Kayleen no conocía la sensación de que la echaran de menos, y deseaba conocerla.

– Las cosas cambian -aseguró Lina-. Y tienes una responsabilidad con esas chicas.

– Lo sé.

– ¿Serías capaz de dejarlas así como así?

Kayleen sacudió la cabeza.

– Sé que no será fácil. He llegado a pensar en quedarme, pero…

En realidad no sabía qué hacer. Dudaba entre su responsabilidad con las tres pequeñas y sus sueños de volver al convento. Su instinto le decía que debía hablar con Asad, pero pensaba que no tenía sentido; el príncipe ya le había demostrado que no escuchaba a su corazón.

– ¿Podemos dejar este asunto para otro momento? -continuó-. Me empieza a doler la cabeza.

Lina sonrió lentamente.

– Está bien, cambiemos de tema -dijo-. ¿Sabes una cosa? Hassan va a venir.

Kayleen miró a su amiga.

– ¿Él rey de Bahania? ¿El hombre del que hablas todo el tiempo?

– Yo tampoco me lo puedo creer… Estábamos hablando por teléfono, dijo que mi risa le gustaba y ahora va a venir.

– Oh, Lina, eso es maravilloso. Llevas años encerrada en este palacio… me alegro mucho, de verdad.

– Pues yo tengo miedo -le confesó-. Pensaba que mi vida estaba totalmente planificada, que me dedicaría a trabajar y a ayudar a mi hermano con sus hijos. Pero de repente aparece un hombre que me ofrece algo que yo creía perdido… No sé, tal vez sea demasiado vieja para eso.

– Nunca se es viejo para eso. El corazón no tiene edad -declaró Kayleen con entusiasmo-. O por lo menos no lo tiene en las películas románticas…

– Ojalá sea verdad. Me casé muy joven y estaba muy enamorada, pero luego murió mi esposo y pensé que no volvería a amar. Además, soy la hermana del rey y eso no facilita las relaciones personales -comentó-. Al cabo de un tiempo dejé de pensar en ello… y ahora aparece Hassan y vuelvo a sentirme viva.

Lina tomó a Kayleen de la mano y añadió:

– Espero que tú también lo sientas algún día. Por lo menos, yo estuve enamorada de joven; pero tú, en cambio…

– No tengo talento con los hombres, Lina.

– Porque no lo intentas. ¿Con cuántas personas saliste antes de rendirte? ¿Con cinco? ¿Con seis quizás?

Kayleen carraspeó y apartó la mano.

– Con una y media.

– Eres demasiado joven para encerrarte en un convento.

– ¿Por qué? ¿Crees que voy a conocer a muchos hombres en Palacio?

– A unos cuantos, a más de los que imaginas. En Palacio hay muchos hombres interesantes.

– No sé qué decir. Trabajo para Asad y soy la niñera de sus hijas…

– ¿Crees que le molestaría que salieras con alguien?

– No, supongo que no.

– Entonces, piensa en lo que te he dicho. ¿No te parece que enamorarse sería maravilloso?


Asad alzó la mirada cuando su hermano Qadir entró en el despacho.

– Tendré que hablar con Neil para que impida la entrada a cualquiera que no tenga cita previa.

Qadir hizo caso omiso.

– Acabo de volver de París y la ciudad sigue tan bella como las mujeres. Deberías haber venido conmigo. Llevas demasiado tiempo trabajando.

Asad pensó que su verdadero problema era otro. Hacía dos noches que no dormía. Cada vez que cerraba los ojos, le asaltaban imágenes eróticas cuya protagonista era Kayleen. Una situación ciertamente imposible, puesto que no solamente era la niñera de sus hijas sino también, virgen.

– Tienes razón, hermano -dijo mientras se levantaba para saludarlo-. Debí haberte acompañado. Se han producido algunos cambios desde que te marchaste.

Qadir se sentó en una esquina de la mesa.

– Sí, ya lo he oído. ¿Tres hijas? ¿En qué estabas pensando?

– Me encontré con un problema grave y ésa era la mejor forma de solucionarlo.

– No me lo puedo creer. Seguro que había otra forma.

– No, ninguna.

Qadir sacudió la cabeza.

– Mira que criar niños que no son tuyos… pero bueno, por lo menos son chicas.

– Sí, y también está la ventaja añadida de que nuestro padre ha cambiado de actitud conmigo. Como ahora piensa que estoy ocupado con la crianza de las pequeñas, ha dejado de molestar con lo de que me busque una esposa.

– Qué suerte tienes…

– Desde luego que sí. Hasta es posible que ahora se centré en ti.

– Ya ha empezado a hacerlo -gruñó Qadir-. Dentro de unas semanas va a dar una fiesta y ha organizado una especie de desfile de candidatas posibles, como si fueran simple ganado.

Asad sonrió.

– Sospecho que no podré asistir, hermano. Tengo que cuidar de mi familia.


Cuando Asad llegó a la entrada de su suite, vio que las tres niñas estaban acurrucadas junto a la puerta. Llevaban botas y ropa de montar.

– ¡Tienes que ayudarnos! -exclamó Dana.

– ¡Es terrible! ¡Por favor! -rogó Nadine.

Pepper se limitó a gritar.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó él.

– Salimos a montar -respondió Dana, mirándolo con sus grandes ojos azules-. Fuimos más lejos de lo que debíamos, pero nos encontrábamos bien y sólo íbamos a volver un poco más tarde. Sin embargo, Kayleen se preocupó y salió a buscarnos a pesar de que nos acompañaba un mozo de cuadra. Y todavía no ha vuelto…

Pepper le pegó un tirón de la chaqueta.

– No es buena amazona -dijo la pequeña-. Se cae mucho y tenemos miedo de que le haya pasado algo.

Asad pensó que era una pena que su país hubiera renunciado a ciertas costumbres, porque el empleado que había permitido que Kayleen se marchara sola merecía unos cuantos azotes. Pero también pensó que desierto no era un lugar ni amable ni apropiado para una mujer sola.

Las niñas se apretaron contra él como buscando un poco de ánimo. Asad no tenía tiempo para eso, pero les dio unas palmaditas en lugar de quitárselas de encima.

– No os preocupéis -les dijo-. Encontraré a Kayleen y os la traeré sana y salva.

– ¿Lo prometes? -preguntó Pepper.

El príncipe se puso de cuclillas para poder mirarla a los ojos.

– Soy el príncipe Asad de El Deharia. Mi palabra es la ley.

– ¿Lo prometes? -repitió.

– Lo prometo…

Diez minutos después, las niñas estaban al cuidado de Lina y él se subía a uno de los todoterrenos que había en el garaje. El desierto era un lugar inmenso y Kayleen podía estar teóricamente en cualquier sitio, pero sabía que no se habría salido del camino y que no habría llegado muy lejos.

Lo único que le preocupaba de verdad era que hubiera sufrido un accidente.

Encontró el camino enseguida, porque lo conocía desde pequeño. Giró a la izquierda, calculó hasta dónde habría llegado Kayleen y aceleró. Quince kilómetros más adelante había un puesto de avanzada permanente de una de las tribus locales, de modo que era imposible que pasara de largo si seguía adelante.

Bajó un poco la velocidad y se dedicó a mirar a su alrededor con detenimiento, pero no vio nada raro hasta que llegó al puesto. Varios hombres se arremolinaban alrededor de una mujer de pelo rojo que estaba de pie junto a un caballo y hacía gestos de desesperación.

Detuvo el todoterreno, sacó el teléfono móvil y llamo a su tía para informarle de que había encontrado a la profesora y de que estaba bien.

– ¿Volveréis de inmediato? -preguntó Lina.

– Hum, creo que será mejor que nos quedemos a cenar.

– Muy bien, entonces me encargaré de que las niñas se vayan a la cama. Gracias por llamarme.

El príncipe cortó la comunicación, salió del vehículo y caminó hacia la gente.

Cuando Kayleen lo reconoció, salió corriendo hacia él y se arrojó a sus brazos, temblando.

– Menos mal que has venido… -dijo, tuteándolo por primera vez-. No sé dónde están las niñas, no puedo encontrarlas. Tardaban mucho en volver y me preocupé, así que ensillé un caballo y salí a buscarlas. Llegué aquí hace un rato, pero nadie habla mi idioma y no entiendo lo que me dicen. ¿Qué les habrá pasado? Si han sufrido un accidente, no me lo podré perdonar…

Asad pensó que estaba desesperada, asustada y sorprendentemente bella. Sus ojos avellanados se habían oscurecido por la emoción y sus mejillas mostraban un rubor intenso. Impulsivamente, se inclinó sobre ella y la besó con suavidad.

– Están bien -dijo-. Han vuelto al palacio y se encuentran perfectamente. La única persona que se ha perdido eres tú…

– ¿Cómo? ¿Están en Palacio?

– Sí, pero se sienten muy culpables por haber causado este lío. Son buenas amazonas, Kayleen; además, iban acompañadas de alguien que conoce el territorio… ¿por qué te has sentido en la obligación de salir a buscarlas?

– No lo sé. Me preocupe y decidí actuar.

– por un impulso, claro.

Ella bajó la mirada.

– Sí, bueno, supongo que es mi problema de siempre…

– Eso parece.

Al ver que la gente se acercaba, ella retrocedió un poco y él la dejó ir, pero a regañadientes. Deseaba besarla otra vez. Deseaba quitarle su espantosa ropa y acariciar su piel. Pero en lugar de eso, se apartó y saludó a Sharif, el jefe del poblado.

– ¿Es su mujer? -preguntó Sharif.

Kayleen miró al recién llegado.

– Pero si habla mi idioma… ¿Ha fingido que no me entendía?

– No te conocen de nada -explicó Asad-. Se han limitado a actuar con cautela.

– ¿Y qué hay de la famosa hospitalidad del desierto? ¿No se supone que la tradición obliga a dar alojamiento a las personas que se pierden?

– ¿Les has pedido alojamiento? -ironizó él.

– No, claro que no, sólo quería saber dónde estaban las niñas. Les he preguntado, pero hacían como si no me entendieran…

Asad miró a Sharif y dijo:

– Sí, es mía.

– Entonces, les doy la bienvenida. ¿Se quedarán a cenar con nosotros?

– Será un honor…

– Haré los preparativos necesarios.

– ¿Los preparativos? -preguntó Kayleen-. ¿Qué preparativos? ¿Y qué es eso de que yo soy tu mujer? Soy tu niñera… eso es muy distinto.

Asad la tomó del codo y la llevó hacia el todoterreno.

– Si piensan que me perteneces, las cosas serán más sencillas. De lo contrario, serías una mujer libre y cualquiera de los hombres presentes podría reclamar su derecho sobre ti. En este país eres muy exótica. Sería una tentación excesiva para ellos.

Kayleen no supo qué decir. Nunca habría imaginado que podía interesar a varios hombres a la vez, y mucho menos, que la consideraran exótica. Pero supuso que sería por su cabello. Su pelo era tan rojo que le llamaba la atención a todo el mundo.

– No te preocupes, ahora piensan que eres mía y estás a salvo -continuó él.

Ella se estremeció un poco, pero no de frío. Todavía podía sentir la huella del cálido e inesperado beso de Asad. El príncipe le había dado una buena sorpresa. Una sorpresa realmente agradable.

– Nos quedaremos a cenar -dijo Asad.

– Eso ya lo he entendido.

– No teníamos más remedio. Es lo más educado en estas circunstancias.

– No me importa. He descubierto que el desierto me gusta, aunque habría preferido que no fingieran desconocer mi idioma.

– Son gente muy suya. Has aparecido de repente y te has puesto a balbucear algo sobre unas niñas perdidas. Es lógico que desconfiaran.

– No he balbuceado.

Asad arqueó una ceja.

– Bueno, no demasiado -puntualizó ella-. Estaba asustada. Pensaba que las niñas se habían perdido…

– Y decidiste salir a buscarlas sin llevar equipo adecuado para el desierto.

– Alguien tenía que hacerlo.

– Deberías habérselo pedido a uno de los empleados o haberme llamado a mí.

– Tienes razón, pero no lo pensé -admitió.

– Bueno, si vuelve a suceder, llámame.

– Pero espera un momento… ahora que lo pienso, a ti te podría decir lo mismo. ¿Por qué has venido personalmente en lugar de encargárselo a alguien?

– Porque las niñas estaban muy asustadas y me ha parecido la mejor forma de tranquilizarlas.

– Es decir, que te has dejado llevar por un impulso.

– ¿Te burlas de mí?

– Quizás.

– Eso puede ser peligroso.

– No tengo miedo.

Algo brilló en los ojos de Asad, algo oscuro y primitivo que aceleró el corazón de Kayleen. Durante un momento no supo si huir o arrojarse a sus brazos, así que se quedó donde estaba.

– Bueno, ¿y qué crees que nos darán de cenar?

Las mujeres del pueblo prepararon un estofado de verduras y un pan que olía tan bien que la boca se le hizo agua a Kayleen. Hizo lo posible por ser simpática e intentó ayudarlas tanto como se lo permitieron.

Zarina, la hija mayor de Sharif, era la única que podía comunicarse con ella en inglés.

– ¿Tan rara os parezco? -preguntó Kayleen mientras echaba un vistazo al estofado.

– Eres diferente… no te pareces nada a las mujeres de la ciudad ni de los países cercanos. Y no conoces nuestras costumbres.

– Pero puedo aprender.

Zarina, una preciosidad de cabello oscuro y sonrisa radiante, rió.