Theresa se rió inesperadamente. Sintió una punzada de dolor y se apretó las costillas con la mano.

– Oh, no hagas chistes, Amy. Me duele muchísimo.

– Lo siento, hermanita. No quería fastidiarte los puntos.

Theresa volvió a reírse, pero esta vez, al apretar la sábana contra su cuerpo, cogió a Amy observando su nueva figura con expresión de curiosidad.

– ¿Te has… te has visto ya?

– No, pero me he tocado. Tengo la sensación de estar en el cuerpo de otra persona. De alguien que posee el tipo que yo siempre soñé.

– Se nota incluso a través de las sábanas.

– Dentro de poco me verás.

Amy pegó un salto inesperadamente, metió las manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros y comenzó a pasear de un lado a otro. Parecía incómoda, pero después de dar una vuelta alrededor de la cama, se detuvo ante su hermana y le preguntó a quemarropa:

– ¿Se lo has dicho a Brian?

– ¿A Brian?

Amy asintió.

– No.

– Oh, quizá no debería haber preguntado eso.

– No pasa nada, Amy. Brian y yo… nos gustamos de verdad, pero no pensé que nuestra relación fuera lo suficientemente profunda como para consultarle. Y me da miedo volverle a ver porque no lo sabe.

– Sí… pero podrías avisarle antes de que viniera.

– Lo sé. He estado considerando esa posibilidad, pero me da pánico. Yo… no sé qué hacer.

El rostro de Amy se iluminó de repente.

– Bueno, una cosa es segura. En cuanto salgas de aquí, iremos de compras. A la caza de prendas provocativas, elegantes y diminutas, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. Tan pronto como pueda levantar los brazos para probármelas.


A la mañana siguiente, el doctor Schaum fue a reconocerla.

– Entonces, ¿cómo está hoy nuestra Theresa? ¿Te has visto ya en el espejo?

– No… -respondió ella sorprendida.

– ¿Y por qué no? No ha pasado por todo esto para quedarte preguntando ahora el aspecto que tiene la nueva Theresa Brubaker. Vamos, jovencita, lo solucionaremos ahora mismo.

Y así Theresa vio sus senos operados por primera vez, mientras el doctor observaba su reacción.

Los puntos no habían cicatrizado del todo, pero la figura era sorprendente. De algún modo, Theresa no estaba preparada para la realidad. Era… normal. Y con el tiempo, cuando le quitaran los puntos y las cicatrices desaparecieran, sin la menor duda habría ocasiones en las que se preguntaría si alguna vez había tenido una figura distinta.

Pero, por el momento, una Theresa de ojos asombrados y labios sonrientes se contempló en el espejo sin articular palabra.

– ¿La sonrisa significa que te satisface el resultado? -preguntó el médico ladeando la cabeza.

– Oh… -fue la única respuesta, a la vez que continuaba observando su imagen.

Pero, cuando alargó la mano para tocarse, el doctor le advirtió:

– No conviene que te toques hasta dentro de unos días, cuando te hayamos quitado los puntos.

Theresa regresó a su casa al cuarto día, aunque todavía no le habían quitado los puntos. Amy le lavó la cabeza y la atendió con una solicitud que le llegó al corazón. Como le habían prohibido hasta levantar los brazos para coger una taza de café, tuvo que requerir con frecuencia la ayuda de Amy, y durante los días siguientes se hizo más profundo el lazo de unión entre las dos hermanas.

Al final de la segunda semana pudieron hacer las esperadas compras, después de que el Dr. Schaum le hiciese un reconocimiento.

Aquel día dorado de mediados de junio, fue como un cuento de hadas que se hacía realidad para la mujer que hasta entonces había mirado la ropa de moda con los mismos ojos que un niño observaría las luces lejanas de un carnaval.

– ¡Camisetas! ¡Camisetas! ¡Camisetas! -exclamó alegremente-. ¡Creo que voy a llevarlas durante un año entero por lo menos!

Delante de un espejo, probándose la primera prenda que escogió, una blusa de tirantes de un tono verde alegre y veraniego, Theresa se preguntó si alguna vez se había sentido tan feliz como entonces. La blusa no era nada extraordinario; no era cara, ni siquiera verdaderamente seductora. Sólo era femenina, pequeña, atractiva… y absolutamente favorecedora.

– ¡Oh, Amy, mira!

Amy sonrió a su hermana, poniéndose seria de repente al hacer un descubrimiento.

– ¡Oye, Theresa, pareces más alta!

– ¿Sí? -dijo, ladeándose para apreciar su figura-. ¿Sabes? Eso es algo que Diane DeFreize me advirtió que sucedería. Y tú eres la segunda persona que me lo dice.

Theresa se dio cuenta de que el asunto se debía en parte a que sin tanto peso caminaba más erguida. Se miró satisfecha y añadió:

– Sí que lo parezco.

– ¡Espera a que te vea Brian!

A Theresa le resplandeció la mirada al preguntarse lo que diría Brian. Todavía no se lo había contado.

– ¿Crees que le gustará el cambio?

– No lo dudes. El verde te sienta de miedo.

Theresa sonrió.

– Creo que debería ser tu primera compra. Y que deberías ponértela cuando venga Brian -añadió Amy.

El pensamiento produjo a Theresa sensación de vértigo. «Cuando venga Brian. Sólo una semana más.»

– Me la llevo. Y ahora quiero comprar un vestido. ¡No, ocho vestidos! La última vez que compré uno que no necesitase retoques, tenía menos años que tú. El doctor me dijo que la talla nueve me sentaría a las mil maravillas.

Y así fue. A un vestido rosa de verano le siguió otro de flores rojas, blancas y azul marino, y a éste un vestido largo de noche, de corte clásico, a modo de túnica, de un elegante tono blanco grisáceo. No compró ni una sola prenda con el cuello cerrado, ¡nada de cuellos cerrados para Theresa Brubaker en esta ocasión!; incluso se dejó tentar por una provocativa blusa diminuta que se abrochaba justo debajo de la línea de su busto y dejaba al aire su vientre. Las joyas, algo que Theresa nunca se había atrevido a ponerse en el cuello por miedo a atraer la atención hacia el tamaño de sus senos, la entusiasmaron al comprarlas tanto como su primer par de medias.

Eligió una delicada cadena de oro con un corazón diminuto que tenía un aspecto maravilloso, incluso entre las pecas rojas de su pecho. Pero hasta las mismísimas pecas habían dejado de parecerle horribles. La elección del color de la ropa ya no estaba limitada por la talla de la misma, así que pudo seleccionar tonalidades que disimulaban el color de las pecas.

Cuando acabó el día, Theresa se sentó en su cuarto entre montañas de ropa maravillosa. Se sentía como una novia con el ajuar nuevo. Sosteniendo en alto su prenda favorita, la blusa verde de tirantes, se la ajustó al pecho y comenzó a bailar y a dar vueltas. Luego cerró los ojos y suspiró profundamente.

«Date prisa, Brian, date prisa. Por fin estoy lista para ti.»

Capítulo 13

Era un día de junio sorprendente. El cielo sin nubes de Minnesota era de un azul limpio y brillante como los colores de las flores que llenaban la calle de los Brubaker. Ruth Reed, la vecina de la casa de al lado, estaba en su jardín comprobando si habían brotado ya las judías verdes que había plantado. En la calle había niños pequeños pedaleando en sus triciclos, haciendo con la boca ruidos de motores. Los aromas que salían de las cocinas se mezclaban con el de la hierba fresca. Los hombres regresaban de trabajar, y algunos se ponían a cortar la hierba antes de comer, quizás por abrir el apetito. En el jardín de los Brubaker, un aspersor giraba regando la hierba.

Era una escena cotidiana, en una calle corriente, al final de un día de trabajo ordinario.

Pero en el hogar de los Brubaker reinaba la excitación. Los rollos de col rellenos de arroz y carne picada estaban poniéndose a punto en el horno. Los muebles del baño estaban relucientes y en los toalleros colgaban toallas recién puestas. En la sala había un ramo de flores sobre el piano. En la mesa de la cocina había platos y cubiertos para seis, además de una tarta de dos pisos ligeramente ladeada, en la que habían escrito con crema: «Bienvenidos a casa». Amy ajusto el plato de la tarta una vez más en un esfuerzo por hacerla parecer menos torcida de lo que estaba. Luego se echó hacia atrás y se encogió de hombros.

– Oh, maldita sea. Bueno, no queda mal del todo.

– Amy, cuidado con lo que dices -le advirtió su madre, añadiendo a continuación-: La tarta está perfecta, así que quiero que te olvides de ella.

Afuera, Willard estaba arreglando el seto con una tijera de podar. Daba un corte aquí y otro allá, aunque realmente no había una sola hoja fuera de lugar. De vez en cuando se llevaba una mano a la frente y oteaba la calle. Las ventanas de la cocina estaban abiertas de par en par sobre su cabeza. Miró su reloj y luego gritó:

– ¿Qué hora es, Margaret? Creo que se me ha parado el reloj.

– Son las seis menos cuarto, y a tu reloj no le pasa nada, Willard. Funcionaba hace siete minutos, cuando preguntaste la hora otra vez.

En su cuarto, Theresa se dio los últimos retoques de maquillaje. Se puso un par de sandalias blancas de finas tiras, sin tacón, y observó con ojo crítico la pintura que se había puesto en las uñas de los pies… era la primera vez que se las pintaba. Se pasó una mano por el muslo, sobre los ajustados vaqueros blancos que estrenaba, y se observó en el espejo mientras se alisaba su blusa verde favorita. Sonrió satisfecha y se puso la cadena de oro con el corazón. Se adornó la muñeca con una sencilla pulsera y por último se puso unos pendientes pequeños, también de oro. Estaba cogiendo el perfume cuando oyó gritar a su padre desde la otra puerta de la casa.

– Creo que son ellos. Es una furgoneta, pero no puedo distinguir de qué color es.

Theresa se llevó una mano al corazón. Todavía no se había acostumbrado a la nueva proporción de sus senos. Volvió a mirarse en el espejo con ojos inquietos. «¿Qué pasará cuando me vea?», se dijo.

– ¡Sí, son ellos! -exclamó su padre.

– ¡Theresa, corre, están aquí! -gritó Amy.

Theresa sintió una punzada de nervios en el estómago y debilidad en las rodillas. Salió corriendo a través de la casa y cerró de un portazo la puerta trasera del jardín. Luego esperó detrás de los demás, observando cómo aparcaba la furgoneta de color canela. Jeff tenía la cabeza asomada por la ventanilla y les saludaba alegremente. Theresa tenía los ojos clavados en el otro lado de la Chevrolet, esforzándose en vislumbrar el rostro del conductor. Pero el cristal de la ventanilla sólo reflejaba el cielo azul y las ramas verdes de los olmos.

La furgoneta paró y Jeff abrió la puerta de golpe. Abrazó a la primera persona que encontró en su camino, Amy, alzándola por los aires alegremente antes de hacer otro tanto con Margaret, la cual vociferó exigiendo ser dejada en el suelo, aunque no pensaba ni una sola de las palabras que dijo. Con su padre intercambió un fuerte abrazo, y Theresa fue la siguiente. Se vio elevada por los aires antes de que tuviera tiempo de decir a su hermano que no lo hiciera. Pero la leve punzada de dolor que sintió valió la pena.

Mientras ocurría todo esto, Theresa era consciente de que Brian había bajado de la furgoneta, se había quitado unas gafas de sol y estaba estirando los músculos. Había dado la vuelta al vehículo para observar los saludos, y tomar parte en los mismos a continuación. Theresa observó los vaqueros desteñidos que llevaba, la camisa medio desabrochada que dejaba al descubierto su pecho, el pelo oscuro, corto como de costumbre, los ojos verdes, que sonrieron cuando Amy le dio un sonoro beso en la mejilla, Margaret un abrazo maternal, y Willard un apretón de manos y una cariñosa palmada en el hombro.

Ya sólo faltaba Theresa, cuyo corazón palpitaba alocadamente. Él estaba allí, tan atractivo como siempre; y su presencia la hacía sentir impaciencia, nervios, optimismo…

Sólo los separaba dos metros escasos y se quedaron parados, mirándose fijamente.

– Hola -dijo Brian.

– Hola -contestó ella con voz insegura y temblorosa.

Eran los dos únicos que no se habían abrazado. Los labios temblorosos de Theresa estaban ligeramente entreabiertos; los de Brian esbozaron una lenta sonrisa. Él extendió las manos hacia ella, que apoyó a su vez las suyas sobre las mismas, observando aquellos ojos verdes que en las últimas Navidades tan cuidadosamente evitaron descender hacia sus senos. En esta ocasión, cuando miraron hacia abajo, se abrieron de sorpresa.

Su mirada perpleja regresó rápidamente a sus ojos, y Theresa, como de costumbre, comenzó a ruborizarse.

– ¿Cómo estás? -dijo Theresa, y la pregunta sonó trivial hasta a sus propios oídos.

– Bien.

Brian soltó las manos de Theresa y se echó hacia atrás, poniéndose de nuevo las gafas de sol. Theresa se sintió observada por sus ojos, ocultos tras los cristales oscuros.

– ¿Y tú? -añadió Brian.