– Ve con Asad -le dijo su amiga-. Yo me quedaré con las niñas y me aseguraré de qué no les pase nada mientras tanto… Asad es un hombre justo, Kayleen. Escuchará lo que tengas que decir. Y por cierto… habla con total franqueza; siempre das lo mejor de ti cuando te apasionas.
Kayleen no entendió lo que Lina había querido decir con esa última afirmación, pero Asad se alejó del grupo y ella no tuvo más remedio que seguirlo.
Avanzaron por el pasillo y entraron en un aula vacía. Él cerró la puerta a sus espaldas, se cruzó de brazos y la miró con intensidad.
– Empiece por el principio -dijo-. ¿Qué ha pasado aquí?
Ella parpadeó. Hasta entonces no se había fijado bien en Asad y ni siquiera se había dado cuenta de que tenía que echar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos. Era un hombre alto, atractivo, de hombros anchos y cabello negro que la puso aún más nerviosa.
– Estaba dando clase cuando Pepper, que es la más pequeña de las tres, entró en el aula para decirme que un hombre malo se las quería llevar. Salí al pasillo y vi que el jefe de la tribu ya había agarrado a Dana y a Nadine… Cuando se fijó en Pepper, dejó a Dana en manos de uno de sus esbirros y tomó a la pequeña de la muñeca. Las chicas no dejaban de llorar y de forcejear. Luego tiró de ellas y gritó que se las iba a llevar al desierto.
Kayleen se detuvo un momento para respirar.
– Yo también empecé a gritar. Me interpuse entre él y las escaleras y supongo que lo ataqué… -confesó.
Estaba realmente avergonzada por su comportamiento. Día tras día se repetía que debía aceptar la vida tal como era y que sólo las oraciones y la paciencia podían cambiarla. Se lo repetía constantemente e intentaba creer en ello, pero realmente pensaba que una patada a tiempo era más útil.
Asad sonrió.
– ¿Me está diciendo que ha pegado a Tahir?
– Le di una patada.
– ¿Y qué pasó después?
– Sus hombres vinieron y me agarraron. No me gustó nada, pero al menos sirvió para que soltaran a las niñas y huyeran entre gritos… después aparecieron varios profesores más y se montó un buen lío.
– Comprendo.
– No puede permitir que se las lleve. No está bien. Han perdido a sus padres y se necesitan. Me necesitan -declaró.
– Usted sólo es su profesora -le recordó.
– Formalmente, sí. Pero vivo en el colegio, estoy con ellas, les leo cuentos todas las noches y tenemos una relación tan estrecha que ahora son parte de mi familia. Además, son tan jóvenes… Dana, la mayor, sólo tiene doce años; es brillante y divertida y quiere ser médico. Nadine tiene siete y es una chica afectuosa con mucho talento para la danza. Y en cuanto a Pepper, es tan pequeña que casi no se acuerda de su madre. Necesita a sus hermanas. Se necesitan.
– Pero vivirían en el mismo pueblo… -comentó Asad.
– Pero no en la misma casa. Además, ya ha oído a Tahir… ha dicho que las familias de su tribu están dispuestas a acogerlas. Sólo dispuestas. No les darán el amor ni los cuidados que necesitan; crecerán sin amigos, separadas… y quién sabe lo que ese hombre es capaz de hacerles.
– Nada en absoluto -afirmó el príncipe-. Me ha dado su palabra. Las protegerá. Y eso significa que cualquiera que intente algo contra ellas, lo pagará con la vida.
Kayleen se sintió un poco mejor al oír aquellas palabras, pero no era suficiente.
– ¿Y qué me dice de su educación? En el desierto no tendrán ninguna oportunidad… además, ni siquiera son de aquí. Su madre era de Estados Unidos.
– Y su padre, de El Deharia. Él también era huérfano y también se crió con la tribu de Tahir. El jefe es sincero cuando afirma que se las lleva porque quiere honrar su memoria.
– Claro. Y se convertirán en criadas.
– Me temo que es lo más probable -admitió Asad.
– Entonces no dejaré que se las lleve.
– No es usted quien tiene que decidirlo.
Kayleen tuvo que contenerse para no darle una patada. Amaba El Deharia. Era un país precioso y adoraba el azul casi imposible de sus cielos, la belleza del desierto y el carácter y la amabilidad de sus gentes. Pero en lo tocante a las relaciones entre hombres y mujeres, dejaba mucho que desear.
– En tal caso, intervenga en su favor -rogó ella-. ¿Tiene hijos, príncipe Asad?
– No.
– ¿Y hermanas?
– Cinco hermanos.
– Si tuviera una hermana, ¿le gustaría que se la llevaran y la convirtieran en criada? ¿Permitiría que lo separaran de alguno de sus hermanos?
– Le recuerdo que esas niñas no son hermanas suyas.
– Lo sé. Son más bien mis hijas… Su madre murió hace un año y su padre las trajo al colegio para que recibieran una educación. Cuando él se mató en un accidente de tráfico, entraron en el orfanato. Y desde entonces, yo soy quien se sienta con ellas todas las noches, quien procura que superen su dolor, quien las abraza cuando sufren pesadillas, quien las anima a comer y les promete que todo irá mejor.
La profesora se irguió tanto como se lo permitió su metro sesenta de altura, echó los hombros hacia atrás y continuó:
– Tahir le ha dado su palabra. Pues bien, yo empeñé mi palabra con el padre de las niñas y le aseguré que tendrían una vida decente. Si permite que se las lleve, mi palabra se quedará en nada… no significará nada. Estoy segura de que usted no puede ser tan cruel como para permitir que tres pequeñas que ya han perdido a sus padres, pierdan también todas sus esperanzas y todos sus sueños.
Asad pensó que aquel asunto le iba a provocar una buena jaqueca.
– Tahir es un jefe poderoso. Ofenderlo con un asunto tan trivial sería francamente estúpido -dijo.
– ¿Un asunto trivial? ¿Por qué? ¿Porque son niñas? ¿Es eso? ¿Insinúa que las cosas serían distintas si fueran niños?
– El sexo de los niños es irrelevante para el caso. Tahir ha dado su palabra en lo que él considera un asunto de honor. Rechazar su petición podría tener consecuencias políticas graves -respondió.
– Pero estamos hablando de la vida de tres niñas… ¿qué es la política comparado con eso?
La puerta del aula se abrió en ese momento. Era Lina.
– ¿Se ha llevado a las chicas? -preguntó la profesora.
– Por supuesto que no. Han vuelto a sus habitaciones mientras Tahir y sus hombres toman un té con el director -explicó la princesa, mirando a Asad-. ¿Qué has decidido?
– Que no volveré a permitir que entres en mi despacho sin cita previa.
Lina sonrió.
– Tú no te negarías nunca a recibirme, sobrino. Y yo tampoco a ti.
Asad contuvo un gemido. Era evidente que su tía ya había elegido bando, pero no le sorprendió en absoluto. Siempre había sido una mujer encantadora y de buen corazón, algo que él había agradecido sobremanera tras la muerte de su madre; pero ahora resultaba un inconveniente.
– Tahir es poderoso -alegó-. Sería absurdo que lo ofendiéramos por una cosa así.
Lina le sorprendió al decir:
– Estoy de acuerdo contigo.
– ¡No, princesa Lina! -exclamó Kayleen-. Tú conoces a esas niñas. Merecen algo mejor…
Lina le tocó el brazo.
– Lo merecen y lo tendrán -declaró-. Pero es cierto, Tahir no debe marcharse con la sensación de que hemos rechazado su generosa oferta. Kayleen, aunque no estés de acuerdo con lo que intenta hacer, sus motivos son puros. Créeme.
Kayleen no parecía nada convencida, pero asintió lentamente. Lina se giró hacia Asad.
– La única manera de que Tahir salve la cara en este asunto es que las niñas queden al cuidado de alguien más poderoso que él y que honre la memoria de su padre.
– Es cierto -dijo Asad-. ¿Pero quién…?
– Tú.
Asad miró a su tía con asombro.
– ¿Pretendes que cuide de tres niñas huérfanas?
– El palacio tiene cientos de habitaciones. ¿Qué importa que tres niñas ocupen una de las suites? Ni siquiera tendrías que ocuparte de ellas… simplemente estarían bajo tu protección. Y en el peor de los casos, distraerían un poco al rey.
Asad pensó que no era mala idea. Su padre estaba obsesionado con casarlo a él y a sus hermanos y la situación empezaba a ser insoportable, con idas y venidas constantes de jóvenes casaderas. Las niñas lo mantendrían ocupado.
El príncipe sabía que casarse y darle herederos era una de las obligaciones de su cargo, pero se resistía al compromiso; tal vez, porque pensaba que las emociones volvían débiles a los hombres: era lo que su padre le había dicho cuando la reina murió; Asad le preguntó por qué no lloraba el rey y él le explicó que mostrar los sentimientos no era propio de hombres. Asad había seguido el consejo. Y como no quería aceptar un matrimonio de compromiso, no le quedaba más remedio que enfrentarse al mal humor de un monarca empeñado en tener herederos.
– ¿Y quién cuidaría de las niñas? -preguntó-. No se pueden criar solas.
– Contrata a una niñera. Contrata a Kayleen -dijo Lina, encogiéndose de hombros-. Ya mantiene una buena relación con ellas. Se quieren mucho.
– Un momento… -intervino Kayleen-. Yo ya tengo un trabajo. Soy profesora del colegio.
Lina la miró.
– ¿Es o no es cierto que les diste tu palabra cuando les dijiste que las cosas mejorarían? Pues bien, ¿vas a romperla ahora? Además, seguirías siendo profesora; aunque sólo tendrías tres alumnas. Incluso es posible que te quedara tiempo libre para dar algunas clases aquí.
Asad no quería adoptar a tres niñas de las que no sabía nada. Había pensado muchas veces en tener una familia, pero como un proyecto de futuro, a largo plazo y con hijos en lugar de hijas. Sin embargo, la propuesta de Lina era admisible. Tahir no se opondría a que un príncipe se encargara de ellas. Y como había insinuado su tía, las pequeñas mantendrían ocupado a su padre y éste dejaría de molestarle con lo del matrimonio.
– La responsabilidad será exclusivamente tuya -dijo el príncipe, mirando a Kayleen-. Tendrás a tu disposición todo lo que necesites, pero quiero dejar bien claro que no tengo el menor interés por el día a día de las niñas.
– Aún no he dicho que esté de acuerdo…
– ¿No es usted quien se ha empeñado en que permanezcan juntas? -preguntó el príncipe.
– Es la solución perfecta -intervino Lina-. Piénsalo. Las niñas crecerían en un palacio y se les abriría un mundo nuevo… Dana podría estudiar en la mejor de las universidades. Nadine tendría los profesores de baile más competentes y la pequeña Pepper no estaría condenada a llorar sola todas las noches.
Kayleen se mordió el labio inferior.
– Suena bien -dijo, volviéndose hacia Asad-. Pero quiero que me dé su palabra de que no se convertirán en criadas ni las casarán con quien sea por motivos políticos.
– Su desconfianza me ofende -le advirtió.
– No lo conozco de nada -se defendió ella.
– Soy el príncipe Asad de El Deharia. Eso es todo lo que necesita saber.
Lina la miró.
– Asad es un buen hombre, Kayleen.
A Asad no le gustó que su tía se sintiera en la necesidad de defender su carácter y pensó que las mujeres no eran más que una molestia.
– Tienes que dar tu palabra de que serás un buen padre, de que cuidarás de ellas, de que las querrás y de que no las casarás con nadie de quien no estén enamoradas -continuó su tía.
– Seré un buen padre -dijo él-. Cuidaré de ellas y me encargaré de que las críen con todos los privilegios que merecen las hijas de un príncipe.
Kayleen frunció el ceño.
– Eso no es lo que he pedido -afirmó.
– Pero es lo que ofrezco.
Kayleen dudó.
– Debe prometer que no las condenará a un matrimonio de conveniencia.
Él asintió, molesto.
– Está bien. Podrán elegir a sus maridos.
– E irán a la universidad y no serán criadas.
– Ya he dicho que serán mis hijas, señorita James. Está poniendo a prueba mi paciencia.
Kayleen lo miró y declaró:
– No le tengo miedo.
– Ya me había dado cuenta. En cualquier caso, recuerde que usted será la única responsable del bienestar de las niñas -dijo antes de girarse hacia su tía-. ¿Ya hemos terminado aquí, Lina?
Lina sonrió y sus ojos brillaron de un modo tan misterioso que Asad pensó que se traía algo entre manos.
– No estoy segura, sobrino. En cierta forma, creo que este asunto acaba de empezar.
Capítulo 2
Kayleen nunca habría creído que su vida pudiera cambiar tanto y tan deprisa. Por la mañana se había despertado en su diminuta habitación del colegio, que tenía una ventana igualmente pequeña y vistas a un muro de ladrillo; pero ahora, seguía a la princesa Lina al interior de una suite enorme de un palacio que daba al Mar Arábigo.
– Debo de estar soñando. Las habitaciones son preciosas…
Se giró lentamente sobre sí misma y contempló los tres sofás, la mesa del comedor, la elegante decoración, los balcones que daban a la terraza y el mar al fondo.
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