– Oh… Bri…
Theresa no acabó de pronunciar su nombre, perdida en aquella pasión tan intensa, que no cesaba de aumentar.
– Mmm… -murmuró Brian, con un gemido que hablaba de su satisfacción.
Acariciándole el pelo, Theresa dirigió los movimientos de su cabeza.
– Oh, Brian, es tan delicioso… -murmuró-. Todos estos años que he perdido…
Brian subió deslizando las caderas sobre los muslos de Theresa hasta que sus bocas se unieron una vez más.
– Los recobraremos -prometió-. Chss… sólo siente… siente…
Cuando Brian llevó la boca de nuevo hacia uno de sus senos, era plenamente consciente de la necesidad de Theresa. Sabía muy bien hasta dónde podía llegar para estimular sus sentidos sin herirla. Capturó otra vez el pezón entre los dientes, hasta provocar una dulce punzada que hizo gemir a Theresa. Entonces llegó un momento en el que Theresa sintió que la excitación de los senos por sí sola no le bastaba. Se alzó y se apretó contra él, que se balanceó sobre Theresa hasta que las rodillas de ella se separaron espontáneamente al ritmo del movimiento.
– Brian, por favor… no puedo hacer esto.
Theresa no había pronunciado palabras más difíciles en toda su vida.
– Lo sé… lo sé -respondió él con voz ronca.
Pero cubrió los labios de Theresa con los suyos a la vez que proseguía moviéndose sensualmente, haciendo que el deseo hiciera arder su cuerpo y su corazón.
– Brian, por favor, no… o muy pronto no seré capaz de pararte -dijo cogiéndole del pelo y haciendo que echara la cabeza hacia atrás-. Pero debo hacerlo, ¿no lo comprendes?
Brian se quedó inmóvil, rígido.
– No te muevas -dijo secamente-. Ni una pestaña.
Se quedaron tumbados en silencio. Sus alientos jadeantes se mezclaron hasta que, profiriendo una maldición, Brian saltó de la cama y se dirigió en la oscuridad hacia el cuarto de baño. La luz del baño proyectaba su sombra en una pared. Estaba inclinado sobre el lavabo mojándose la cabeza.
Theresa estaba completamente inmóvil. Tenía los ojos cerrados y el corazón palpitante con un ritmo enloquecido. Brian regresó y se hundió al pie de la cama, apoyando los codos sobre las rodillas a la vez que se pasaba ambas manos por la cabeza. Entonces, con un gruñido, se echó hacia atrás.
Theresa cogió una de sus manos y la acarició. Los dedos de Brian apretaron con fuerza su mano.
– Lo siento -dijo Brian con voz apagada.
– Y yo también lo siento si te incité a esperar más.
– Tú no me has incitado a nada. Desde el principio me advertiste que no habías venido aquí pensando en el sexo. Fui yo el que forzó las cosas después de haber prometido no hacerlo. Pensaba que tenía el suficiente dominio de mí mismo para conformarme con unos cuantos besos.
Dejó escapar una risa triste y suave y apoyó la frente sobre un brazo.
Pero Theresa sí que había entrado a la habitación de Brian pensando en el sexo, al menos hasta lo que había experimentado. Había deseado vivir esos preciosos momentos porque, si decidía hacerse la operación, podría perder la posibilidad de disfrutar de ellos otra vez. Sintió una punzada de culpabilidad, pues le daba la impresión de que había utilizado a Brian para sus propios fines. Y él estaba disculpándose por tener unos deseos tan naturales… Consideró la posibilidad de explicárselo, de contarle lo de la operación, pero ahora que había saboreado la pasión producida por sus labios se sentía doblemente insegura respecto al asunto. Y, aún más, a Theresa le costaba creer que cuando llegara junio y Brian volviera al mundo civil, no habría innumerables mujeres que encontraría más atractivas. Junio era una palabra clave mencionada en las cartas de ambos con frecuencia, pero Theresa sabía lo fácil que era para un hombre solo hacer promesas respecto al futuro. Y cuando llegase dicho futuro con toda probabilidad sus planes se transformarían en otros muy distintos… El pensamiento le hizo daño a Theresa, pero lo mejor era ser sincera consigo misma.
No se habían hecho ninguna promesa. Y, hasta que se las hicieran, debía evitar situaciones como aquella.
– Brian, es tarde. Debería volver a mi habitación.
Él se puso boca arriba sin soltar la mano de Theresa.
– Podrías quedarte si quieres… sólo dormiremos juntos.
– No, creo que no podría resistirlo…
Cuando Theresa se incorporó para alisarse la ropa, sintió que Brian estaba observándola y deseó que la luz del baño estuviese apagada. Estaba despeinada; le temblaban las manos.
– Theresa…
Brian se acercó a ella.
– Déjame marcharme sin más discusiones, por favor -le pidió Theresa-. Estoy a punto de cambiar de opinión, y si lo hiciera creo que los dos nos sentiríamos disgustados con nosotros mismos.
Brian dejó caer la mano que había alzado. Saltó de la cama, ayudó a levantarse a Theresa y luego caminaron silenciosamente hacia la puerta. Se abrió y los dos se quedaron mirando la moqueta del suelo.
Brian rodeó el cuello de Theresa con un brazo y le dio un beso en la sien.
– No me has decepcionado -dijo con voz grave.
Theresa se sintió débil y aliviada al mismo tiempo. Se apoyó contra él.
– Eres muy sincero, Brian. Eso es lo que me gusta de ti.
Brian clavó la mirada en sus ojos con expresión inquieta, todavía con un relampagueo de deseo en las verdes profundidades.
– Mañana será muy duro separarnos tal y como están las cosas. Habría sido peor todavía si nos hubiéramos rendido.
Theresa se puso de puntillas y rozó los labios de Brian con los suyos, acariciándolos luego suavemente con las yemas de los dedos.
– Había comenzado a creer que nunca te encontraría en este mundo, Brian…
Pero no continuó porque habría estallado en lágrimas, así que se adentró en la soledad de su propia habitación y cerró la puerta que los separaba.
Capítulo 12
El último día fue horrible. Perdieron horas preciosas pensando en la soledad que sentirían al separarse y estuvieron contando las semanas de separación que les quedaban por delante. La risa era extraña y forzada, seguida de largos silencios y miradas pensativas. Se sentían más insatisfechos que nunca.
Pagaron la cuenta del hotel a las once de la mañana y vagaron en el coche sin rumbo fijo hasta la una. Brian debía coger un avión, así que Theresa le llevó al aeropuerto, donde se sentaron en una mesa de la cafetería, incapaces de alegrarse o consolarse.
– El viaje que te espera es largo. Creo que deberías marcharte.
Theresa le miró asombrada.
– No. Esperaré a que te vayas tú primero.
– Pero tal vez no coja un avión hasta última hora de la tarde. Ya sabes que estoy apuntado a la lista de espera…
– Pero… yo…
Comenzaron a temblarle los labios, así que los apretó.
– Lo sé -dijo Brian suavemente-. Pero, ¿será más fácil si ves despegar el avión?
Theresa sacudió la cabeza llena de desolación y se quedó mirando su taza de café con los ojos inundados de lágrimas. La mano de Brian cubrió la suya, apretándola con fuerza.
– Quiero que te vayas ya -insistió Brian-. Y quiero que lo hagas sonriendo. ¿Prometido?
Theresa asintió y el movimiento hizo que las lágrimas resbalaran por sus mejillas pecosas. Se las enjugó frenéticamente y esbozó la sonrisa que Brian le había pedido.
– Tienes razón. Es un viaje de cinco horas…
Cogió el bolso, comentando cosas triviales y simulando que tenía ocupadas las manos en cosas importantes. Brian sonreía tristemente. Se quedó callada a mitad de una frase, se mordió los labios y procuró tragar el enorme nudo que se le había formado en la garganta.
– ¿Me acompañas al coche? -preguntó con voz tan débil que Brian apenas pudo oírla.
Sin decir palabra Brian dejó unas monedas sobre la mesa y se levantó. Theresa caminaba un paso por delante de él, pero sentía su mano en el codo. Dicha mano se deslizó hasta la suya y los dedos de ambos se entrelazaron. Brian se los apretaba con más fuerza por momentos.
Se detuvieron ante el coche. Brian levantó la mano de Theresa y se quedó mirándola, a la vez que la acariciaba con el pulgar.
– Gracias por haber venido, Theresa.
Theresa comenzó a sofocarse.
– Yo… yo tenía una buena…
Pero no pudo acabar y, cuando rompió a sollozar, Brian la abrazó apasionadamente.
– Conduce con calma -dijo con voz más grave que de costumbre.
– Da recuerdos a… a… Jeff.
– Antes de que podamos darnos cuenta, estaremos en junio.
Pero Theresa tenía miedo de pensar en junio. ¿Y si al final Brian no volvía junto a ella? Brian la tenía tan aplastada que lo único que podía ver entre sus lágrimas era el tejido gris claro de su camisa.
– Ahora voy a besarte; luego subirás al coche y te pondrás en marcha, ¿comprendido?
Theresa asintió frotándose la mejilla en la camisa de Brian, que ya estaba mojada con sus lágrimas.
– No pienses en el presente. Piensa en junio.
– Lo… lo haré.
Sus labios se unieron en un último beso de despedida. La mano de Brian presionaba su nuca con la misma fuerza que sus labios presionaban las mejillas mojadas de Theresa, como si deseara llevarse algo suyo en su interior.
De repente Brian se separó bruscamente de ella y abrió la puerta del coche. Luego esperó a que arrancara. Theresa metió marcha atrás resueltamente, salió del espacio de aparcamiento y luego sacó el brazo por la ventanilla al dirigirse hacia delante. Los dedos de ambos se rozaron cuando se alejó, y un momento después sólo vio la imagen de Brian aparecer y desaparecer rápidamente en el espejo retrovisor.
Theresa esperaba que su madre le hiciera un interrogatorio a conciencia, pero extrañamente, sólo le hizo preguntas impersonales. «¿Cómo está Brian?» «¿Te contó algo de Jeff?» «¿Había mucho tráfico en la carretera?» Tanto Margaret como Willard parecían comprender a su hija cuando deambulaba por la casa melancólicamente como si tuviera quince años. Hasta Amy, percibiendo la desazón de su hermana, se mostraba especialmente amable.
En un calendario, Theresa enumeró los días que faltaban para que llegara el 24 de junio y, como seguía sin decidirse respecto a la operación, cada vez estaba más irritable.
Llegó mayo, con su tiempo cálido, y los niños se volvieron incontrolables en el colegio. Estaban tan inquietos que apenas podía contenerlos en la clase.
La primavera era la estación de los conciertos, y Theresa estuvo muy ocupada durante las dos últimas semanas de clase, tiempo en el que se hacían meriendas para los padres de los alumnos y festivales en los que actuaban los coros y la orquesta del colegio. Después de las horas de clase tenían que hacer reuniones para organizar los programas. Era una época de actividad febril y triste al mismo tiempo. A Theresa le daba mucha pena tener que despedirse de algunos de los alumnos de sexto grado que ya no estarían en el colegio al año siguiente.
Tres de éstos se enteraron de algún modo del día en que cumplía los veintiséis años y le llevaron una tarta a la clase dicho día. La tensión de las semanas pasadas se desvaneció a la vez que Theresa sentía el corazón rebosante de afecto por sus alumnos.
Y su alegría aumentó cuando llegó a su casa y encontró flores y una nota de Brian: Con amor, hasta el 24 de junio, cuando te lo pueda decir en los labios. Las flores rompieron la rutina de la familia. Amy se quedó asombrada y un poco celosa tal vez. Margaret insistió en ponerlas en el centro de la mesa donde comían, a pesar de que era imposible ver algo entre las hermosas rosas rojas. Willard sonreía más de lo acostumbrado y daba palmitas a Theresa en el hombro cada vez que se cruzaban.
– ¿Qué es esto de junio? -le preguntó.
Theresa le dio un beso pero no respondió, pues ni siquiera ella misma sabía qué sucedería en junio. Sobre todo si decidía hacerse la operación.
Aquella noche a las nueve y media sonó el teléfono. Amy contestó, como de costumbre.
– ¡Es para ti, Theresa!
A Amy le brillaban los ojos de la excitación. Nerviosamente, le dio el teléfono a su hermana y exclamó:
– ¡Es él!
A Theresa le palpitaba el corazón de emoción. Desde su estancia en Fargo sólo habían intercambiado cartas. Esa era la primera llamada telefónica. Amy se quedó cerca, observando con vivo interés. Theresa se llevó al oído el teléfono y contestó sin aliento:
– ¿Brian?
– Hola, bonita. Feliz cumpleaños.
Ella se llevó la mano al corazón. ¡Era él, realmente él!
– ¿Me oyes, Theresa?
– ¡Sí… sí! Oh, Brian, las flores son preciosas. Gracias.
Amy seguía a un metro escaso de distancia.
– Perdona un momento, Brian.
Theresa bajó el teléfono y lanzó una mirada penetrante a su hermana. Amy hizo una mueca de disgusto, se encogió de hombros y se fue de mala gana a su cuarto.
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