Pero no sonreían. Se miró los senos, ocultos bajo la blusa azul celeste que había comprado para la ocasión. Aquel día no llevaba rebeca y se sentía desnuda sin ella. «Una llamada en su puerta y se acabará esta odiosa incertidumbre», pensó.

Un minuto más tarde llamó dos veces a la puerta 108. El tercer golpe no llegó a su destino, pues la puerta ya estaba abriéndose. Theresa se quedó paralizada, con la mano en el aire, mirándole en silencio. Sólo veía su rostro, los interrogantes ojos verdes, los labios levemente entreabiertos, las mejillas tan recién afeitadas que todavía brillaban…

Theresa se sentía emocionada, entusiasmada, pero su incertidumbre no acababa de desaparecer. Quería sonreír pero se quedó inmóvil, observando a Brian como si éste fuera una aparición.

– Theresa -fue todo lo que dijo.

Luego alargó la mano y cogió la de Theresa llevándola hacia el interior sin vacilar. Brian tampoco sonreía, pero buscó la mano libre de Theresa y la retuvo junto a la otra sin dejar de mirarla fijamente a los ojos por un momento. Luego cerró la puerta con el pie.

– Estás aquí realmente -dijo con voz ronca.

– Sí…

¿Qué fue de todos los saludos encantadores que Theresa había ensayado tantas veces? ¿Y de la entrada suave y relajada que les debía haber hecho sentirse cómodos desde el primer momento? ¿Por qué sus labios no podían sonreír? ¿Por qué no le respondía la voz? ¿Por qué no dejaban de temblarle las rodillas? De repente, Brian la envolvió en sus brazos y apretó su cuerpo con fuerza para apoderarse de sus labios en un beso pleno, posesivo y ardiente. No había ningún indicio de las viejas familiaridades, pero la confianza aumentaba mágicamente entre ellos con toda su fuerza, capaz de provocar un torbellino de pasiones en su interior. Theresa puso los brazos alrededor del cuerpo de Brian sin apenas darse cuenta, apretando con las manos la cálida espalda. Comprobó con placer que el corazón de Brian latía tan fuertemente contra ella que podía percibir hasta la diferencia entre latido y latido.

Al principio Brian la forzó a pegarse contra él, como si no le bastara su proximidad. Sus bocas se unieron y Brian comenzó a hacer amplios círculos con las manos sobre la espalda de Theresa. Luego, como si fuera la cosa más natural del mundo, las deslizó simultáneamente hacia arriba por sus costados y apretó sus senos. Brian llevó de nuevo el brazo izquierdo sobre su espalda, ladeándose lo suficiente como para abarcar uno de sus senos. Luego empezó a acariciárselo a través de la blusa a la vez que la besaba en la boca. Theresa sintió escalofríos. Era tan natural, tan perfecto… Theresa no tenía la menor intención de detener sus exploraciones.

El beso continuaba y continuaba. Brian apoyó las manos en las caderas de Theresa y la atrajo hacia su cuerpo sin vacilar. Sin darse cuenta, Theresa comenzó a recibir rítmicamente las acometidas de las caderas de Brian, apretándose contra él, poniéndose de puntillas porque él era mucho más alto que ella y anhelaba sentir su excitación.

Brian dejó de besarla, soltó sus caderas y la abrazó con tanta fuerza que le impidió cualquier movimiento. Apoyó la frente contra la de Theresa y sus alientos jadeantes se mezclaron, mientras sus húmedos labios se buscaban una vez más.

Theresa seguía con las manos apoyadas en la espalda de Brian, sin moverlas. Sintió cómo se tensaban los fuertes músculos que palpaba cuando Brian apretó con firmeza sus caderas. De repente, le chocó la facilidad con que ocurrían esas cosas, su presteza al abrazarse a él… el don de la oportunidad que poseía la Naturaleza, haciendo responder instintivamente en ocasiones comprometidas.