– ¡Estas no son las vacaciones que se suponía que yo iba a tener! -insistió ella. -Mi agencia de viajes se ha equivocado. Cuando me baje de este barco, tendré las vacaciones que yo pagué.

– Si quieres, te puedes quedar.

– No -replicó ella, más enojada que sorprendida. -Estoy segura de que muchas mujeres encontrarían esa propuesta irresistible, es decir, el hecho de pasar unos días contigo, en tu cama, pero…

– Yo no estoy sugiriendo que compartamos la cama, Carrie. Hay otro camarote a bordo. No es tan bonito, pero…

– No. Aprecio mucho tu ofrecimiento de cambiarte de camarote, pero…

– Yo no me estoy ofreciendo a cambiarme -dijo Dev. -Lo que quería decir es que tú podrías quedarte con el otro camarote.

– ¡Pero si yo llegué aquí primero!

– Pero fue tu agencia de viajes la que cometió el error, no la mía. Lo dijiste tú misma.

– Quienquiera que dijera que la caballerosidad había muerto -protestó Carrie, arrugando la servilleta y tirándola encima de la mesa, -estaba equivocado. No es que esté muerta, está enterrada a muchos metros de profundidad debajo del ego del hombre moderno.

Dichas aquellas palabras, ella se puso de pie, pero obviamente no había conseguido acostumbrarse al vaivén del mar porque se le doblaron las rodillas y tuvo que agarrarse a la mesa.

Dev se puso de pie y la sujetó por los hombros antes de que ella perdiera el equilibrio completamente.

– ¡Eh! ¿Te encuentras bien? -preguntó él.

Al mirarla a los ojos, tuvo la extraña sensación de haber vivido aquello antes y hubiera jurado que a ella le pasaba lo mismo. Sin embargo, todo pasó tan rápido que debía haberlo solo imaginado.

– Estoy bien -dijo ella, soltándose de él. -Lo que tengo que hacer es bajar de este barco.

– Tal vez deberías tumbarte un poco. Puedes hacerlo en el camarote si quieres, no me importa.

– No, me quedaré aquí fuera -dijo ella, dirigiéndose a un lugar de cubierta, donde se sentó y se puso a contemplar el horizonte.

Dev se repantigó en su silla y se puso las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Si tenía que ser sincero consigo mismo, estaba esperando que ella decidiera quedarse. Le vendría bien la compañía y Carrie Reynolds no era una compañera de viaje tan desagradable. Sin embargo, ella no parecía compartir ese deseo. De hecho, se comportaba de un modo muy hostil con él.

¿Qué le importaba lo que ella pensara de él? Dev había ido a aquellas vacaciones para escaparse de las mujeres. Si tenía que pasar algún tiempo con una, era mucho mejor que ella lo odiara. De esa manera, él podría evitar pensar cómo iba a volver a meterse a Carrie Reynolds en la cama.

CAPÍTULO 03

El sol abrasador caía sobre la carretera que unía el club de yates con la pequeña pista de aterrizaje. Carrie había convencido al capitán Fergus de que tenía que volver a Miami, por lo que él no había parado en Cayo Elliott y se había dirigido al norte de Cayo Largo. Ella había esperado ver la ciudad de la película de Bogart, un lugar civilizado, cuando desembarcó. Sin embargo, estaban en la isla de Cayo Largo, lejos de la ciudad con la que compartía el nombre.

Cayo Largo era solo un trozo de tierra en medio del océano. Fuera de los confines del club de yates, había una pequeña zona residencial con unas preciosas casas y unas cuantas tiendas. Carrie se las había arreglado para encontrar un taxi, algo destartalado. La misma Carrie había colocado el equipaje en el maletero y le había dado indicaciones al conductor para que la llevara al aeropuerto.

El paisaje era probablemente bastante hermoso, pero Carrie no podía verlo a través de la cortina de polvo que levantaba el desvencijado vehículo. El conductor era casi un niño, lo suficientemente alto como para ver por encima del volante. El largo pelo le cubría los ojos y conducía con una mano, con la otra preocupada por despejarle constantemente la visión. La música bramaba desde los altavoces de la radio. Carrie se acercó a la ventana para cerrarla, pero entonces se dio cuenta de que el taxi no tenía ventanas.

– Parece que me he ido al infierno de vacaciones -murmuró, tapándose la cara para evitar tragar polvo.

Tan pronto como el Serendipity había tocado puerto, Carrie había desembarcado, agradecida de poder pisar por fin tierra firme. El capitán Fergus y Moira no dejaban de disculparse, pero no lograron convencerla de que se quedara en el barco. Dev Riley la había estado mirando todo el tiempo, con los brazos cruzados sobre el pecho y apoyado contra el mástil.

Si ella hubiera hecho caso a sus antiguas fantasías, hubiera podido pensar que a él lo apenaba verla marchar. Hubiera pensado que aquella implacable expresión ocultaba a duras penas sus verdaderos sentimientos. Pero Carrie había aprendido la lección.

Aquel era el problema de las fantasías. Se desvanecían a la luz de la realidad. Ella había imaginado a Dev Riley como un compendio de perfección masculina, pero la realidad le había mostrado que en realidad era un hombre testarudo, irritante y terco.

El taxi dio una curva muy cerrada y, con el movimiento, Carrie se vio lanzada hacia el otro lado. Si aguantaba unas horas más, estaría en un maravilloso hotel en Miami, donde podría dormir. Al día siguiente, volvería a casa y olvidaría aquella pesadilla.

Una imagen de Dev Riley, sin camisa, con las bronceadas piernas al sol, le asaltó el pensamiento. Si hubiera sido una mujer más valiente, se hubiera quedado. Una semana a solas con un hombre como Dev sería como un sueño hecho realidad. Pero tras pasar una mañana con él, Carrie había tenido que admitir que él estaba muy lejos de su alcance. Las conversaciones rápidas e ingeniosas, de las que Dev parecía disfrutar, no eran su fuerte.

Cuando volviera a casa, se olvidaría de él. Cuando él volviera a entrar en la agencia, no notaría que ella estaba allí. Él sería como otro cliente. Solo uno más, con un abrigo de cachemir, maravillosos ojos verdes… y el perfil de un dios griego.

– ¡Ya hemos llegado! -exclamó el conductor del taxi, deteniendo el coche de repente al lado de un claro para que Carrie pudiera bajar. -Ese es el avión de mi tío. Y él nunca está muy lejos de su aparato.

Tras sacar su equipaje, Carrie sacó el monedero y pagó al joven.

– ¿Cuándo sale el próximo vuelo? -preguntó Carrie.

– Cuando Pete despegue -replicó el chico, señalando el avión.

– Debe de haber más de una compañía aquí.

– No. Bueno, algunas veces, si hay más de un avión aparcado aquí. Pero no se preocupe. Pete la llevará a donde usted quiera por un precio justo.

– De acuerdo -replicó Carrie, tomando su maleta. -Voy a comprar mi billete.

Carrie inspeccionó la pista de aterrizaje, cortada entre la espesa vegetación que la rodeaba y la caseta de metal que había al final de esta. Lo único que indicaba que aquello era un aeropuerto era el indicador de viento. Aparte de eso, aquella pista parecía más bien un terreno de labor.

A continuación, ella empezó a andar a través del raído asfalto, tirando de las maletas como podía. Cuando llegó al avión, sudorosa y cubierta de polvo, pudo inspeccionar de cerca su medio de transporte. El avión parecía estar hecho de trozos de chatarra pegados con cinta adhesiva. Había arañazos y golpes por todo el fuselaje y una de las ruedas estaba pinchada.

De repente, desde el otro lado del avión, oyó el murmullo de una voz, pero no pudo distinguir las palabras. Inclinándose por debajo del avión, vio un par de desgastadas sandalias y unos calcetines dados de sí.

– ¡Perdone! -exclamó ella.

– Tercer tee, Pebble Beach.

– Estoy buscando a alguien que me lleve a Miami -dijo Carrie, rodeando el avión. -El chico que me ha traído en el taxi me ha dicho que usted puede hacerlo.

Al ver al piloto, Carrie se detuvo en seco. El hombre, vestido con una llamativa camisa hawaiana, no le estaba prestando ninguna atención. En vez de eso, hacía rodar una pelota de golf delante de él, la miraba durante unos segundos mientras masticaba el cigarro que tenía en la boca y luego la golpeaba con el palo de golf. Cada uno de sus golpes se veía seguido de un murmullo.

Tenía la cara muy dorada por el sol, como la mayoría de la gente de la zona. Lo único que le daba un aspecto un poco respetable era el pelo gris que le asomaba por debajo de la gorra de béisbol y las alas doradas que llevaba prendidas en la camisa.

– ¿Es usted el piloto? -preguntó Carrie.

– Teniente coronel Pete Beck, de la Marina de los Estados Unidos. Jubilado -añadió, mientras estudiaba otra bola y la golpeaba. -Tee número diecisiete, Augusta. Hay otros pilotos por aquí -dijo, por fin dirigiéndose a ella, -pero yo soy el único que está por aquí ahora. Este avión es todo mío. Comprado y pagado.

Carrie volvió a mirar el avión, añorando el mostrador de primera clase de Delta y un billete a casa en primera clase en un brillante avión. Sin embargo, el teniente Pete era su único medio de transporte a Miami, a no ser que quisiera tomar otro barco.

Ante aquella perspectiva, Carrie decidió que un corto vuelo con un aviador obsesionado por el golf era mejor que ir en barco… o volver a encontrarse con Dev Riley.

– ¿Puede llevarme a Miami?

– Puedo llevarla a cualquier parte, si tiene dinero suficiente.

– ¿Cuánto? -preguntó, contando mentalmente el dinero que llevaba en efectivo. Pete no parecía el tipo de hombre que aceptara American Express.

– Cuatrocientos -dijo por fin el hombre, después de calcular mentalmente el dinero y las ganas que ella tenía por abandonar la isla.

– ¿Cuatrocientos dólares? -preguntó Carrie, asombrada. -¿Por un vuelo de treinta minutos, solo de ida? Florida Air vuela desde el Cayo Oeste a Miami, lo que está el doble de lejos, por solo ciento cincuenta dólares. Y es billete de ida y vuelta.

– Bueno -se mofó Pete. -Yo no soy Florida Air, señorita. Y tampoco estamos en el Cayo Oeste, ¿verdad? Además, ocurre que necesito justamente cuatrocientos dólares para poder hacer dieciocho hoyos en un pequeño y maravilloso club de golf que hay en West Palm Beach. Lo toma o lo deja.

– Escuche señor -exclamó Carrie, dejando las maletas en el suelo y tomando al hombre por la camisa. -Necesito salir de esta isla y usted es el único modo que tengo de hacerlo. Usted va a llevarme a Miami por un precio razonable si no quiere que tenga un ataque de nervios en su maldita autopista. ¿Nos vamos entendiendo?

Durante un momento, Carrie pensó que el hombre podría ceder, pero luego endureció la mandíbula y entornó los ojos.

– Trescientos -bufó el hombre. -En efectivo. Ese es mi último precio.

Con eso, volvió su concentración a su palo de golf y siguió tirando bolas por la pista. Carrie inspeccionó el avión y luego al piloto y sopesó las opciones. Tenía trescientos dólares en la cartera, pero, por principios, no podía pagar una suma tan alta por un vuelo. Y ella sabía mejor que nadie el valor del transporte entre dos puntos cualquiera del planeta.

Por trescientos dólares era capaz de pasar otro día con Dev Riley. Aquella le parecía la mejor de las opciones que tenía. Al menos no correría el riesgo de estrellarse con un piloto que estaba más preocupado por el golf que por el estado de su avión.

– Trescientos dólares es demasiado -dijo carne por fin, esperando que él se aviniera a negociar.

– Como usted prefiera.

– Bueno, en ese caso, voy a volver al club de yates. Mi barco me está esperando allí. Si puedo usar su teléfono para llamar al taxi, yo…

– No puede llamar a un taxi.

– ¿Es que no piensa dejarme utilizar el teléfono?

– Lo haría si tuviera uno, viendo lo mucho que me está molestando.

– Entonces, ¿cómo voy a regresar?

– Supongo que lo tendrá que hacer andando.

– ¿Cómo va usted normalmente a la ciudad? -preguntó Carrie.

– Mi sobrino viene por aquí de vez en cuando y, entonces, consigo que me lleve.

– ¿Cuándo va a regresar?

– No sabría decirle -dijo el piloto, encogiéndose de hombros. -Me parece que, si quiere volver a la ciudad, es mejor que empiece a andar. Está a poco más de un kilómetro, pero hace mucho calor por las tardes.

Completamente desesperada, Carrie recogió sus maletas y se marchó.

– Esto no me puede estar pasando -se decía. -No he aterrizado en otra dimensión en la que las vacaciones son una forma de tortura. Solo estoy pasado por… un mal día. Eso es, un día realmente malo.

Mientras se afanaba con el equipaje a lo largo de la carretera, se dijo que si hubiera sido más encantadora, tal vez hubiera podido alcanzar un acuerdo con el teniente coronel Pete. Para cuando llegó a la carretera principal que llevaba al club de yates se sentía completamente agotada. El vestido de algodón se le pegaba al cuerpo y el polvo le cubría todo el cuerpo. Había caminado unos doscientos metros y el equipaje le pesaba tanto que se sentía tentada de dejarlo y seguir su camino sola. Sin embargo, sabía que si lo dejaba, no lo volvería a ver.