El beso fue tan ardiente como algunas de las canciones de rock que le había oído cantar, una vertiginosa sucesión de caricias, apretones y movimientos de cabeza que le produjo escalofríos. Theresa puso en el beso todos sus sentimientos, igualando la pasión de Brian. Ella apreció vagamente una diferencia en la sensación de sus senos aplastados contra el pecho de Brian… su pequeñez, la nueva tirantez de los mismos, la capacidad de abrazarla más plenamente…
– Theresa… -le dijo al oído-, tenía que hacer esto primero…
– ¿Primero?
– Me da la sensación de que tenemos que hablar de algo, ¿no crees?
– Sí -contestó bajando la vista, comenzando a ruborizarse.
– Vamos.
Cogiéndola de la mano, se dirigió hacia una zona cercana donde había unos columpios solitarios, los mismos que durante el día hacían las delicias de los escandalosos niños del barrio. Un tobogán proyectaba su sombra en la hierba. En el cielo surgían las primeras estrellas. Brian soltó la mano de Theresa y se sentó en un banco; ella se puso a su lado.
– Entonces… -comenzó Brian, dejando escapar un suspiro y apoyando los codos sobre los muslos-. Ha habido algunos cambios.
– Sí.
Brian se quedó callado durante algunos momentos, soltando a continuación una exclamación de impaciencia.
– ¡Demonios! -estalló por fin-. No sé qué decir, por dónde comenzar…
– Yo tampoco.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
Ella se encogió de hombros de un modo muy infantil para ser una mujer de veintiséis años.
– Me daba miedo. Y… yo no sabía qué… bueno, nosotros no…
– ¿Estás intentando decirme que no sabías cuáles eran mis intenciones?
– Sí, supongo que sí.
– ¿Después de lo que compartimos en Fargo, de nuestras cartas, y dudaste de mis intenciones?
– No, no dudé. Sencillamente pensé que no llevábamos juntos el tiempo suficiente para poder considerar seria nuestra relación.
«Ni siquiera estaba segura de que vendrías…», añadió para sí.
– Para mí, Theresa, no cuenta la cantidad de tiempo, sino su intensidad, y nuestro fin de semana en Fargo para mí fue muy intenso. Creía que a ti te había pasado lo mismo…
– Y así es, pero… pero, Brian, sólo hemos… bueno, ya sabes lo que quiero decir. Entre nosotros no hay ningún compromiso, tú…
Theresa no acabó la frase. Era la conversación más difícil que había tenido en su vida.
De repente Brian se puso de pie, dio unos cuantos pasos y se volvió hacia ella.
– ¿No confiabas en mí lo suficiente para decírmelo, Theresa?
– Quería hacerlo, pero me daba miedo.
– ¿Por qué?
– No lo sé.
– ¿Quizás pensaste que era un maniaco sexual que sólo iba detrás de tus senos enormes? ¿Es eso? ¿Pensaste que si me decías que ya no los tenías dejarías de interesarme?
Theresa estaba horrorizada. Nunca se le había ocurrido la idea de que él pudiera considerar semejante posibilidad. Las lágrimas inundaron sus ojos.
– No, Brian, yo nunca he pensado esas cosas, ¡nunca!
– Entonces, ¿por qué diablos no has confiado en mí? ¿Por qué no me dijiste lo que planeabas hacer, dándome tiempo para hacerme a la idea? ¡Por todos los demonios! ¿Sabes la sorpresa que me llevé cuando te vi?
– Sabía que te sorprenderías, pero pensé que sería una sorpresa agradable para ti.
– Lo sé, lo fue… Pero, santo cielo, Theresa, ¿sabes cómo han sido los últimos seis meses de mi vida? ¿Sabes cuántas noches me he quedado despierto en la cama pensando en tu… problema, pensando la manera de liberarte de tus inhibiciones, diciéndome que debía ser el amante más paciente del mundo cuando hiciéramos el amor por primera vez para no causarte ningún temor ni agravar tus complejos? Quizás no hayamos tenido tiempo de compartir muchas cosas, pero hubo algo muy íntimo entre nosotros, nos confiamos nuestros sentimientos más profundos, y pienso que eso me daba derecho a tomar parte en tu decisión, a compartirla. Pero ni siquiera me diste la oportunidad.
– ¡Espera un momento! -exclamó Theresa levantándose de repente-. No tienes ningún derecho a exigirme nada, ningún derecho a…
– ¡Claro que lo tengo!
– ¡Mentira!
Theresa no se había peleado con nadie en su vida y se sorprendió a sí misma.
– ¡Verdad! ¡Te quiero, maldita sea!
– Bonita manera de decírmelo, ¡vociferando como un loco! ¿Cómo iba a saberlo?
– Acababa todas mis cartas diciéndotelo, ¿no es así?
– Bueno, sí… pero eso sólo es un modo típico de acabar una carta.
– ¿Sólo lo tomabas por lo que acabas de decir?
– ¡No!
– Entonces, si sabías que te quería, ¿por qué no confiaste en mí? ¿No te has parado a pensar que hubiera podido ser algo que me habría encantado compartir contigo? ¿Algo que me habría sentido orgulloso de compartir? Pero no me diste la oportunidad, tomando la decisión sin decirme una sola palabra.
– Me duele tu actitud, Brian. Es… es posesiva y demuestra tu desconocimiento de mi problema.
– ¿Mi desconocimiento? ¿Quién tiene la culpa de eso, tú o yo? Si te hubieras tomado la molestia de informarme, ahora no estaría tan desquiciado.
– Lo discutí con gente que no perdió los nervios, como tú ahora. Una psicóloga del colegio, una mujer que se había hecho la operación, y el cirujano que después me operaría. Ellos me dieron el apoyo emocional que necesitaba.
Brian se sentía muy dolido. Ahora que sabía que Theresa había acudido a otras personas antes que a él, insinuando que la habían ayudado más de lo que habría hecho él, se sentía incomprendido. Había sacrificado muchas horas de sueño durante los últimos seis meses pensando en el mejor modo de solucionar los problemas de Theresa. Y ahora, al encontrarse que ya no había nada que resolver, se sentía engañado. ¡Ni siquiera sabía cuánto tiempo debía esperar para hacer el amor con ella! ¡Y, demonios, cómo lo deseaba!
– Brian -dijo ella suave, tristemente-. No quería decir eso. No es que pensara que no apoyarías mi decisión. Pero me parecía… presuntuoso mezclarte en algo tan personal cuando no existía ningún compromiso entre nosotros.
Theresa le tocó el brazo, pero permaneció rígido con el ceño fruncido, así que volvió a sentarse en el banco.
Brian estaba muy enfadado. Y dolido. Y se preguntaba si tenía derecho a estar así. Se volvió hacia el banco, dejándose caer sobre el mismo a cierta distancia de Theresa. Se recostó y se quedó mirando las estrellas, procurando aclarar sus pensamientos, controlar sus sentimientos.
Por su parte, Theresa se sentía desolada. Había soñado tantas veces con el día del encuentro… imaginando que en él sólo habría sitio para la emoción y la alegría de verse otra vez… Y ahora se sentía insegura, sin saber cómo afrontar el enfado de Brian. Tal vez tuviera derecho a estar enfadado; tal vez, no. Ella no era psicóloga. Debería haber consultado el problema con Catherine McDonald, haberle preguntado si debía o no contar sus intenciones a Brian.
En cualquier caso, tenía los ojos llenos de lágrimas y se volvió para enjugárselas sin que la viera Brian.
Pero, de algún modo, él lo percibió y acarició a Theresa su brazo desnudo, atrayéndola a continuación.
– Vamos -dijo con dulzura-. Ven aquí… Perdóname, Theresa. No debería haberte gritado.
– Yo también lo siento.
Theresa sollozó y al instante los brazos de Brian la envolvieron.
– Oye, bonita, ¿me concedes un par de días para acostumbrarme? Demonios, ya ni siquiera sé si puedo mirarlos o no. Si los miro, me siento culpable. Si no lo hago, me siento más culpable aún. Y tu familia, todos evitando el tema como si nunca hubieras tenido otra figura. En todo caso, creo que puse más ilusiones de las que debía en esta noche, en lo que iba a ser verte otra vez.
– Yo también. Desde luego, no pensaba que discutiéramos de este modo.
– Entonces, no discutamos nunca más. Regresemos a ver si hay alguien tan agotado como yo. Llevo veinticuatro horas casi sin pegar ojo. Anoche estaba demasiado excitado para poder dormir.
– ¿Tú también? -preguntó, dirigiéndole una sonrisa temblorosa.
Brian le devolvió la sonrisa, le acarició una mejilla y la besó de modo fugaz.
Sólo tenía la intención de darle ese breve beso pero al final no pudo resistir la tentación de llevarse consigo un recuerdo más intenso. Lenta, deliberadamente, volvió a deslizar los labios hacia la boca de Theresa, hundiendo la lengua en los cálidos lugares secretos que tan gustosamente se le abrían. El cuerpo de Brian cobró vida; le temblaron los hombros y sintió un escalofrío en el estómago. ¡Las cosas que deseaba hacer a Theresa! Quería sentir con ella al unísono, fundir sus pasiones. ¿Cuánto tiempo tendría que esperar? El beso se prolongó, produciendo a ambos una sensación de vértigo.
La forma en que Theresa estaba recostada sobre el banco perfilaba sus senos a la luz de la luna. Nunca la había visto tan encantadoramente atractiva, y sintió una intensa necesidad de tocarla. No necesitaba tocarle los senos, sobre los que se sentía tan inseguro… su vientre tenía un aspecto lo suficientemente bueno, y sus pantalones blancos, muy ceñidos, hacían de sus muslos algo muy tentador. Le entraron ganas de deslizar la mano por su costado, explorar el cálido y anhelado rincón que había entre sus piernas… Pero una cosa podría conducir a otra, y no sabía si ella se encontraba bien, si tenía puntos todavía, cicatrices, ni dónde, ni cuántas…
Y, siempre que comenzaba algo, le gustaba llegar hasta el final.
Pero en último extremo consiguió contentarse con el beso. Cuando concluyó el mismo, Brian se apartó de Theresa con mala cara, arrastrándola con él a través del parque sombrío, rumbo a la casa donde podrían mezclarse con la gente y no tendrían que afrontar la asignatura pendiente… al menos por un tiempo.
Capítulo 14
Los otros estaban dentro tomando una segunda ración de tarta cuando regresaron. Iban a entrar en la cocina, cuando Brian puso una mano sobre el hombro de Theresa.
– Espera un momento, había muchas cosas que quería decirte esta noche, pero…
– Lo sé.
– Y que no te las haya dicho no quiere decir que siga enfadado, ¿de acuerdo?
Theresa estaba observando el pecho de Brian, que estaba de cara a ella y a la luna. Los botones de su camisa brillaban, mientras el rostro de ella permanecía entre sombras. Brian le acarició la barbilla, haciendo que levantara la cabeza.
– ¿De acuerdo? -repitió.
– De acuerdo.
– Y probablemente no te veré durante algún tiempo después de esta noche, porque Jeff y yo tenemos un montón de cosas que hacer. Debo encontrar un apartamento y comprar algunos muebles, y queremos comenzar a trabajar en el grupo de inmediato. Tenemos que buscar un batería y un bajista, y quizás alguien que toque teclados. En todo caso, voy a estar muy ocupado estos primeros días. Quería que lo supieras; eso es todo.
– Gracias por decírmelo.
Pero en el fondo de su corazón, Theresa sintió una gran desolación. Ahora que había vuelto y quería estar con él todo el tiempo… En sus cartas, Brian había sugerido que podría acompañarle a elegir los muebles, pero ahora parecía haberla excluido de la tarea. Ella podía comprender que tuviera muchas cosas que hacer, que ella no pudiera intervenir en el asunto de seleccionar a los nuevos músicos, pero se había imaginado que reservarían algún tiempo de cada día para estar juntos, solos… Aun así, esbozó una sonrisa, procurando disimular su decepción.
– Te llamaré en cuanto haya aterrizado.
– Muy bien.
Theresa hizo ademán de entrar pero Brian la detuvo por segunda vez.
– Un momento. No voy a dejarte escapar sin que me des otro beso.
Cuando los labios de Brian cayeron sobre los suyos, sintió repentinamente deseos de acariciar la piel desnuda de su pecho. Con movimientos vacilantes, deslizó la mano hasta encontrarla, y entonces acarició su piel, cálida entre el sedoso vello, antes de continuar ascendiendo por el cuello. El martilleo del pulso de Brian en el cuello la sorprendió. Suave, muy suavemente, le acarició. Brian profirió un sonido ronco, gutural, y la besó en los labios más apasionadamente.
Theresa se sentía embargada por una nueva sensación. Nunca, en toda su vida, había provocado el estímulo sexual de un hombre. En cambio, siempre había estado ocupada parando los pies a los caraduras que iban a por lo de siempre. Ahora, por vez primera, ella tocaba… sólo una caricia vacilante, pero la respuesta que generó en Brian fue a la vez sorprendente y reveladora. Lo único que había hecho era acariciarle el pecho y el cuello, y él había reaccionado como si hubiera ido mucho más lejos. El beso se transformó completamente; de repente se hizo sensual, apasionado, dejando de ser un sencillo beso de buenas noches.
Era asombroso pensar que ella, Theresa Brubaker, tímida y retraída, amante inexperta, podía provocar una reacción tan inmediata y apasionada con sólo la más breve de las caricias. Especialmente cuando consideraba que él era un hombre que había reconocido abiertamente haberse relacionado con muchas chicas. Debía haber conocido a muchas mujeres expertas, mucho más expertas que ella. Aun así, sus caricias inexpertas le estremecieron, y este hecho estremeció a su vez a Theresa.
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