Estaban hablando maquinalmente, comportándose con mucha timidez de repente. Ambos intentaban en vano recobrar la calma.

– Como siempre.

Nada más pronunciar las palabras, Theresa se arrepintió de haberlas elegido. No era en absoluto la misma.

– ¿Qué tal el viaje?

– Bien, pero cansado. Lo hemos hecho de un tirón.

Los demás se habían adelantado, así que iban andando solos. Aunque Brian iba ligeramente detrás de Theresa, ésta podía sentir su mirada ardiente abrazándola. Pero seguía sin saber el efecto que le había producido. ¿Le habría gustado el cambio? Indudablemente le había dejado perplejo, pero aparte de esto sólo podía hacer suposiciones.

Adentro, la casa seguía tan ruidosa como siempre. Jeff estaba en el centro de la cocina con los brazos extendidos imitando el grito de Tarzán; mientras, en algún lugar del otro extremo de la casa sonaba un rock de los Stray Cats y en el salón los coros armoniosos de los Gatline. Margaret estaba metiendo algo en el horno cuando Jeff la rodeó con sus brazos por detrás, haciéndole cosquillas con la barbilla en el hombro. Margaret comenzó a soltar chillidos y a reírse alegremente.

– Demonios, mamá, eso huele a podrido. Deben ser mis cerdos-entre-sábanas.

– ¡Mira el niñito; decir que mis rollos de col huelen a podrido!

Levantó la tapa de una cazuela humeante y Jeff aprovechó para probar el contenido.

– ¿No te han enseñado modales en las Fuerzas Aéreas? ¡Lávate las manos antes de venir a picar!

Jeff ladeó la cabeza para guiñar el ojo a Brian.

– Creía que al recoger la cartilla de licenciados se acabarían las órdenes de los mandos para nosotros, pero según parece estaba equivocado.

Dio a su madre una palmadita en el trasero.

– Pero me da la sensación de que este mando es todo boquilla.

Margaret se volvió para intentar asestar un cucharazo en la mano a su hijo, pero falló el golpe.

– ¡Pesado, déjame tranquila de una vez! No creas que porque seas un grandullón no voy a atreverme a coger la vara si es preciso.

Pero Jeff ya se había puesto fuera de su alcance. Miraba con ojos traviesos el pastel, y dio un silbido de admiración parecido al que se daría al ver pasar una mujer atractiva.

– Fíjate, Brian. Parece que alguien ha estado ocupado.

– Amy -dijo Willard orgullosamente.

Amy sonrió de oreja a oreja, sin importarle enseñar su aparato dental.

– Lo malo es la inclinación a estribor -se lamentó, y Jeff le dio un cariñoso apretón en el hombro.

– No te preocupes, no estará inclinado por mucho tiempo. Yo diría que veinte minutos como mucho.

Entonces pareció ocurrírsele una idea.

– ¿Es de chocolate?

– Sí.

– Entonces menos de veinte minutos. ¡Chsss! No se lo digas a mamá.

Cogió un cuchillo y cortó un trocito del piso alto de la tarta, comiéndoselo antes de que nadie pudiera detenerlo.

Todo el mundo estaba riéndose cuando Margaret se dirigió hacia la mesa llevando con dos bayetas una fuente de barro humeante.

– Jeffrey Brubaker -le regañó-, ¡deja esta tarta ahora mismo o perderás el apetito! Y, ¡por todos los santos, que todo el mundo se siente antes de que este niño me obligue a sacar la vara al final!

Brian casi se sentía parte de la familia Brubaker. Era fácil ver que Jeff era el detonante del buen humor, el que los estimulaba y generaba bromas y alegría. Era fácil sentirse a gusto allí; Brian se sentía como un pez en el agua… hasta que se sentó frente a Theresa y se vio obligado a considerar su transformación.

– Siéntate donde siempre -invitó Willard a Brian, sacando una silla mientras todos se instalaban para la cena.

Durante la media hora siguiente, mientras comían los rollitos de col con puré de patata y perejil, Brian observó disimuladamente los senos de Theresa con toda la frecuencia que le fue posible. Y lo mismo hizo durante la siguiente hora, mientras comían tarta y bebían té con hielo, intercambiando información sobre los acontecimientos más sobresalientes que les habían sucedido. En una ocasión, Theresa levantó la vista de forma inesperada y le cogió mirando su pecho. Sus miradas se encontraron y se desviaron rápidamente.

«¿Cómo?», se preguntaba Brian. «¿Y cuándo? ¿Y por qué no me lo dijo? ¿Lo sabría Jeff? Y, de ser así, ¿por qué no me lo advirtió?»

Hacía mucho calor en la cocina y Margaret sugirió que salieran al pequeño patio que estaba situado entre la casa y el garaje. Al momento todos se pusieron de pie y salieron al patio, donde estaban las hamacas.

Mientras conversaban, Theresa no dejaba de percibir la mirada de Brian. Había vuelto a ponerse las gafas, incluso a pesar de que el sol ya se había ocultado detrás del tejado. Y cuando le miraba sonriendo, aunque los labios de Brian le devolvían la sonrisa, le daba la sensación de que la misma no inundaba de alegría sus ojos, ocultos tras los cristales.

– ¡Ah! -exclamó Amy de repente-. Ha llamado «Ojos de Goma» y dijo que la llamaras en cuanto llegases.

Jeff apuntó con un dedo acusador a su hermana.

– Mira, mocosa, si no das por concluido el asunto de «Ojos de Goma», le diré a mamá que saque la vara, pero para usarla contigo.

– Oh, Jeff, ha sido sin querer. De verdad. Ella no me disgusta. Las pasadas Navidades llegó a caerme bien. Pero la he llamado así desde que tengo memoria, ¿lo comprendes?

– Bueno, algún día se te escapará cuando esté a tu lado, ¿y entonces qué harás?

– Disculparme y explicarle que cuando estaba aprendiendo a pintarme procuraba hacerlo exactamente igual que ella.

Jeff simuló lanzarle un puñetazo a la barbilla, y luego se apresuró a entrar a la casa para hacer la llamada. Regresó a los pocos minutos.

– Voy a acercarme a traer a Patricia -anunció-. ¿Se viene alguien conmigo?

Theresa guardó silencio, recordando el encuentro apasionado al que habían asistido Brian y ella la última vez. Por otro lado, no quería quedarse si Brian decidía ir. Él parecía estar esperando su respuesta, así que tuvo que elegir.

– Yo me quedo con mamá y con Amy a recoger la cena.

– Yo te llevaré, Jeff -ofreció Brian, levantándose y siguiendo los pasos de Jeff hacia la furgoneta.

Theresa le observó alejarse. Por detrás llevaba el pelo demasiado corto. La visión de su cuerpo esbelto y musculoso y la cadencia que tenía al andar le produjo a Theresa una sensación de ansiedad en el estómago.

«Está enfadado. Debería habérselo dicho» pensó pero luego rectificó:

«No, no tenías ninguna obligación de confiárselo. Era tu propia decisión».

En la furgoneta, los dos hombres recorrieron la calle, en la que las sombras del crepúsculo se alargaban sobre el verde césped. Brian conducía sin prisa, deliberadamente, preguntándose cómo sacar el tema decidiendo al final no andarse con rodeos.

– Jeff, ¿por qué no me lo dijiste?

Jeff esbozó una sonrisa.

– Tiene un aspecto magnífico, ¿eh?

– ¡Demonios, claro que lo tiene! Pero, cuando la vi con… sin… ¡oh, maldita sea, han desaparecido!

– Sí. Siempre supe que había una belleza oculta en mi hermanita.

– Deja de disimular, Jeff. Lo sabías, ¿verdad?

– Sí, lo sabía.

– ¿Te escribió y te pidió que no me lo dijeras?

– No, lo hizo Amy. Pensó que debería saberlo para poder prevenirte si creía que era lo mejor.

– Bien, ¿y por qué diablos no lo hiciste?

– Porque pensé que no era asunto mío. Vuestra relación no tiene nada que ver conmigo, aparte del hecho de que tengo la suerte de ser su hermano. Si Theresa hubiera deseado que lo supieras, te lo habría contado ella misma.

– Pero… ¿cómo?

– Cirugía reductora de pechos.

– ¿Qué? -exclamó perplejo-. No sabía que existiera tal cosa.

– Para ser sinceros, yo tampoco, pero Amy me lo explicó en su carta. Se operó hace tres semanas, justo después de comenzar sus vacaciones. Oye, Brian… ella es… bueno, no quiero verla sufrir.

– ¿Sufrir? ¿Crees que yo le haría daño?

– Bueno, no lo sé. Tú pareces… bueno, como decepcionado. No sé ni estoy preguntando lo que sucedió entre vosotros, pero actúa con calma con ella, ¿de acuerdo? Si piensas que debería haber confiado en ti, ten en cuenta que es una persona muy tímida. Para alguien como ella, tiene que haber sido muy duro decidirse a operarse, y escribir a un hombre para discutir el asunto lo habría sido mucho más… te repito que no me importa saber a lo que habéis llegado.

– De acuerdo, lo recordaré. Yo no seré brusco con ella. Supongo que me quedé petrificado al verla, pero fue como un jarro de agua fría.

– Sí, lo comprendo.

Permanecieron en silencio durante algunos minutos y, cuando estaba aproximándose a la casa de Patricia, Jeff se volvió hacia Brian y le dijo con voz preocupada:

– ¿Puedo hacerte una pregunta, Bry?

– Sí, dispara.

– Exactamente, ¿qué piensas respecto a Theresa?

Brian aparcó frente a la casa de Patricia, se quitó las gafas y se volvió hacia su amigo.

– La amo -contestó a quemarropa.

– ¡Caramba! -exclamó Jeff sonriendo.

Luego abrió la puerta y salió como una bala hacia la puerta de la casa. Pero Patricia debía haber visto la furgoneta, porque abrió la puerta de golpe y salió a su encuentro. En el centro del jardín Jeff envolvió a la joven entre sus brazos. Patricia entrelazó los brazos alrededor de su cuello y se besaron, abrazándose con fuerza. Brian, que observó toda la escena, pensó que esa era precisamente la forma en que había planeado saludar a Theresa.

Los padres de Patricia salieron para saludar a Jeff.

– ¡Hola, Jeff! Bienvenido a casa. ¿Vas a quedarte esta vez?

– ¡Por supuesto que sí! ¡Y voy a secuestrar a vuestra hija!

– Creo que a ella no le importaría demasiado -replicó la señora Gluek.

Patricia subió a la furgoneta y le dio un beso en la mejilla a Brian.

– Hola, Brian. Hacía ya tiempo que no nos veíamos.

Jeff estaba justo detrás de Patricia.

– Ven aquí, mujer, y pon tu culito donde tiene que estar, en mi regazo.

La furgoneta delante sólo tenía dos asientos. Jeff arrastró sobre su regazo a Patricia, que se rió alegremente, besándole cuando la furgoneta comenzó a rodar.


La cena ya había sido recogida cuando aparcaron frente a la casa de los Brubaker por segunda vez. Los tres fueron al patio, donde Margaret, Willard y Amy estaban esperándoles. Cuando Theresa salió de la cocina, Brian estaba esperándola.

A Theresa le dio un vuelco el corazón, y la agitación comenzó en su interior. Brian extendió una mano hacia ella, que le ofreció la suya, sintiendo un gran alivio, pues al fin él estaba tocándola.

– Ven aquí, quiero hablar contigo. ¿Crees que a tus padres les importaría que diéramos una vuelta?

– En absoluto.

– Díselo entonces. Quiero estar a solas contigo. ¿Se te ocurre algún sitio?

– Hay un parque a dos manzanas de aquí.

– Estupendo.

Mientras caminaban por la acera, de la mano, no dijeron una sola palabra más.

– Hola, Theresa -gritó una mujer que estaba sentada en la entrada de su casa.

– Hola, señora Anderson -dijo alzando su mano libre en ademán de saludo y explicando seguidamente-: Solía cuidar a los niños de los Anderson cuando tenía la edad de Amy.

Brian no podía parar de pensar en el asunto. Echaba una mirada furtiva a los senos de Theresa siempre que tenía ocasión, preguntándose qué secretos ocultaría su ropa, las cosas por las que habría tenido que pasar, si tendría molestias… Pero, sobre todo, se preguntaba por qué no había confiado en él lo suficiente para contárselo.

Una vez en el parque, Brian se detuvo a la sombra de un roble, volviendo a Theresa hacia él.

Ella levantó la vista hacia sus ojos, pero se topó con las gafas de sol.

– Todavía llevas las gafas puestas.

Sin decir palabra, Brian se las quitó.

– Creo que estás un poco enfadado conmigo, ¿verdad? -dijo con voz algo temblorosa.

– Verdad -reconoció él-, ¿pero no podemos dejar ese asunto para luego?

Brian apretó con sus fuertes manos los hombros de Theresa, atrayéndola hacia sí. A ella le latía alocadamente el corazón. Se pegó a Brian, procurando contestar de este modo a su pregunta.

«¿Era esa la mujer que recordaba?»

Brian abrió levemente los labios antes de besarla. Los de Theresa aguardaban expectantes. Entonces, cuando sus bocas se fundieron, Theresa se vio embargada por una sobrecogedora sensación de alivio. Lo que ya habían encontrado el uno en el otro dos veces con anterioridad, seguía estando allí, tan atrayente como siempre y aumentando por el tiempo de la separación.

La boca de Brian poseía la calidez de junio. Además, a Theresa siempre le parecía que Brian sabía a verano, a todas las cosas que amaba… a flores, música, tierra mojada… Theresa recordó el aroma de algo que se ponía en la cabeza, pero Brian se había pasado nueve horas metido en la furgoneta, y ahora su ropa arrugada por el viaje despedía un olor que desconocía… el olor de Brian Scanlon, masculino, atrayente, intenso, un poco agrio, pero todo virilidad.