– Ya estoy aquí, Brian. Tenía que librarme de un estorbo.
Las risas sonoras de Brian llegaron a su oído, y Theresa le imaginó con sus ojos verdes brillando de contento.
– ¿La niña?
– Exactamente.
– Estoy imaginándote en la cocina, apoyada en el mueble y Amy pegada a tu lado, toda oídos. He vivido de recuerdos como ése desde que te vi por última vez.
Los diálogos amorosos eran algo extraño para Theresa. Reaccionó ruborizándose, sintiendo que un calor intenso recorría todo su cuerpo.
– Oh, Brian… -murmuró, y cerró los ojos, imaginándose su rostro de nuevo.
– Te echo mucho de menos.
– Yo a ti también.
– Desearía estar allí contigo. Te llevaría a cenar y luego a bailar.
El recuerdo de estar envuelta en sus brazos hizo que el cuerpo le doliera de ansiedad de verle otra vez.
– Brian, nunca me había enviado flores nadie.
– Eso demuestra que el mundo está lleno de tontos.
Ella sonrió, cerró los ojos y apoyó la frente contra las frías baldosas de la pared.
– Tus dientes son como estrellas… -Brian se quedó en silencio, a la vez que la sonrisa de Theresa se hacía más ancha.
– Sí, conozco el chiste… salen cada noche.
– Y tus cabellos son como rayos de luna -añadió Brian, continuando la broma.
– ¡Oh! Eso no lo había oído nunca.
Estallaron en carcajadas al unísono. Luego Brian adoptó un tono grave una vez más.
– ¿Qué estabas haciendo cuando te llamé?
– Estaba en mi dormitorio, escribiéndote una carta para darte las gracias por las flores.
– ¿De verdad?
– De verdad.
Reinó el silencio durante un buen rato. Cuando Brian habló, lo hizo con voz ronca, levemente teñida por el dolor.
– Theresa, te echo de menos. Quiero estar contigo.
– Ya no falta mucho tiempo…
– A mí me parecen seis años más que seis semanas.
– Lo sé, pero para entonces ya habré acabado las clases y podremos estar juntos mucho tiempo, todo el tiempo del mundo… si tú quieres.
– ¿Que si quiero? -Después de una pausa, añadió en tono profundo-: Desearía que pudieras sentir lo que le está pasando ahora mismo a mi corazón.
– Creo que lo sé. Al mío le está pasando lo mismo. Me siento como… como si hubiera estado corriendo dos horas… es como si tuviera un motor en el corazón.
– Ahí quiero estar, en tu corazón -dijo con voz bastante agitada.
– Oh, Brian, lo estás -replicó ella entrecortadamente.
– Theresa, ahora me arrepiento de no haber llegado hasta el final contigo en Fargo. Pero, cuando vuelva, lo haré. Quiero que lo sepas.
Hubo un largo silencio. Theresa cerró los ojos y se llevó una mano al pecho, haciendo leves movimientos con los dedos. Sintió escalofríos. De repente se acordó de la operación y abrió la boca para preguntar a Brian qué pensaría si al regresar la encontraba con unos senos de tamaño normal, pero qué tal vez no respondieran a los estímulos físicos. Pero él se adelantó.
– Theresa -dijo con voz desolada-. Tengo que irme ya. Acaba la carta y cuéntame todo lo que estás sintiendo ahora mismo, ¿de acuerdo, bonita? Nos veremos dentro de seis semanas. De momento, ahí va un beso. Ponlo dónde quieras -hizo una breve pausa y concluyó emocionadamente-: Adiós, Theresa.
– ¡Brian, espera!
– Sigo aquí…
– Brian, yo…
– Lo sé, Theresa. Yo siento lo mismo.
Debería haber sabido que era un hombre de los que colgaba sin avisar.
«Cuando vuelva, lo haré. Quiero que lo sepas.» Las palabras de Brian resonaron en su corazón durante los días siguientes, a la vez que ella continuaba sopesando la posibilidad de operarse. Tuvo una conversación con el Doctor Schaum, el cual le dijo que el momento era perfecto, justo al comenzar las vacaciones de verano, en época de menos tensiones y contacto social… ambas cosas deseables. También se había enterado de que no tendría que pagar nada por la operación, debido al diagnóstico del médico, que establecía que el tamaño de sus pechos podría causarle graves trastornos de espalda con el tiempo.
Había recibido un folletín del doctor que explicaba el procedimiento de la operación. Las molestias que se podían esperar eran mínimas, pero esto era la última preocupación de Theresa. Ni tampoco le preocupaba especialmente la idea de renunciar a dar de mamar a sus hijos… los niños le parecían algo muy lejano. Pero la posibilidad de perder la sensibilidad de una parte tan especial de ella misma le producía malestar, sobre todo cuando recordaba los labios de Brian y la maravilla de su propia reacción femenina.
Y debía tomar una decisión cuanto antes. Faltaban dos semanas para las vacaciones, y cinco para que Brian volviera. La idea de recibirle con una camisa de verano seductora le dio nuevos ánimos… ¡qué increíble poder elegir el tamaño de senos que prefiriese! La idea la seducía, pero le daba pánico.
Una semana antes de las vacaciones tomó la decisión. Cuando se lo contó a sus padres, el rostro de Margaret registró inmediatamente asombro y desaprobación por partes iguales. El de su padre expresó pena, quizás porque el cuerpo que había legado a su hija no hubiera resultado el adecuado.
Como esperaba Theresa, Margaret fue la primera en hablar.
– No comprendo cómo… cómo quieres jugar con el cuerpo que te ha sido dado, como si no fuera suficientemente bueno.
– Porque puede ser mejor, mamá.
– ¡Pero no es necesario, y sería un gasto tremendo!
– ¡Qué no es necesario! ¿Tú piensas que no lo es?
Margaret se ruborizó y frunció los labios levemente.
– Tengo motivos para pensarlo. He vivido con una figura como la tuya toda la vida y me ha ido muy bien.
Theresa se preguntó las molestias que ocultaría su madre. De hecho sabía que sufría de dolores de espalda y hombros.
– ¿De verdad te ha ido tan bien, mamá? -preguntó con voz muy sosegada.
A Margaret se le ocurrió de repente que había algo muy importante que requería atención a sus espaldas y se volvió, sólo para encontrarse con la mirada de su hija.
– Qué pregunta tan ridícula. Las actrices y las mujeres de vida libertina hacen cosas así, no las chicas como tú -volviéndose, añadió-: ¿Qué dirá la gente?
A Theresa le dolió que su madre, con su falta de tacto habitual, pudiera elegir un momento como aquél para sacar a relucir su miedo más profundo: las repercusiones que tendría la operación en su vida. Además, a su madre le preocupaba tanto la opinión de los demás que no veía las verdaderas razones de su decisión. Suspirando, Theresa se hundió en la silla.
– Mamá, papá, por favor, quiero explicaros…
Y así lo hizo. Retrocedió en el tiempo hasta la edad de catorce años y les relató todos los problemas y desilusiones producidos por culpa de su figura desproporcionada, el pronóstico del doctor Schaum respecto a su futuro. Omitió los detalles sobre sus miedos y complejos sexuales, pero les explicó por qué siempre se ponía rebecas, se ocultaba tras el violín y había decidido trabajar con niños para evitar a los adultos.
Cuando concluyó, Margaret miró a Willard.
– No sé -dijo-. No sé…
Pero Theresa sí que lo sabía. Había ganado confianza al enfrentarse con sus padres por el viaje a Fargo, y ahora estaba convencida de que debía operarse. Percibió que su madre suavizaba su postura y que su propia resolución estaba cambiando la opinión de la misma.
– Hay sólo una cosa más -prosiguió, mirando sin pestañear los ojos interrogantes de su madre-. ¿Podrías tomarte vacaciones el lunes de la operación para acompañarme?
Margaret sintió que la hija que lenta pero decididamente iba despegándose de sus faldas todavía necesitaba su comprensión maternal. Quizás porque había habido momentos en su vida en los que deseó tener el coraje que en aquel instante estaba demostrando su hija, se tragó las dudas y los recelos y respondió:
– Si no cambias de opinión, sí, estaré allí.
Pero, cuando se quedó sola, Margaret se apoyó contra la puerta del baño, sintiéndose muy débil, embargada de dolor por su hija. Abrió los ojos y dejó caer las manos que había mantenido alrededor del pecho, suspirando profundamente, consciente del valor que poseía Theresa por haber tomado una decisión así.
El día anterior a la operación, Theresa se lavó la cabeza ella sola por última vez en dos semanas al menos; no podría levantar los brazos durante algún tiempo después de la operación. En la maleta guardó un camisón de talla muy holgada y tres pijamas sin estrenar de talla media. Se puso el sostén blanco de siempre, pero guardó varios de unas tallas menos. Estos no eran azules, ni rosas, ni siquiera de encaje… los bonitos tendrían que esperar. Debería llevar un sostén duro día y noche durante un mes. Se puso un vestido de primavera muy holgado, pero metió en la maleta uno sin estrenar, también de talla media, que a Theresa le parecía hecho para una muñeca en lugar de una mujer.
A la mañana siguiente, Margaret estaba allí cuando llevaban a Theresa en camilla a la sala de operaciones. Besó a su hija en la mejilla y envolvió una de sus manos entre las suyas propias, diciendo:
– Nos veremos dentro de un rato.
Tres horas y media después, Theresa fue llevada a la sala de recuperación, y una hora más tarde abrió los ojos y sonrió débilmente a su madre, la cual se inclinó y echó hacia atrás el pelo rojizo que caía sobre su frente.
– Mamá… -susurró con voz cansada.
– Cariño, todo ha ido bien. Ahora debes descansar. Yo estaré aquí.
Pero Theresa levantó una de sus manos pecosas, deslizándola sin rumbo fijo sobre las sábanas.
– Mamá, ¿estoy… guapa? -preguntó con expresión soñolienta.
– Sí, cariño. Pero siempre lo has estado. Chisss…
Theresa esbozó una sonrisa.
– Brian… no lo sabe… todavía…
Su voz se apagó y entró en el dulce mundo de los sueños.
Un rato después recobró la lucidez y se encontró sola en la habitación. Le habían dicho que no debía hacer movimientos con los brazos, pero no pudo resistir la tentación de explorar sus nuevos senos. Mirando al techo, pasó delicadamente las manos sobre el rígido sostén. Al percibir la transformación, cerró los ojos. No sentía dolor, pues todavía estaba bajo la influencia de la anestesia. En cambio, su júbilo crecía por momentos. ¡Era increíble cómo los habían reducido! La invadió una repentina ansiedad de ver su nueva figura, pero de momento tendría que contentarse con imaginársela.
Amy la visitó aquella noche, cargada de sonrisas y un poco cohibida ante la trascendental decisión que había tomado su hermana. Sacó una carta con una escritura muy familiar para Theresa, y volvió a ser la de siempre y empezó a airearla ante los ojos de su hermana.
– Hum… parece propaganda o alguna tontería así.
– ¡Dámela!
– ¿Dámela? -dijo haciendo una mueca de disgusto-. ¿Esos son los modales que enseñas a tus alumnos?
– Dámela, mocosa. Estoy incapacitada y no podré pelear hasta que me quiten esta armadura y se cierren bien las cicatrices.
En realidad, con el paso del día, las molestias de Theresa habían ido creciendo, pero la carta de Brian hizo que se olvidara de ellas durante algún tiempo.
Querida Theresa:
Faltan menos de cuatro semanas. ¿Y sabes cómo vamos a ir a casa? ¡En la furgoneta que me he comprado! Es fabulosa, por supuesto, una Chevrolet de un color parecido al de tus ojos, con cristales ahumados y espacio suficiente para llevar el equipo de todo un grupo. ¡Ya verás cómo te gusta!
Te daré una vuelta en cuanto llegue allí, y tal vez podrás ayudarme a buscar apartamento, ¿eh? Bonita, me muero de impaciencia… por todo: la vida civil, el nuevo grupo, las clases… tú. Sobre todo, tú. Jeff y yo saldremos de aquí el 24 por la mañana, así que deberíamos llegar a la hora de cenar. Jeff me ha encargado que le digas a tu madre que quiere «cerdos-entre-sábanas» para cenar, sea lo que sea eso. ¿Y yo? Yo quiero Theresa-entre-sábanas después de cenar. Sólo bromeaba, cariño… ¿o no?
Te quiero
Brian
Theresa guardó la carta bajo las sábanas en lugar de ponerla sobre la mesilla de noche. Alzó la vista y encontró a Amy arrellanada en uno de los sillones para las visitas.
– Brian se ha comprado una furgoneta. Jeff y él vendrán en ella.
– ¡Una furgoneta! -exclamó la chica incorporándose-. ¡Fantástico!
– Y Jeff encarga que le digamos a mamá que quiere cerdos-entre-sábanas de cena.
– ¡Chica, me muero de impaciencia!
– ¿Qué tú te mueres de impaciencia? A mí cada día me parece una eternidad.
– Sí… -dijo Amy echando una mirada a la sábana que ocultaba la carta-. Brian y tú… bueno, parece que habéis intimado mucho.
– No exactamente. Pero…
– Pero lleváis cinco meses de correspondencia, y te envió flores, y telefoneó, y todo lo demás. Creo que las cosas están poniéndose calientes entre vosotros.
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