Era un buen hombre. El tipo de hombre que ella admiraba, el que la madre superiora le había recomendado cuando terminó los estudios en la universidad. Y le parecía increíble que lo hubiera encontrado allí, en pleno desierto.

Asad le sirvió una copa de vino y las chicas volvieron a la mesa.

– ¿En que estas pensando? -pregunto él.

– En que no me lo esperaba…

– Yo podría decir lo mismo de ti.

Ella se estremeció.

Cuando ya estaban sentados y empezaron a cenar, Kayleen miró a Dana y le sorprendió ver que tenía lágrimas en los ojos.

– ¿Qué te ocurre, Dana?

– Nada…

Pepper y Nadine también rompieron a llorar.

– Es que echamos de menos a nuestros padres -declaró Nadine.

– Es verdad -dijo Dana, volviéndose hacia Asad-. Tú eres príncipe. ¿No puedes hacer que vuelvan?

Kayleen se sintió impotente. Asad se inclinó sobre Dana, le pasó un brazo por encima de los hombros y la besó en la frente.

– Ojalá pudiera. Conozco bien tu dolor… pero sé que te sentirás mejor con el tiempo.

– Eso no lo puedes saber -declaró la niña con amargura-. No lo puedes saber…

– Yo también perdí a mi madre de niño. Y Kayleen creció sola, como vosotras. Los dos sabemos lo que sentís.

Dana se tranquilizó un poco.

– Pero eso no nos ayuda. Quiero volver a casa…

– Os confesaré una cosa -dijo Asad-. Cuando yo tenía vuestra edad, me fugué. Estaba enfadado con mi padre porque me creía todo un hombrecito… estaba harto de que todos los años me enviaran a un colegio diferente. Yo era un príncipe. Quería hacer cosas importantes, dar órdenes y cosas así.

– Pero nosotras no somos princesas -dijo Dana.

– Ahora lo sois. Sois mis hijas.

– ¿Y qué pasó cuando te fugaste?

– Decidí convertirme en tratante de camellos.

Las tres niñas lo miraron y Kayleen intentó contener la risa.

– ¿En serio?

– Sí, pensé que ganaría dinero con la venta de camellos. Así que saqué unos cuantos del establo y me marché para empezar mi negocio.

– ¿Hay camellos en el establo? -preguntó Kayleen.

– Por supuesto. Es una tradición familiar.

– ¿Podré verlos alguna vez? -preguntó Pepper.

– Claro que sí…

– ¿Y son distintos a los camellos normales? -se interesó Nadine.

– Son camellos reales, así que llevan coronas pequeñas.

Dana sonrió.

– No, no es verdad-Asad rió.

– No, no lo es, pero son buenos camellos. Y muy obstinados. Yo no lo sabía entonces; y cuando llegamos al desierto, me di cuenta de que no era yo quien los dirigía, sino ellos a mí -confesó.

Nadine y Dana estallaron en carcajadas.

– ¿Y qué ocurrió después?

Asad les contó la divertida historia de un niño y cuatro camellos enfadados que pasaron una noche a la intemperie y sufrieron un montón de desastres. Cuando terminó, las chicas ya se lo habían comido todo, incluido el postre, y, desde luego, habían olvidado sus preocupaciones.

Minutos después, Kayleen las metió en la cama, les dio un beso de buenas noches y pensó que había sido una cena maravillosa. Sabía que la historia de Asad se quedaría para siempre en la memoria y en las de las pequeñas.

Volvió al salón y vio que el príncipe había encendido un fuego en la chimenea y que se había sentado en el sofá.

– ¿Por qué enciendes un fuego? No se puede decir que haga precisamente frío…

– Pensé que te gustaría y que te traería recuerdos… buenos, espero.

Kayleen se acercó al sofá y se sentó lejos de él.

– Sí, por supuesto. Pero quiero darte las gracias por lo de esta noche. Por la sorpresa y por ayudar a las niñas a superar un mal trago. Son sus primeras fiestas sin sus padres y está siendo duro para ellas.

– Nos van a necesitar a los dos.

– Eso es verdad -dijo, un poco sorprendida-. No sabía que te preocuparan tanto…

– Son encantadoras y tienen potencial. Además, he descubierto que me divierte estar con ellas.

– Me alegro.

– ¿Y tú? ¿Qué piensas de ellas?

– Yo las adoro. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque sé que quieres abandonarlas.

Kayleen abrió la boca y la cerró, profundamente avergonzada. Se sentía culpable. No había sido capaz de decírselo a Asad y él lo había descubierto por otras vías.

– Así que te lo han dicho… -murmuró.

– Sí, Dana me dijo que tienes intención de marcharte cuando cumplas veinticinco años y encerrarte en ese convento.

– Es mi hogar…

– El hogar es un sitio al que no siempre podemos volver. Adquiriste un compromiso con las niñas. ¿O es que lo has olvidado?

– No lo sé… no dejo de dar vueltas al asunto -confesó-. Lo de volver al convento lo planeé hace años. No pensaba encontrarme en esta situación.

– Pero fuiste tú quien insistió en que las adoptara y no puedes negar que tu presencia les ha cambiado la vida. ¿Serás capaz de condenarlas a la tristeza de que las abandonen por segunda vez? ¿Es que no significan nada para ti?

– Las quiero con toda mi alma -respondió, irritada-. He estado pensando en las soluciones posibles… supongo que podrías contratar a otra persona, a alguien que me sustituya y cuide de ellas.

– ¿Lo dices en serio? ¿O pretendías llevártelas?

Kayleen bajó la cabeza.

– Era una posibilidad, sí.

– ¿Crees que te lo permitirían? Esto es El Deharia, Kayleen. Nadie se lleva a tres princesas reales de Palacio sin permiso de sus padres. Y yo no lo permitiría.

Kayleen lo miró y pensó que era lógico. El era su padre adoptivo.

– Lo siento, Asad. Siento lo que ha pasado…

– Todavía no has tomado ninguna decisión -le recordó-. Encontraremos una solución. Pero dime, ¿me estás ocultando alguna otra cosa?

– ¿Cómo? No, en absoluto. Y aunque no me creas, tenía intención de contártelo -respondió, acercándose un poco a él-. Asad, yo no he intentado engañarte. Me angustié cuando Tahir quiso llevárselas y opté por la única salida posible.

Asad le acarició la mejilla. Kayleen ni siquiera se había dado cuenta de que se habían acercado y se sorprendió al encontrarse junto a él.

– Te creo.

– Me alegro, porque es verdad… tu país me encanta, es precioso. Me gusta la ciudad moderna y el desierto. El carácter de sus gentes y su amabilidad. Tenías razón cuando dijiste que Tahir sólo pretendía hacer lo correcto, aunque yo no estuviera de acuerdo con él. He aprendido mucho sobre vuestras costumbres mientras trabajaba en el proyecto que me encargaste. El Deharia es un lugar asombroso.

– Pero no es tu hogar, claro.

– No, sólo me siento a salvo en el convento. Aún que supongo que te parecerá estúpido.

– Sentirse a salvo es importante, sobre todo cuando se ha crecido en la incertidumbre. Pero hay muchas cosas que no vivirás si te encierras tras unos muros.

– Me gustan los muros del convento.

– Son una cárcel como cualquier otra.

– Son un abrigo.

– Un abrigo contra la vida. Y eso no es bueno.

– Te equivocas. Son mi protección -insistió ella.

– Si necesitas protección, yo te protegeré.

Asad se inclinó sobre ella y la besó.

La tensión y las preocupaciones de Kayleen desaparecieron al unísono en cuanto sintió el contacto. Sus labios eran cálidos y firmes, pedían más que tomaban y lograban que quisiera entregar lo que pedían y más aún.

Pensó en el beso que se habían dado en el desierto y su recuerdo se mezcló con las sensaciones del presente y aumentó su excitación. Asad empezó a besarla apasionadamente, explorándola. Ella puso las manos en sus hombros y respondió del mismo modo. Era algo mágico, mucho más maravilloso de lo que jamás habría imaginado. Se sentía como si se estuviera derritiendo por dentro.

Los segundos pasaron poco a poco y Kayleen se sorprendió con pensamientos que hasta entonces no eran muy propios de ella. Deseaba que le tocara los senos, que volviera a acariciarla entre los muslos y como lo deseaba con todas sus fuerzas y se sentía completamente segura con él, se recostó en el sofá hasta quedarse casi tumbada.

Asad le besó las mejillas, la nariz, la barbilla la frente. Después, se apartó lo suficiente para mirarla a los ojos y dijo:

– Eres tan bella…

Kayleen se quedó atónita. Nunca se había considerado bella.

– Tu piel es tan suave y pálida… -continuó-. Y me encanta que te ruborices cuando te toco.

– Es que soy pelirroja -susurró ella-. El rubor entra en el paquete.

– En un paquete glorioso -comentó, acariciándole el cabello-. ¿Sabes? Tengo fantasías con tu pelo…

– ¿En serio?

– En serio.

El príncipe la besó otra vez y ella se entregó a él mientras se preguntaba qué tipo de fantasías tendría con su pelo. Sólo era eso, pelo. Largo, ondulante y muy rojo.

Él la besó en la barbilla y descendió por su cuello. Era la primera vez que Kayleen sentía unos labios en esa parte del cuerpo y no estaba preparada para unas sensaciones tan eléctricas y directas. Pero después, Asad llevó una mano a su estómago y la empezó a acariciar de tal modo que casi la dejó sin respiración.

Kayleen cerró los ojos y deseó que le tocara los senos. Asad debió de adivinarle el pensamiento, porque apenas tardó un segundo.

La sensación era exquisita. Ella quería más, aunque no sabía cómo pedírselo.

El príncipe la distrajo con un beso en la oreja y un mordisco ligero que la estremeció. Estaba tan concentrada, en sus caricias que ni siquiera se había dado cuenta de que él le había desabrochado la parte delantera del vestido.

A pesar de la sensación de desnudez, no tuvo el menor deseo de taparse. Quería más. Quería sentir sus manos allí, sin otro obstáculo que la fina tela del sostén.

Y tuvo lo que quería. Asad la acarició muy suavemente, casi jugando, apenas rozándole la piel. Pasó por encima de sus pezones endurecidos y Kayleen gimió. No era un sonido al que estuviera acostumbrada, pero deseó volver a tener motivos para repetirlo.

Le acarició los dos senos y luego le desabrochó el sostén. Cuando volvió a tocarla, ya no había nada que lo alejara de su piel.

Era asombroso. Kayleen no sabía que su cuerpo fuera capaz de sentir cosas tan intensas. Quería más, mucho más. Más contacto, más desnudez, más besos, más de todo.

Pero justo entonces, Asad se detuvo y ella lo miró sin saber lo que sucedía, sin entender su actitud. El príncipe se levantó, se inclinó y la tomó en brazos. A continuación, cruzó el salón con ella y se dirigió al dormitorio.

Fue el momento más romántico de la vida de Kayleen. Mientras entraban en la oscuridad del dormitorio, supo que quería estar con él y hacer el amor. Su mente se había liberado de sus miedos y no deseaba otra cosa que entregarse al placer y al deseo. Pero todavía estaba algo nerviosa ante la perspectiva de quedarse desnuda, así que se alegró de que la luz fuera tan tenue que resultaba casi inexistente.

Asad la dejó de pie y la besó nuevamente. Después, le acarició los senos y jugueteó con sus pezones. Era maravilloso. Más que maravilloso. Y también desconcertante, porque Kayleen ya no estaba segura de las reacciones de su propio cuerpo. Estaba descubriendo un mundo completamente nuevo.

Cuando Asad se inclinó y le succionó uno de los pezones, ella soltó un grito ahogado y se aferró a él porque temió perder el equilibrio. Kayleen conocía los aspectos básicos del sexo, pero nunca habría imaginado que fuera tan placentero.

El príncipe pasó de un seno a otro, lamiéndola mordisqueándola, succionándola hasta que ella quiso gritar. Era excitante, asombroso, mágico.

Unos momentos después, Asad se dirigió a la cama y ella lo siguió con todo el entusiasmo del que era capaz. No se sintió incómoda cuando terminó de quitarle el vestido, ni cuando contempló su desnudez con la pasión que ardía en sus ojos.

– Te deseo -confesó-. Te deseo entera, Kayleen. Quiero tocarte, probarte, estar dentro de ti. Pero no puedo tomar lo que no se me ha ofrecido…

– Yo también te deseo, Asad.

– ¿Quieres hacerlo? -preguntó sin aliento.

– Sí. Quiero hacer el amor contigo. Quiero que me toques.

Asad se arrodilló ante ella y le quitó las medias y los zapatos. Luego, se desabrochó la camisa y los dos se tumbaron en la cama.

Kayleen contempló el vello de su fuerte pecho y quiso acariciarlo.

– Iré despacio -prometió él-. Si algo te asusta o te hace daño, dímelo y me detendré.

– Bueno, sé que sentiré dolor cuando… en fin, ya sabes.

La sonrisa de Asad desapareció.

– Sí, supongo que sí. Tal vez deberíamos dejarlo…

Ella sacudió la cabeza.

– No, Por favor. No quiero que lo dejemos.

– Me alegro, porque yo tampoco.

Asad tomó una de sus manos y la llevó a su entrepierna. Kayleen notó la dureza de su sexo.

– Mira lo que me haces -dijo él-. Esto es lo que tú contacto me provoca…