– Oh, Brian, ha sido tan maravilloso…

Brian se puso de lado y abrió los ojos. Levantó una mano que parecía demasiado agotada para lograr su propósito: acariciar su mejilla. Pero lo consiguió.

Entonces dejó escapar una risa sonora y profunda, volvió a cerrar los ojos y suspiró, quedándose inmóvil.

Theresa le observó fijamente. Se sentía plenamente mujer por primera vez. Sonrió y echó hacia atrás unos mechones despeinados que caían sobre la sien de Brian. Él no abrió los ojos, y ella no movió la mano.

– ¿Sabes cuándo comenzaste a intrigarme? -preguntó él de repente.

– ¿Cuándo?

Seguían abrazados, y Brian aumentó la presión mientras hablaba, como para proteger su tesoro más querido.

– Cuando Jeff me dejó leer una de tus cartas. Decías que habías salido con alguien llamado Lyle que resultó ser «Jack el Sobador».

Theresa se rió, recordando la carta y la desastrosa cita.

– ¿Desde hace tanto tiempo?

– Sí, señora. Dos años o más. En todo caso, nos reímos mucho, y yo me pregunté qué clase de mujer habría escrito la carta. Comencé a hacer preguntas a Jeff sobre ti. Poco a poco, me fui enterando de todo. Supe que eras pelirroja…

Deslizó los dedos por entre el espeso cabello.

– Que tenías pecas…

Acarició su mejilla.

– Y todo lo demás -concluyó, pasando la mano sobre uno de sus senos-. Las desdichas que te ocasionaban tus proporciones, las clases de música que dabas, lo bien que tocabas el violín y el piano, cómo te adoraba tu hermano y lo mucho que deseaba que fueras feliz y encontraras algún hombre que te tratase como te mereces…

– ¿Hace dos años? -repitió sorprendida.

– Aún más. Casi tres. Desde que estuvimos en Alemania. En cualquier caso, poco después vi una fotografía tuya. Llevabas una rebeca gris echada sobre los hombros y una blusa blanca. Hice muchas preguntas a Jeff, y la foto hizo que intuyera tu problema. Ha habido ocasiones en las que incluso he sospechado que Jeff me daba todos los detalles sobre ti con la esperanza de que, cuando te conociera, fuera el primer hombre que te tratara como te mereces y acabara haciendo exactamente lo que acabo de hacer.

– ¿Jeff? -exclamó sorprendida.

– Jeff. ¿Nunca has sospechado que él tramó todo el asunto desde el principio? A mí siempre me hablaba de su maravillosa hermana, que nunca había tenido novio, pero que poseía infinitas cosas que podía ofrecer a un hombre… al hombre adecuado.

Theresa se apoyó en un codo y se quedó pensativa.

– ¡Jeff! ¿Lo crees de verdad?

– Sí. De hecho, lo reconoció en el avión, cuando volvimos a la base. Sospechaba que había algo entre nosotros y me soltó a quemarropa que había estado pensando y que había llegado a la conclusión de que no le importaría tenerme como cuñado.

– Recuérdame que le dé al viejo Jeff un gran beso de agradecimiento la próxima vez que le vea, ¿de acuerdo? -dijo sonriendo complacida.

– ¿Y tú? ¿Cuándo comenzaste a considerarte una amante en potencia?

– ¿La verdad? -preguntó mirándole con expresión maliciosa y coqueta.

– La verdad.

– Aquella noche en el cine, cuando la escena erótica. Nuestros respectivos codos compartían un brazo de las butacas y cuando la mujer llegó al clímax, estabas clavándome el codo con tanta fuerza que casi me rompes el mío. Y cuando acabó la escena, perdiste el ánimo.

– ¿Que yo perdí el ánimo? ¡No me lo creo!

– Pues es cierto. Yo estaba muerta de vergüenza, y entonces tú bajaste las manos para tapar tu regazo y a mí me dieron ganas de esconderme debajo de las butacas.

– ¿Lo dices en serio? ¿De verdad hice eso?

– Por supuesto que hablo en serio. Estaba tan nerviosa y excitada que no sabía qué hacer. En parte se debía a la película y en parte a ti y tu brazo. Después no pude evitar preguntarme cómo sería hacerlo contigo. De algún modo, tuve el presentimiento de que serías bueno y dulce, justo lo que necesitaba una pelirroja pecosa para sentirse como Cenicienta.

– ¿Yo hago que te sientas como Cenicienta?

Theresa se quedó mirándole durante un prolongado momento, deslizó un dedo sobre sus labios y asintió con la cabeza. Brian capturó el dedo y lo mordisqueó, cerrando los ojos. Se quedó muy quieto, apretando las cuatro yemas de los dedos de Theresa contra sus labios.

– ¿Qué estás pensando? -murmuró Theresa.

Brian abrió los ojos, pero no respondió de inmediato. Entrelazó los dedos de una mano con los de Theresa con lentitud deliberada, apretando posesivamente sus dedos.

– Pienso en mañana. Y en los días que vendrán después. Y en que ya nunca tendremos que volver a estar solos. Siempre podremos contar el uno con el otro. Y también habrá bebés… ¿quieres tener hijos, Theresa?

Brian percibió que la mano de Theresa dejaba de hacer fuerza, soltando la suya a continuación.

– Theresa, ¿qué te pasa?

Ella le acarició el pecho, observando los movimientos de sus propias manos para no tener que mirarle a los ojos.

– Brian, hay algo que no te he contado respecto a la operación.

Él pensó lo peor, lo cual se reflejó en su rostro. Quizás la operación había causado más daños de los que se veían a simple vista y nunca podrían tener hijos. Theresa leyó sus pensamientos.

– Oh, no, Brian. No es eso. Puedo tener todos los hijos que quiera. Y quiero tenerlos. Pero… pero nunca podré amamantarlos.

Por un momento, Brian se había quedado inmóvil, esperando lo peor.

– ¿Eso es todo? -preguntó aliviado.

Theresa no se dio cuenta de que Brian había estado conteniendo el aliento hasta que lo soltó de golpe contra su sien, a la vez que la abrazaba con fuerza, balanceándola entre sus brazos.

– A mí no me importa, pero pensé que deberías saberlo. Algunos hombres quizás me considerarían sólo… media mujer o algo así.

Brian se echó hacia atrás bruscamente.

– ¿Media mujer? No vuelvas a pensar eso.

Sus miradas se encontraron, la de Brian expresaba su total admiración y cariño.

– Piensa en esto…

Brian moldeó a Theresa a la curva de su cuerpo, poniéndose de costado. Estaba tan pegado a Theresa que ésta oía los latidos de su corazón resonando en su pecho.

– Piensa en todo lo que tendremos algún día… una casa donde siempre habrá música y una pandilla de traviesos pelirrojos que…

– Pelirrojos, no. Con el pelo castaño -le interrumpió sonriendo.

– Pequeñajos pelirrojos con un montón de pecas que…

– ¡Oh, no! ¡Pecas, no! Si tenemos niños pelirrojos con pecas, Brian Scanlon, yo…

– Pecosos pelirrojos que tocarán el violín…

– La guitarra -insistió ella-. En un conjunto. Y su pelo será castaño oscuro, como el de su papá.

Theresa pasó una mano a través del cabello de Brian. Sus miradas se encontraron, llenas de deseo una vez más. Sus cuerpos se apretaron mutuamente, sus labios se encontraron…

– Vamos a comprometernos -sugirió Theresa, apenas sabiendo lo que decía, pues las caderas de Brian habían comenzado a moverse contra las suyas.

Brian comenzó a hablar, pero tenía la voz ronca de ansiedad.

– Haremos un trato. Algunos pelirrojos, algunos con el pelo castaño, unos que toquen el violín, otros que to…

Los labios de Theresa le interrumpieron.

– Mmm… -murmuró ella sobre sus labios-. Pero hará falta practicar mucho para hacer todos esos niños.

Provocativamente, apretó los senos contra el pecho de Brian, balanceándose sin ninguna inhibición, con un abandono pleno y jubiloso, con la libertad recién descubierta.

– Enséñame cómo lo haremos…

Sus labios entreabiertos se fundieron. El fuerte brazo de Brian la llevó sobre su cuerpo.

– Hazme el amor -ordenó con voz ronca.

En el corazón de Theresa irrumpió la timidez. Pero el amor guió sus pasos.

Sus sonrisas se encontraron, titubearon, se disolvieron. Cuando Theresa se instaló firmemente sobre él, Brian dejó escapar un gemido de satisfacción, que fue respondido por otro más suave. Experimentalmente, Theresa se alzó, se dejó caer, animada por las manos que asían sus caderas.

Echándose hacia atrás, Theresa vio que seguía con los ojos cerrados y le temblaban los párpados.

– Oh, Brian… Brian… te quiero tanto… -susurró, con los ojos llenos de lágrimas.

Brian abrió los ojos. Por un momento, calmó con las manos los movimientos de las caderas de Theresa. Luego alargó la mano para bajar la cabeza de Theresa y la besó en los ojos.

– Y yo te amo, bonita… siempre te amaré -murmuró antes de besarla en los labios para sellar la promesa.

En la sala, un disco olvidado giraba y giraba, enviando dulces melodías a los dos amantes, que se movieron al ritmo sensual de la música. Debajo de ellos, la cama también se mecía, haciendo un rítmico contrapunto a sus movimientos. Acumularían un repertorio de interminables dulces recuerdos a lo largo de su vida como marido y mujer. Pero en aquel momento, fundidos en un solo cuerpo, parecía que ningún recuerdo sería tan dulce como aquél que les ató a una promesa.

– Te amo -dijo Brian.

– Te quiero -respondió ella.

Fue suficiente. Juntos, seguirían adelante toda la vida.

LaVyrle Spencer

Nació en 1943 y comenzó trabajando como profesora, pero su pasión por la novela le hizo volcarse por entero en su trabajo como escritora. Publicó su primera novela en 1979 y desde entonces ha cosechado éxito tras éxito.