Dándose cuenta del poder que poseía para estimular a Brian, sintió de repente una gran impaciencia por experimentarlo más profundamente. Pero no tuvo ocasión, pues nada más crecer la excitación de Brian, él mismo la controló, levantando la cabeza para respirar profundamente el aire húmedo de la noche y separándola con suavidad.

– Mujer, ¿no te das cuenta de lo que me estás haciendo?

– ¿Yo? -preguntó sorprendida.

– Tú.

– Yo no se nada de estas cosas; apenas he practicado.

– Pues remediaremos el problema en cuanto llegue el momento oportuno. Pero, si te perfeccionas con la práctica, no sé si seré capaz de aguantarlo.

Las palabras de Brian hicieron sonreír a Theresa, que se ruborizó de placer.

– ¿No sabías que no está bien comenzar cosas como ésta cuando no se tiene la intención de llegar hasta el final? -le preguntó Brian con voz ronca y burlona.

– Yo no he empezado esto. Has sido tú. Iba a entrar en casa cuando me detuviste.

Sonriendo, Theresa se volvió una vez más hacia la puerta.

– No tan rápido -dijo Brian, deteniéndola también una vez más-. Ahora mismo no puedo entrar.

– ¿Qué? -exclamó Theresa volviéndose hacia él.

– Necesito un par de minutos.

– ¡Oh!

De repente Theresa comprendió y le dio la espalda a Brian, apretándose con las manos las acaloradas mejillas. Brian soltó una carcajada y le dio un beso en el cuello. Luego le cogió una mano.

– Anda, vamos a dar una vueltecita por el jardín. Eso debería tranquilizarme. Tú puedes hablar del colegio y yo hablaré de las Fuerzas Aéreas. Son dos temas seguros…

La franqueza con que Brian trataba los temas sexuales asombraba a Theresa, que se preguntaba si alguna vez sería tan abierta como él en dichos temas. Sentía una gran sensualidad en su interior… Estaba tan excitada como él. ¡Gracias al cielo, en las mujeres no se notaba!

Entraron a la cocina cinco minutos después y cogieron dos sillas para reunirse con los demás. Margaret les cortó un par de trozos de tarta y la conversación continuó. Cuando eran las diez y media, Jeff se levantó de la mesa.

– Bueno, tengo que irme ya a buscar a Patricia.

– ¿Quieres llevarte la furgoneta?

– Gracias, me encantaría.

Brian le lanzó las llaves.

– Mejor será que saquemos las maletas primero -sugirió Brian-. Quiero acostarme ya y necesitaré algunas cosas.

Mientras descargaban el equipaje, Theresa se escabulló a la parte baja de la casa para preparar la cama de Brian. Experimentó una maravillosa sensación de dejadez recordando las intimidades que había compartido con él en aquel sofá-cama. De algún modo, se dio cuenta de que lo mejor sería no encontrarse con él allí, con la cama abierta entre ellos, lista para utilizarse. Así que salió dejando la luz encendida y en la cocina dio las buenas noches a Brian y a su familia, antes de que cada uno se retirara a su respectiva habitación.


Por la mañana, cuando se levantó, Theresa se desilusionó al ver que Brian y Jeff ya se habían marchado. Eran casi las nueve, así que debían haber madrugado. El día que había por delante le produjo una sensación de vacío que no se esperaba. Muchas veces se había parado a pensar cómo la ausencia de una sola persona podía dejar un hueco tan enorme. Pero era cierto: saber que Brian estaba en la ciudad hacía que estar lejos de él la entristeciera más. Le daba la sensación de que Brian nunca estaba ausente de sus pensamientos más de una hora antes de que su imagen apareciera de nuevo en su mente, hablando, gesticulando, compartiendo íntimas caricias, y enfadado también.

Era la primera vez que le había visto enfadado y, como la mayoría de los amantes, Theresa encontró estimulante el aspecto que tenía en dicho estado. Conocer aquella nueva faceta fue casi un alivio para ella. Todo el mundo tiene sus malos momentos y, tal y como eran sus sentimientos por Brian, encontraba imperativo conocer sus cualidades y sus defectos, y cuanto antes mejor. Se había enamorado locamente de aquel hombre. Si él le pidiera que se comprometiese a cualquier cosa en aquel instante, lo haría sin vacilar.

Pero pasó el primer día, y un segundo, y un tercero, y seguía sin verle. Jeff les informó de que había encontrado un apartamento de un dormitorio en el cercano barrio de Bloomington. Estaba desocupado, así que Brian se instaló de inmediato. Los dos hombres, sin perder ningún tiempo, habían ido a una tienda de muebles para comprar lo único que era esencial: una cama. Una cama de agua, dijo Jeff. La noticia hizo que Theresa lanzase una breve y aguda mirada a su hermano, pero éste continuó su relato, diciéndoles que habían transportado la cama en la furgoneta. Luego habían pedido una manguera prestada al conserje. No habían dispuesto de tiempo suficiente para que el calentador pusiera el agua a una temperatura agradable, así que Brian había acabado durmiendo con su juego de cama nuevo sobre el suelo enmoquetado de la sala.

Theresa le imaginó allí, solo, mientras estaba sola en su cama, preguntándose si él la recordaría con la misma intensidad. Junio tocaba a su fin; las noches eran cálidas y sofocantes y producían a Theresa un molesto insomnio. Le daba la impresión de que nunca volvería a dormir una noche de un tirón. Se despertaba varias veces y se pasaba horas y horas mirando la calle y las estrellas, pensando en Brian, preguntándose cuándo le vería otra vez.

Él telefoneó al cuarto día. Theresa supo quién era al escuchar las palabras de Amy.

– ¿Diga…? ¡Oh, hola…! Ya sé que has encontrado un apartamento… Debe tener un aspecto un poco desangelado sin ningún mueble… ¿Que tiene piscina…? ¿En serio…? ¿Puedo llevar a una amiga…? Seguro que puede… Sí, está aquí a mi lado, espera un momento.

Amy tendió el teléfono a Theresa, que había estado escuchando y esperando llena de impaciencia.

La sonrisa de Theresa empequeñecía al sol de junio. El nerviosismo le hizo respirar entrecortadamente y hablar en un tono más agudo de lo normal.

– ¿Hola?

– Hola, bonita.

– ¿Quién es? -preguntó ella en son de broma.

La risa de Brian resonó en el receptor y Theresa sonrió de oreja a oreja.

– Es tu guitarrista, pecosa burlona. Acaban de instalarme el teléfono y quería estrenarlo, aprovechando de paso para darte el número.

Theresa se sintió decepcionada, pues tenía la esperanza de que llamase para salir con ella.

– Un momento -respondió-. Voy a por papel y lápiz.

– Es el 555 87 32 -dictó.

Theresa lo anotó, doblando repetidas veces el papel a continuación.

– El apartamento está bastante bien, pero todavía está un poco vacío. Aunque he comprado una cama.

Si Brian hubiese proseguido hablando, Theresa quizás no se habría sentido tan aturdida. Pero él no lo hizo, dejando que el silencio se filtrara en la piel de Theresa sugestivamente, provocando pequeñas explosiones de excitación al dejar que evocara la imagen de su cama con él dentro. Theresa echó una mirada a Amy, que estaba junto a ella, y esperó que no hubiera escuchado las palabras de Brian.

– ¡Oh, eso está muy bien!

– Sí, muy bien, excepto porque es un poco fría la primera noche.

– ¡Oh… eso está muy mal!

– Esa noche dormí en el suelo, pero ahora el agua ya está calentita.

Como una idiota, continuó contestando naderías.

– Qué bien.

– ¡Pero que muy bien! ¿Has probado alguna vez una cama de agua?

– No -replicó con voz apenas perceptible, y se aclaró la garganta para repetir más fuerte-: No.

– Te dejaré probarla alguna vez para que veas lo que se siente.

Theresa estaba tan colorada que Amy la miraba con perplejidad. La mayor de las hermanas tapó con la mano el micrófono del aparato, hizo un gesto de desesperación a la pequeña y dijo que voz siseante:

– ¿No tienes nada que hacer?

Amy se marchó, lanzando a Theresa una última mirada inquisitiva.

– También hay piscina.

– Oh, me encanta nadar.

Era uno de los pocos deportes de los que no se había privado.

– ¿Puedes nadar?

– ¿Que si puedo nadar? -replicó algo perpleja.

– Sí, quiero decir que si… ya te lo permiten los médicos.

– Oh, sí, ya puedo hacer de todo. Lo peor fue el primer mes después de la operación.

A continuación siguió un extraño silencio, y Theresa se preguntó a qué se debería.

– ¿Por qué no me lo dijiste la otra noche?

Theresa ya tenía aclarada la duda. ¡Brian había estado esperando que le diera el visto bueno para seguir adelante! La idea le causó cierta inquietud, pero ansiaba profundizar su relación con él, a pesar de que sabía sin lugar a dudas que habría pocos días de total inocencia una vez hubieran comenzado a verse con regularidad. Su clásico sentido de la propiedad la ponía de por sí en una situación vulnerable, una en la que muy pronto se vería forzada a tomar algunas decisiones muy críticas.

– Yo… no se me ocurrió pensar en eso.

– A mí, sí.

Ahora fue cuando Theresa cayó en la cuenta… la delicadeza con que Brian la había abrazado, como si fuera de frágil cristal… ni en los momentos más ardientes la había oprimido con fuerza, como en otras ocasiones.

El silencio reinó durante un rato. Brian lo rompió, hablando con voz más profunda de lo usual.

– Theresa, me gustaría que pasáramos juntos el próximo sábado… aquí. Trae un bañador y yo me encargaré de comprar algo de comer. Nadaremos, tomaremos el sol y hablaremos, ¿de acuerdo?

– Sí.

– ¿A qué hora paso a buscarte?

Le había echado tanto de menos… solo podía darle una respuesta.

– Pronto.

– ¿A las diez?

«No, a las seis de la mañana», pensó ella, pero respondió:

– Muy bien. Estaré preparada.

– Entonces, el sábado nos veremos. Y… ¿bonita?

– ¿Sí?

– Te echo de menos.

– Yo también.


Era viernes. Theresa no había podido dormir bien, considerando las posibilidades que se abrían ante ella con respecto a Brian. Pensaba no sólo en la tensión sexual existente entre ellos, sino también en las responsabilidades que la misma acarreaba. Nunca se le había ocurrido la idea de tener una relación sexual plena fuera del marco del matrimonio, pero la breve experiencia en Fargo la había prevenido de que, cuando los cuerpos están excitados, las actitudes morales tienden a disolverse y olvidarse ante la plenitud del momento.

«¿Le dejaría? ¿Me lo permitiría a mí misma?» La respuesta a ambas preguntas, descubrió, era un rotundo sí.


Por la mañana fue a una droguería para comprar una crema bronceadora, sabiendo que tendría problemas si no protegía su piel pecosa y delicada en la cual sentía una sensación hormigueante con sólo oír la palabra «sol». Escogió una cuya etiqueta decía que tenía un alto índice de protección y luego se acercó a un mostrador lleno de gafas de sol. Pasó un rato agradable probándose todas las gafas por lo menos dos veces, antes de decidirse por un par bastante elegante y moderno, cuyos cristales cambiaban de color con la luz. El llevar ocultos los ojos le daba a los labios un aspecto más atrayente y vulnerable.

Vagó entre los mostradores cogiendo las cosas que necesitaba: desodorante, suavizante capilar… De repente se quedó paralizada ante una estantería llena de diferentes productos anticonceptivos.

En el subconsciente, vio el rostro de Brian como proyectado en una pantalla de cine. Parecía inevitable que se convirtiera en su amante. Entonces, ¿por qué le parecía una infamia considerar la posibilidad de comprar el anticonceptivo por adelantado? De algún modo, enfriaba la cálida temperatura del amor y le hacía sentirse taimada y superficial.

Sin darse cuenta de que lo había hecho, se puso las gafas de sol para ocultarse tras ellas, a pesar de que la etiqueta con el precio colgaba aún de una patilla.

«¡Theresa Brubaker, tienes veintiséis años! Vives en la América del año 2.000, donde la mayoría de las mujeres toman esta decisión antes de los dieciocho años. ¿De qué tienes miedo?», se preguntó a sí misma.

¿Del compromiso? En absoluto. Sólo de la innegable atracción sexual, pues una vez que se hubiera rendido, no habría vuelta atrás. Era una decisión irreversible.

«No seas boba. Tal vez él quiera pasarse todo el día en la piscina y todas tus preocupaciones habrán sido en vano.»

¡Pero eso era muy poco probable! Si la tenía todo el día al sol, parecería un ladrillo que alguien olvidó en el horno. Y ya había insinuado que la llevaría al dormitorio para que probase su cama de agua.

«¡Así que compra algo! Al menos lo tendrás si lo necesitas. Coge uno y lee la etiqueta.»

Pero, antes de hacerlo, Theresa miró el pasillo en ambas direcciones. Hasta las instrucciones de la etiqueta la ruborizaban. ¿Cómo iba a afrontar el hecho de que tendría que usar esas cosas si estaba con un hombre? ¡Se moriría de vergüenza!