– Cuando salí a pasear, descubrí que cerca hay unos establos -comentó a las niñas.
– ¿Con caballos? ¿Tienes caballos, Asad? -preguntó Dana.
– Los caballos nos encantan… -dijo Nadine.
– Y yo sé montar -intervino Pepper-. Me han dado clases de equitación.
– ¿En el colegio donde estabais? -preguntó Asad, extrañado.
– Un antiguo alumno nos donó unos caballos y el dinero necesario para mantenerlos -respondió Kayleen-. Muchos niños saben montar.
– ¿Usted también?
– Me temo que no -admitió-. Los caballos y yo no nos entendemos.
– Eso es porque los caballos no hablan -dijo Pepper-. Kayleen se cae un montón… intento no reírme porque sé que se hace daño, pero es gracioso.
– Sí, gracioso para ti -murmuró su profesora.
En ese instante se abrió la puerta principal de la suite y apareció un hombre alto y de cabello canoso.
– Ah, Asad, estás aquí. Y veo que cenando con tu familia…
Asad se levantó.
– Padre…
Kayleen se estremeció. Era su padre, el rey. Automáticamente, se levantó de la silla e indicó a las pequeñas que la imitaran.
– Padre, te presento a Kayleen, la niñera de mis hijas adoptivas. Señoritas… os presento a mi padre, el rey Mujtar.
Las niñas se quedaron boquiabiertas. Kayleen, en cambio, apretó los labios sin saber qué decir ni cómo comportarse. El rey asintió graciosamente.
– Me alegro mucho de conoceros. Bienvenidas al Palacio Real de El Deharia. Espero que viváis muchos años y que sean años felices y llenos de salud. Que estos fuertes muros os protejan siempre y os ofrezcan solaz.
– Gracias por su hospitalidad -acertó a decir Kayleen.
Todavía no podía creer que estuviera en presencia de un rey de verdad. Y por primera vez, entendió lo que significaba el título de príncipe; aunque ella no le diera demasiada importancia a su poder, era el heredero de un reino. \
El rey señaló la mesa.
– ¿Puedo?
Kayleen lo miró con los ojos como platos.
– Por supuesto, alteza. Por favor, siéntese. Pero me temo que no esperábamos su visita y la comida es poco… tradicional.
El rey se sentó y Asad les indicó que se acomodaran. Mujtar echó un vistazo a las distintas posibilidades y se sirvió unos macarrones.
– No los tomaba desde hace años…
– Los he elegido yo -dijo Pepper-. Es la pasta que más me gusta, y aquí la hacen muy bien… A veces, cuando estábamos en el colegio, Kayleen nos llevaba a la cocina y nos los preparaba. También estaban buenos.
– Vaya, así que a mi chef le ha salido una competidora… -comentó el rey
– No lo creo -dijo Kayleen-. La comida de su chef es magnífica. Disfrutar de ella es todo un honor…
Asad miró a su padre y dijo:
– Kayleen se aburría y no se le ocurrió mejor cosa que bajar a la cocina y ofrecerle su ayuda. Al chef no le gustó nada en absoluto.
Kayleen se ruborizó.
– Sí, se sintió insultado. Y cuando me marché, oí que se rompía algo… supongo que me lanzó algún objeto.
– ¿Fue la noche en que mi suflé llegó quemado? -preguntó el rey.
– Espero que no… -contestó ella.
El rey sonrió.
– Bueno, ¿y qué conversación he interrumpido?
– Estábamos hablando de caballos -respondió Nadine-. En el colegio aprendimos a montar.
– Caballos. Creo recordar que tenemos establos, ¿verdad? -preguntó el rey, mirando a su hijo.
– Mi padre está bromeando -explicó Asad a las niñas-. Los establos de Palacio son famosos en todo el mundo.
– ¿Y los caballos corren mucho? -preguntó Dana.
– Más de lo adecuado para una principiante.
Dana se frotó la nariz.
– Pero si nos dieran más clases de equitación, podríamos llegar a ser expertas…
– Exactamente -dijo Asad.
– Estoy de acuerdo. Todas las princesas deberían aprender a montar. Hablaré con el encargado de las cuadras para que les dé lecciones -dijo el rey, mirando a Kayleen-. A todas.
– Gracias -murmuró ella.
– No parece muy entusiasmada -le susurró Asad.
– Es que Pepper no bromeaba al decir que me caigo. Me pasa constantemente…
– Entonces, debería recibir clases personales.
Kayleen lo miró a los ojos y se sintió perdida en la mirada. Era como si tuviera un campo de energía que la atrajera. Tuvo la extraña sensación de que el príncipe la iba a tocar y de que a ella le iba a gustar.
– Montar es una forma divertida de hacer ejercicio -observó el rey.
– ¿Eso se lo han preguntado a los caballos?
Kayleen lo dijo sin pensar, una fea costumbre que ya le había causado muchos problemas en el convento. Pero tras un instante de silencio, el rey rompió a reír.
– Muy bien… excelente. Esta mujer me gusta, Asad. Debe quedarse aquí.
– Estoy de acuerdo -afirmó Asad, sin dejar de mirarla-. Debe quedarse y se quedará.
Kayleen no estaba tan segura; tenía sus propios proyectos y todavía quería marcharse de El Deharia en unos meses. Pero Asad, así como la promesa que le había hecho a las niñas, complicaban las cosas.
Capítulo 4
Cuando terminaron de cenar y el rey se marchó, Kayleen envió a las niñas a su habitación y ella se quedó charlando con Asad.
– Hay un par de cosas que necesito que hablemos -comentó cuando ya estaban solos.
– Con usted siempre hay algo de lo que hablar.
Ella no supo lo que quería decir, así que hizo caso omiso del comentario.
– Sólo quedan seis semanas para las navidades y deberíamos empezar a planearlas. No sé si en Palacio se tiene la costumbre de festejar esas fiestas, pero van a ser las primeras navidades de las niñas sin sus padres y tenemos que hacer algo.
Asad la miró durante unos segundos.
– El Deharia es un país de mentalidad abierta, que acepta todo tipo de confesiones religiosas. Si desea hacer una fiesta en la suite, estoy seguro de que nadie pondrá la menor objeción -afirmó.
– No, me gustaría algo más que eso… Es importante que usted también participe.
– ¿Yo? No, no es posible.
– Usted siempre ha tenido familia, Asad. Tiene a sus hermanos, a su tía, a su padre… pero esas niñas no tienen a nadie. Serán unas fiestas tristes para ellas. Se sentirán más solas que nunca.
Kayleen hablaba por experiencia. Aún recordaba el horror de despertarse en Navidad y sentir la angustia en su pecho. Por muchos regalos que le hicieran en el orfanato y por muy buenas que fueran las monjas con ella, no tenía una familia.
Ni siquiera había podido consolarse con la posibilidad de que alguna pareja maravillosa decidiera adoptarla. Eso era imposible porque tenía muchos familiares vivos; lo malo del asunto era que ninguno la quería a su lado.
– Necesitan sentirse seguras, queridas -insistió.
– Lo comprendo. Pero es su obligación; encárguese de ello…
– También es obligación suya. Es su padre adoptivo.
– Yo sólo soy un hombre que ha permitido que vivan aquí. Kayleen, esas niñas son responsabilidad suya, no mía. Recuérdelo en lo sucesivo.
– No lo entiendo, Asad. Se ha portado tan bien con ellas durante la cena… ¿quiere decir que fingía, que en realidad no le importan?
– Es simplemente compasión y sentido del honor. Suficiente para el caso.
– No es suficiente y no lo será nunca. Hablamos de niñas pequeñas, Asad, de niñas que están solas y tristes. Merecen mucho más. Merecen que las quieran.
Kayleen ya no estaba hablando solamente de las niñas; también se refería a sí misma. Pero con la diferencia de que ella había renunciado a ese sueño.
– Entonces tendrán que encontrar ese amor en usted.
Kayleen sintió un nudo en la garganta.
– ¿Está diciendo que no tiene intención de quererlas?
– Honraré mis responsabilidades. Y para conseguirlo, necesito ser fuerte -respondió el príncipe-. Las emociones son una debilidad. Usted es mujer y no espero que lo comprenda… yo cuidaré de las necesidades materiales de las niñas; y usted, de sus corazones.
– Es lo más absurdo que he oído en mi vida. El amor no es una debilidad -declaró con vehemencia-; es fuerza, es poder. La capacidad de dar permite ser más, no menos.
Asad sonrió.
– La pasión con la que habla demuestra que esas niñas le importan de verdad. Excelente.
– ¿Le parece excelente que yo tenga emociones y no se lo parece en su caso? ¿Por qué? ¿Por qué usted es un hombre?
– No, porque soy más que un hombre. Soy un príncipe, y como tal, responsable de un sinfín de personas. Tengo la obligación de ser fuerte y de no desfallecer por culpa de algo tan cambiante como los sentimientos.
– Pero sin compasión no se puede tener buen juicio -espetó-. Sin sentimientos, un ser humano sólo sería una máquina. Un buen gobernante debe conocer las emociones de su gente.
– No lo entiende…
– Y usted no habla en serio.
Asad la tomó del brazo y caminó con ella hacia la salida.
– Le aseguro que hablo muy en serio. Celebre las navidades como desee. Tiene mi permiso.
Cuando el príncipe desapareció en el pasillo exterior, Kayleen murmuró:
– ¿También tengo su permiso para clavar su cabeza en una pica?
La actitud de Asad le había parecido increíble. Creía que los sentimientos eran inadmisibles en los hombres y en los príncipes, pero normales en una mujer.
– Nada de eso -se dijo mientras caminaba hacia su dormitorio-. Aquí hay alguien que tiene que cambiar. Y no soy yo.
A la mañana siguiente, Kayleen estaba tan inquieta que iba de un lado para otro del salón.
– Tiene ideas de hace doscientos años -protestó-. Piensa que tiene que estar a cargo de todo porque es un hombre. ¿Y qué somos nosotras, Lina? ¿Simples muebles? Estoy tan enfadada que me gustaría encerrarlo en una de sus mazmorras… soy una mujer inteligente, capaz, con corazón. ¿Por qué desprecia las emociones si son lo que nos hace humanos? Cuanto más conozco el mundo, más extraño el convento.
– Es curioso que digas eso, porque sospecho que la intensidad y la pasión que dedicas a este asunto es precisamente el motivo por el que nunca podrías ser monja.
– Sí, eso me decían, que soy demasiado apasionada e independiente. Pero cuando veo algo injusto, no soy capaz de pararme a pensar; tengo que actuar.
– Claro. Como hiciste con Tahir.
– Exacto -se defendió.
– La vida no se atiene siempre a nuestros deseos -le recordó Lina-. Debes aprender a tener paciencia.
– Ya lo sé. No debo actuar de forma impulsiva…
Kayleen lo sabía de sobra. Se lo habían repetido miles y miles de veces.
– Exactamente. Las opiniones de Asad son producto del mundo en el que ha crecido. El rey ha enseñado a sus hijos que las emociones son malas y que sólo deben pensar de forma lógica… mi hermano es así Cuando su esposa murió, eligió no demostrar sus sentimientos delante de ellos. Pensaba que sería lo mejor pero yo creo que se equivocó.
– Y Asad ha resultado ser un buen pupilo… ahora lo entiendo -dijo Kayleen-. Pero no es estúpido ¿Cómo es posible que se dé cuenta de su error?
– Lo formaron para un propósito específico, que precisamente consiste en una vida de servicio a los demás, pero desde el poder y el distanciamiento. Sus hermanos son igual que él. Hombres fuertes y decididos que no ven nada interesante en el amor. No me extraña que sigan solteros.
Lina dio una palmadita en el sofá. Kayleen se sentó a su lado.
– Pero el amor es un don… Y es importante que quiera a las niñas. Lo necesitan. Lo merecen. Asad sería más feliz y hasta mejor hombre si lo hiciera. Además, yo no voy a estar siempre.
Su amiga frunció el ceño.
– ¿Es que te marchas?
– Dentro de unos meses cumplo veinticinco años y tenía intención de marcharme, sí.
– Pero ahora tienes a las niñas…
– Lo sé. Pero se acostumbrarán a vivir en Palacio, ya lo verás. Y Asad puede contratar a otra persona para que cuide de ellas.
– Me sorprenden tus palabras, Kayleen -admitió Lina-. Cuando pediste a Asad que adoptara a las niñas, pensé que eras consciente de que habías asumido una responsabilidad. Esto no es propio de ti. Es huir del mundo…
– El mundo no siempre es un lugar divertido. Quiero volver al lugar al que pertenezco y dar clases -confesó.
Kayleen había llegado a un acuerdo con la madre superiora del convento: permanecería lejos de allí hasta los veinticinco años y luego podría volver si lo deseaba.
– Aquí también puedes ser madre -dijo Lina.
– No del todo. Sería una especie de juego… cuando las niñas sean mayores, Asad ya no me necesitará. Y si él no quiere mantener una relación estrecha con ellas, hasta podría llevármelas cuando me marche.
– Supongo que mi sobrino no conoce tus planes…
– No, no le he dicho nada.
– ¿Y cuándo se lo vas a decir?
– Pronto. Además, no creo que me vaya a echar de menos.
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