Theresa había alzado la vista como esperando que el techo de la sala estuviera compuesto por los mismos cubos que estaba describiendo, y en su animación no se dio cuenta del aspecto tan juvenil y atractivo que tenía, ni de que había abierto los brazos de lado a lado.

Cuando bajó la vista, descubrió a Brian sonriendo divertido.

La puerta de la cocina se abrió de golpe y el alboroto comenzó una vez más.

Cuando la familia Brubaker decoraba su árbol de Navidad, la escena era como un circo con Margaret en el papel de directora. Repartía órdenes a diestro y siniestro: decía qué lado del árbol debía dar al frente, quién debería recoger las agujas de pino esparcidas por la alfombra, quién debería decorar el árbol… El pobre Willard tenía problemas con las luces del árbol, eso era cierto, pero su mayor problema era su mujer.

– Willard quiero que coloques esa luz roja debajo de la rama en vez de encima. Hay un hueco muy grande allí.

Jeff cogió a su madre por la cintura, la balanceó jugueteando y luego le dio un beso silencioso.

– Sí, mi pequeña tortolita. Cierra la boca, mi pequeña tortolita -se burló, ganándose a cambio una sonrisa.

– Habla a tu madre de ese modo, Jeffrey. Pero no olvides que aún te podría dar una buena zurra -le dijo, pero con una sonrisa de oreja a oreja-. Patricia, quítame a este chico de encima.

Patricia se abalanzó sobre Jeff y los dos acabaron en el sofá haciéndose cosquillas entre risas.

Margaret había puesto música navideña en el tocadiscos de la sala, pero Amy también había encendido el suyo en su cuarto, como de costumbre, con rock a todo volumen, y aunque tenía la puerta cerrada las músicas se entremezclaban creando una gran confusión. Jeff canturreaba ambas alternativamente con su voz profunda y áspera y, cuando llegó el momento de colocar los adornos, el teléfono había sonado cuatro veces por lo menos… todas para Amy.

Brian podría haberse sentido fuera de lugar si Patricia no hubiese estado allí también. Cuando llegó la hora de repartir los adornos, para que todos los colocaran a Patricia le dieron un montón, lo mismo que a él. Haber dicho que no era también su árbol de Navidad hubiera sido grosero. Así que Brian se encontró junto a Theresa colgando las relucientes tiras plateadas en las ramas altas mientras ella hacía otro tanto en las más bajas. Patricia y Jeff se habían colocado en el otro lado del árbol, y los señores Brubaker se sentaron para observar aquella parte de la decoración. Amy seguía hablando por teléfono, interrumpiendo de vez en cuando su conversación para ofrecerles algún consejo oportuno.

Acabaron aquella velada tomando sidra y rollitos de canela alrededor de la mesa de la cocina. Eran casi las once cuando terminaron de comer. Margaret se levantó y comenzó a recoger los platos sucios.

– Bueno, creo que ya es hora de que lleve a Patricia a su casa -declaró Jeff-. ¿Queréis venir vosotros dos?

Theresa y Brian alzaron la vista y contestaron a la vez.

– No, yo me quedaré aquí para ordenar esto un poco.

– A mí no me apetece salir otra vez con el frío que hace.

Theresa relevó a su madre de la tarea que había comenzado.

– Estás cansada, mamá. Yo terminaré de recogerlo todo.

Margaret asintió agradecida y se fue a la cama con Willard, ordenando a Amy que se retirase también. Cuando la puerta se cerró tras Jeff y Patricia, sólo quedaban Theresa y Brian en la cocina. Ella llenó el fregadero de agua espumosa y comenzó a fregar los platos.

– Yo los secaré.

– No hace falta; hay muy pocos.

Rechazando su propuesta, Brian cogió el paño y se puso a su lado. Theresa percibía que Brian se sentía a gusto en silencio, a diferencia de la mayoría de la gente. Podía pasarse largos ratos en silencio sin sentir la necesidad de llenarlos de palabras. Sólo se oía el murmullo del agua y el sonido metálico de los platos.

Después de colgar los paños mojados y apagar todas las luces excepto la pequeña que había sobre la cocina, Theresa sacó un bote de crema de un armario, consciente de que Brian observaba en silencio mientras extendía la crema sobre sus manos.

– Vamos a sentarnos un rato en la sala -sugirió Brian.

Theresa iba delante y se sentó en un extremo del sofá, mientras que Brian se sentó en el opuesto. De nuevo reinó el silencio, y de nuevo fue más relajante que incómodo. Con las luces del árbol, Theresa se sentía como si estuviese dentro de un arco iris.

– Tienes una familia maravillosa -dijo Brian por fin.

– Lo sé.

– Pero empiezo a comprender por qué tu padre necesita de vez en cuando pasar un rato tranquilo mirando los pájaros.

Theresa dejó escapar una risa.

– A veces hay un poco de jaleo. Sobre todo cuando Jeff está en casa.

– Pero me gusta. Yo no recuerdo ningún ruido alegre de mi casa.

– ¿No tienes ningún hermano?

– Sí, una hermana, pero tiene ocho años más que yo y vive en Jamaica. Su marido se dedica a un negocio de exportación. Nunca intimamos demasiado.

– ¿Y tus padres? Tus verdaderos padres, quiero decir. ¿Qué tal te llevabas con ellos?

Brian se quedó mirando las luces del árbol, pensando la respuesta. A Theresa le gustó el detalle. Nada de respuestas impulsivas a preguntas importantes.

– Con mi padre no me llevaba mal; con mi madre, no me llevaba.

– ¿Por qué?

– No lo sé. ¿Por qué hay algunas familias como la tuya y otras como la mía? Si alguien supiera la respuesta, el mundo tal vez sería más feliz.

Su respuesta hizo que se volviera y se encontrara directamente con sus ojos.

Había cosas dentro de aquel hombre que hablaban de una profundidad de carácter que Theresa admiraba cada vez más. Aunque en realidad tenía solamente dos años más que Jeff, parecía mucho mayor que Jeff… incluso mayor que ella misma, pensó. Quizás el haber perdido a su familia había provocado esa madurez temprana. De repente, Theresa pensó en lo horrible que debía ser no tener ningún lugar al que llamar hogar. Ella misma llevaba anclada en su casa más tiempo del aconsejable. Pero lo suyo era otra cosa. Brian dejaría las Fuerzas Aéreas el verano siguiente, y entonces no habría ninguna madre esperándole con pasteles de chocolate. Ningún hermano con el que bromear o ir de compras. Ninguna vieja amiga esperándole con los brazos abiertos…

Pero, ¿cómo estaba tan segura?

– Entonces, ¿no te queda nadie en Chicago?

– Como ya hemos descartado a padres y hermanos, supongo que te refieres a viejos amores.

Theresa bajó la mirada, esperando que las luces rojas del árbol disimulasen el calor que ascendía por su cuello.

– No, no hay ninguna chica esperándome en Chicago.

– Yo no…

– Da lo mismo. Tal vez sólo quería que lo supieras.

El silencio que siguió no podía considerarse relajado, a diferencia de lo que había sucedido anteriormente. Estaba lleno de inquietud.

– Creo que voy a acostarme ya -anunció Brian tranquilamente, sorprendiendo a Theresa.

Ella no era absolutamente candida. Ya había estado sentada en sofás con hombres en otras ocasiones, y después de conversaciones como esa siempre se había producido el «salto».

Pero Brian se puso de pie y se quedó contemplando el árbol un minuto más. Luego contempló a Theresa por un tiempo similar, antes de levantar la mano y murmurar suavemente:

– Buenas noches, Theresa.

Capítulo 4

Brian Scanlon se tumbó en la cama pensando en Theresa Brubaker, considerando qué era lo que le atraía de ella. Nunca le habían gustado especialmente las pelirrojas. Pero ésta sí le gustaba, aunque su pelo era tan naranja como el de una muñeca. Una muñeca pecosa, por supuesto. Cuando se ruborizaba, y lo hacía con frecuencia, parecía iluminarse como el árbol de Navidad.

Brian había estado tocando en grupos desde los tiempos en que estudiaba en el instituto. Y entre el público siempre había chicas que no podían resistirse cuando el guitarrista bajaba del escenario en el descanso. Le rodeaban como polluelos alrededor de la madre. Había tenido lo suyo. Pero siempre había preferido las rubias y las morenas, las chicas más bonitas, con maquillajes perfectos y largas melenas… mujeres que sabían cómo tratar a los hombres.

Pero Theresa Brubaker era completamente diferente. No sólo en su aspecto, sino en su modo de comportarse. Era sincera e interesante, inteligente y cariñosa. Y absolutamente ingenua; Brian estaba convencido.

Aun así, había un gran apasionamiento detrás de aquella ingenuidad. Surgía siempre que estaba con su familia, especialmente con Jeff, y siempre que hacía música. Brian recordó su voz cuando los tres hicieron coros en el coche, y la energía que irradiaba cuando tocaba el violín o el piano. Hasta había conseguido que escuchara música clásica con un oído nuevo y tolerante. Entrelazó las manos bajo la cabeza recordando los compases conmovedores del Nocturno de Chopin, pensando en el aspecto que tenía con la larga falda negra y la blusa blanca. La blusa, por una vez, sin rebeca alguna que la cubriese.

Se preguntó cómo se podría tener el valor suficiente para tocar unos senos como los suyos. Cuando eran tan grandes, no eran realmente… atractivos. Sólo intimidaban. Había sentido un miedo de muerte la primera vez que había tocado los senos de una chica, pero desde entonces había acariciado otros muchos, y todavía sentía escrúpulos ante la idea de acariciar los senos de Theresa. A pesar de que ella concedía pocas oportunidades para vislumbrarlos, en algunas ocasiones había conseguido observarlos furtivamente. Y no era algo que le atrajese.

«Olvídalo, Scanlon. No es tu tipo», se dijo.


A la mañana siguiente, cuando Brian se levantó a su hora de costumbre y subió descalzo y sin hacer ruido las escaleras hacia el baño, se topó con Theresa en el vestíbulo.

Ambos se quedaron inmóviles, observándose. Él llevaba unos vaqueros azules; nada más. Ella, una bata verde menta; nada más. No se oía un ruido en la casa. Todos los demás estaban dormidos todavía, pues era la víspera de Navidad y sus padres no tenían que trabajar.

– Buenos días -susurró Theresa.

– Buenos días -susurró él a su vez.

La puerta del baño estaba justo detrás de ellos. Theresa también iba descalza, y ni siquiera hacía falta mirar para darse cuenta de que no llevaba nada bajo la bata de terciopelo.

– Pasa tú primero -dijo Theresa, haciendo un ademán hacia la puerta.

– No, no, pasa tú. Yo esperaré.

– No, yo… en realidad iba a hacer café primero.

Brian estaba a punto de hacer otra objeción cuando Theresa pasó junto a él como una bala en dirección a la cocina, de modo que se apresuró a entrar al baño sin perder más tiempo, y luego se dirigió a la cocina para decirle que el baño estaba libre. Estaba delante de la cocina, esperando a que el café comenzase a salir, cuando él se acercó silenciosamente hasta ella.

El sol no estaba alto todavía, pero ya daba al cielo un tono gris opalescente y proporcionaba suficiente luz para que Theresa pudiese ver con claridad el vello oscuro que cubría el pecho desnudo de Brian. Los únicos pechos masculinos desnudos que había visto en su casa eran el de su padre y el de Jeff, pero aquél no tenía nada que ver con ellos. Su visión le trajo vivos recuerdos de la película que habían visto dos días antes. Theresa bajó la vista después de la más breve de las miradas, pero abajo descubrió más vello. Y de repente no pudo soportar estar un minuto más a su lado, con él medio vestido y ella misma sin nada bajo la bata.

– ¿Te importaría vigilar el café un momento?

En el baño, encendió la luz que había sobre el tocador y se miró en el espejo. ¡Cómo no, roja como un tomate! Aquel horrible color rojo. Se apretó las mejillas con la palma de las manos, cerró los ojos y se preguntó lo que sería ser normal y toparse con un hombre medio desnudo como Brian Scanlon en la cocina. ¡Cielos, por qué la aturdía de aquella manera!

¿Qué hacían las demás mujeres? ¿Cómo dominaban la primera atracción que sentían? Debía ser mucho más sencillo con catorce años, como Amy, y llevando un ritmo natural: un primer intercambio de miradas, un primer roce de las manos, el primer beso, y luego las primeras exploraciones de la sexualidad naciente.

«Pero a mí me dejaron fuera de combate en el primer asalto», pensó desolada, mirando sus pecas y su pelo horrible, que por sí solos hubieran bastado para hacer desistir a cualquiera sin necesidad de los otros obstáculos aún mayores. «La naturaleza me jugó una mala pasada, y aquellas primeras miradas que podían haber conducido al resto, para mí sólo contuvieron asombro o lascivia. Y ahora aquí estoy, a mis veinticinco años, y sin saber cómo comportarme la primera vez que siento atracción hacia un hombre».

Se dio un baño, se lavó la cabeza y no regresó a la cocina hasta que estuvo debidamente vestida en un tono que utilizaba en son de reto: el morado. A Theresa le encantaba, pero si llegaba cerca de su cabello los dos colores se declaraban la guerra y parecía una ensalada de zanahoria y remolacha. Así que separó los pantalones de pana morados de su cabello por medio de un suéter blanco precioso que Amy le había regalado las pasadas Navidades y que nunca se había puesto, a pesar de haber estado tentada en muchas ocasiones. Tenía bolsillos para calentarse las manos en la parte frontal, se cerraba con cremallera y a lo largo de las mangas corrían dos rayas, una azul marino y la otra morada.