Brian se dio cuenta de que en la casa reinaba un silencio total por primera vez desde que había entrado, y deseó que todavía siguiera puesta la música en el cuarto de Amy. Era obvio que Theresa estaba en una situación apurada, donde la negativa sería grosera y, por otro lado, Brian podía darse cuenta de que no quería decir sí.

– Claro, parece que será divertido.

Theresa evitó la mirada de Brian, pero la sentía sobre ella mientras Jeff ultimaba los planes. Decidió retirarse yendo a buscar los platos de postre para la tarta de chocolate.

Cuando acabaron de cenar, Theresa estaba ayudando a recoger los platos, y aprovechó que su hermano pasaba por la cocina para arrinconarle por un momento.

– Jeffrey Brubaker, ¿qué demonios estabas pensando para sugerir una cosa así? -susurró enfadada-. Yo elegiré mis propios compromisos, si no te importa.

– Anímate, hermanita. Brian no es un compromiso.

– No lo dudes. ¡Debe tener cuatro años menos que yo como mínimo!

– Dos.

– ¡Dos! ¡Peor aún! Eso hace que parezca como…

– ¡De acuerdo, de acuerdo! ¿Por qué estás tan enfadada?

– No estoy enfadada. Me has puesto en un apuro, eso es todo.

– ¿Tenías otros planes?

– ¿En tu primera noche en casa? -preguntó enfáticamente-. Por supuesto que no.

– Fantástico. Entonces lo mínimo que sacarás del arreglo es ver una película gratis.

«¡Oh, no!» se dijo, sofocada, Theresa. «¡Prefiero pagar yo y seguir mi propio camino!»

Mientras se arreglaba para salir, Theresa no pudo sino admirar lo cuidadosamente que Brian había disimulado su incomodidad. Después de todo, ¿a quién le gustaría que le cargasen con una hermana mayor? Y peor aún, con una pecosa como ella. Intentó pasarse un cepillo por el pelo, pero era como cuerda de pita deshilachada, sólo que de un color mucho más horrible. «Maldito seas, Jeffrey Brubaker, no vuelvas a hacerme esto otra vez». Se recogió el pelo en una cola de caballo con una cinta azul marino y consideró la posibilidad de maquillarse. Pero lo único que poseía era una barra de labios, que deslizó por ellos sin ninguna delicadeza. «Me las pagarás, Jeff», pensó mientras escogía sin mucho interés el vestuario. Sabía que se pondría el abrigo gris y lo llevaría abrochado hasta que volvieran a casa.

No esperaba tropezarse con Brian en el vestíbulo, junto al armario de los abrigos. Cuando lo hizo, se sintió atrapada al no tener ninguna guitarra, rebeca o mesa para esconderse. Instintivamente, alzó una mano para tocar el cuello de la blusa… era lo único que podía hacer.

– Jeff está fuera arrancando el coche -le explicó Brian.

– Oh.

Nada más pronunciar la exclamación, Theresa se dio cuenta de que Brian se había despojado de su atuendo militar. Llevaba zapatos deportivos marrones, pantalones de pana beige y una camisa de rayas. En la mano llevaba una cazadora marrón de cuero, la cual se puso mientras ella le observaba traspuesta. Si Brian hubiera sometido a Theresa a una inspección tan descarada, ésta habría terminado llorando encerrada en su cuarto. Ni siquiera se había dado cuenta de lo fijamente que había estado observándole hasta que volvió a mirarle a los ojos. Se sentía de lo más ridícula.

Pero, si Brian se había dado cuenta, no dio la menor muestra de ello, aparte del indicio de una sonrisa que desapareció tan rápidamente como había nacido.

– ¿Lista?

– Sí.

Theresa cogió su abrigo gris, pero Brian se lo quitó de las manos y lo sostuvo para ella. A pesar de sentir que aquel gesto de cortesía la había sonrojado, no pudo sino deslizar los brazos por las mangas del abrigo, dejando a la vista sus senos, sin modo alguno de poderlo evitar.

Se despidieron de sus padres y de Amy y salieron a la fría noche invernal. Theresa había tenido tan pocas citas a lo largo de su vida, que le resultaba difícil resistirse a creer que aquella era una. Brian sostuvo abierta la puerta del coche mientras pasaba para instalarse al lado de Jeff. Y, cuando subió a continuación, deslizó el brazo a lo largo del respaldo. Theresa percibió en el aire la misma esencia que había detectado cuando le dio la gorra y, como no era mujer dada a ponerse perfume, el leve aroma a… a sándalo, eso era, fue percibido con toda claridad por su agudo olfato.

Jeff tenía la radio encendida, siempre había una radio encendida, y la puso más fuerte cuando surgió la voz grave de Bob Seger. La propia voz de Jeff tenía la misma aspereza que la de Seger, y el joven, que sólo se sabía el estribillo, se puso a cantar también.

– Tenemos que aprendernos ésta, Bry.

– Hum… está bien. La armonía de los coros es muy buena.

Cuando se repitió el estribillo, se pusieron a cantar los tres, haciendo un coro resonante y armonioso. Theresa oyó la voz de Brian por primera vez. Era nítida, melodiosa, la antítesis de la de Jeff… y la hizo estremecerse.

Cuando llegaron a la casa de Patricia Gluek, Jeff entró mientras Theresa y Brian se cambiaban al asiento trasero, dejando una distancia respetable entre ellos. La radio seguía puesta, y las luces del tablero de mandos producían una luz etérea dentro del coche.

– ¿Cuánto tiempo lleváis Jeff y tú tocando juntos?

– Más de tres años. Nos conocimos cuando estábamos destinados en Zweibrücken, y formamos un grupo allí. Después, tuvimos la suerte de que nos destinaran a los dos a la base aérea de Minot, en Dakota del Norte, así que decidimos buscar un bajista y un batería nuevos y mantener la cosa en marcha.

– Me encantaría escuchar al grupo alguna vez.

– Tal vez lo escuches.

– Lo dudo. Creo que no tengo demasiadas posibilidades de pasar por Dakota del Norte.

– Nos gustaría tener el grupo funcionando el próximo verano, cuando acabemos el servicio, contratar un manager y dedicarnos exclusivamente a la música. ¿No te lo ha comentado Jeff?

– Pues no, pero creo que es una idea formidable, al menos para Jeff. Ha querido ser músico desde que se gastó aquellos primeros quince dólares en su Stella y comenzó a aprender acordes de todo aquel que quisiera enseñárselos.

– A mí me ocurrió lo mismo. Llevo tocando desde que tenía doce años, pero quiero hacer algo más que tocar.

– ¿Qué más?

– Me gustaría probar a escribir canciones, componer. Y siempre he soñado con ser disc-jockey.

– Tienes voz para serlo.

Ciertamente la tenía. Theresa recordó la agradable sorpresa que se había llevado cuando comenzó a cantar. Brian comenzó a hablar de ella para apartar la conversación de sí mismo.

– Ya hemos hablado suficiente de mí. He oído que tú también estás metida en el mundo de la música.

– Doy clases de música en un colegio.

– ¿Te gusta?

– Me encanta, excepto en raras ocasiones, como la de ayer, durante el festival de Navidad, cuando Keri Helling y Dawn Gafkjen iniciaron una pelea porque no se ponían de acuerdo sobre quién debía llevar el traje rosa y quién el azul y acabaron llorando y dejando los disfraces de cartón hechos una pena -hizo una pausa y sonrió-. No, ahora en serio, me encanta enseñar a los más pequeños. Son inocentes, abiertos y…

«Y no se quedan sorprendidos», pensó, pero sólo dijo:

– Y aceptan a los demás.

Justo entonces Jeff regresó con Patricia y se hicieron las presentaciones. Theresa conocía a la chica desde hacía muchos años. Era una morena vivaz, que estaba en su segundo curso universitario, y que esperaba volver a ser la novia oficial de Jeff en el momento en que éste acabara el servicio, aunque habían acordado concederse la libertad condicional mientras durasen los cuatro años de separación. Pero, hasta entonces, la atracción no había disminuido, pues las tres veces que Jeff había vuelto a casa habían sido inseparables.

Cuando la atractiva morena se volvió hacia adelante, a Theresa le disgustó ver que ella y su hermano compartían un saludo más íntimo del que al parecer habían intercambiado en el interior de la casa. Los brazos de Jeff envolvieron a Patricia, que apoyó la cabeza en su hombro mientras se besaban de un modo que hizo que Theresa se avergonzase. A su lado, Brian estaba inmóvil, observando el beso de un modo tan directo que era difícil de ignorar.

«¡Por Dios! ¿Es que no piensan dejarlo?», pensó. El tiempo pasaba lentamente mientras la música de la radio no servía en absoluto para apagar los suaves murmullos procedentes del asiento delantero. Theresa sintió ganas de desvanecerse en el aire.

Brian se hundió en el asiento y se volvió con discreción a mirar por la ventanilla.

«Tengo veinticinco años», pensó Theresa, «y hasta ahora no sabía lo que implicaba una cita doble». Ella también decidió asomarse por la ventanilla.

Se oyó un leve susurro y, afortunadamente, se debía a que Jeff estaba apartándose de Patricia. El motor se puso en marcha y el coche comenzó a rodar por fin.

Ya en la taquilla, Theresa echó mano al bolso, pero Brian se interpuso entre ella y la ventanilla.

– Yo las sacaré.

Así que, antes que montar una escena por cuatro dólares, Theresa aceptó la invitación.

Cuando Brian se volvió, le dio las gracias, pero él no respondió. Sólo encogió los hombros mientras se guardaba la cartera en un bolsillo trasero. Este movimiento atrajo la atención de Theresa, que al observar aquella zona, donde la pana estaba más desgastada, se le secó la boca. Brian se volvió, la pilló, y Theresa deseó no haber ido jamás.

Las cosas empeoraron cuando se acomodaron en sus butacas y comenzó la película. Era una de las calificadas como «S», y salía carne suficiente para poner nervioso a cualquiera. A mitad de la película la cámara captó una espalda desnuda, pasando luego por unas caderas redondeadas y unas nalgas femeninas, sobre las que jugueteaban dos manos masculinas de largos dedos. Luego cambió de ángulo y enfocó el lado de un seno del tamaño de una manzana y ¡horror de los horrores! un pezón acariciado por la enorme mano. Un mentón barbudo entró en pantalla, y una boca se aproximó al seno.

En la butaca contigua a la de Brian, Theresa deseó más que nunca, sencillamente morir. Brian tenía los codos apoyados en los brazos de la butaca, las manos entrelazadas, y estaba acariciándose distraídamente los labios con los índices.

«¿Por qué no pensé que sucedería algo así? ¿Por qué no pregunté lo que íbamos a ver? Y sobre todo, ¿por qué no me quedé en casa?»

Theresa soportó el resto de la escena erótica y, según progresaba, una extraña reacción se abrió pasó a través de su cuerpo. Podía sentir el martilleo del pulso y aplastó inconscientemente el bolso contra su regazo. Se sentía invadida por una ansiedad que nunca había experimentado. Pero exteriormente, estaba sentada como si un hechicero la hubiera embrujado Ni movía ni una pestaña, sólo contemplaba hipnotizada el clímax, reflejado en las expresiones del hombre y la mujer y en los gemidos de satisfacción.

Hasta que no pasó ese momento, Theresa no se dio cuenta, de que el codo de Brian se apretaba al suyo con fuerza, y más fuerza, y más fuerza…

La escena cambió, Brian se agitó un poco y pegó el brazo al costado, como si sólo entonces cayera en la cuenta de lo que había estado haciendo. De hecho, a Theresa le dolía el brazo de la presión a que había estado sometido. Brian se deslizó nerviosamente en el asiento, apoyó una pierna sobre la otra y dejó caer distraídamente las manos entrelazadas sobre la cremallera de sus pantalones de pana.

Considerando lo que había sucedido en su propio cuerpo, a Theresa le quedaban pocas dudas de que a él le había ocurrido algo parecido. El resto de la película le pasó desapercibido: estaba demasiado pendiente del hombre que tenía al lado, y se halló preguntándose en quién habría estado pensando él cuando aumentó la presión del brazo. Se vio preguntándose cosas sobre la anatomía masculina que la cámara cuidadosamente había ocultado. Recordaba fotos que había visto en las revistas más atrevidas, pero le parecían tan frías y distantes como el papel sobre el que estaban impresas. Por primera vez en su vida, se murió de ganas de conocer cómo era el cuerpo de un hombre en realidad.

Cuando acabó la película, Theresa se protegió charlando con Patricia y asegurándose de caminar alejada de Brian lo suficiente como para que no se encontrasen sus miradas ni se tocasen sus codos.

– ¿Tiene hambre alguien? -preguntó Jeff cuando volvieron al coche.

Theresa se sentía un poco mal, sentada una vez más a pocos centímetros de Brian. No estaba segura de poder tragar la comida.

– ¡No! -exclamó.

– Sí, yo… -dijo Brian al mismo tiempo, antes de cambiar educadamente el curso de sus palabras-. Yo me he pasado toda la película pensando en la tarta de chocolate de tu madre.

«Sí, en dos tartas de chocolate», pensó Theresa.

Curiosamente, nadie habló de la película durante el trayecto hasta la casa de Patricia. Nadie habló demasiado. Patricia estaba acurrucada en el hombro de Jeff. De vez en cuando, él volvía la cabeza y sonreía a la atractiva morena con expresión apasionada. El hombro de Patricia se movió lentamente, y Theresa se preguntó dónde se encontraría su mano. Theresa se asomó por la ventana y enrojeció quizás por décima vez en aquel día.