Capítulo 7

MARTES por la noche o miércoles de madrugada. No importa. Lo único que importa es que he sido una estúpida. Robert es un buen conductor y podría haber vuelto a Londres a pesar de la lluvia, pero yo he tenido que ponerme melodramática. Y ahora está durmiendo a un metro de mí. Casi puedo tocarlo…

Y, además, todo el mundo sabrá que hemos pasado la noche juntos.


Daisy escuchaba el sonido de la ducha y no podía dejar de imaginar a Robert desnudo, el agua cayendo por su piel, por sus muslos…

Desesperada, tomó el teléfono. Tenía que hablar con alguien, encontrar alguna distracción, la que fuera…

– Hola, Daisy -la voz de George Latimer la tranquilizó a medias-. ¿Cómo va todo?

– Hace frío y no deja de llover, pero qué se le va a hacer.

– ¿Ningún problema entonces? ¿Ningún problema? ¡Ja!

– En realidad, no es exactamente un problema -murmuró ella, dando un ejemplo del proverbial tacto británico.

– Pues si no es un problema, cuéntame exactamente qué te pasa.

¿Qué tal si le dijera que Robert Furneval estaba en su cuarto de baño, desnudo, y que después iban a pasar la noche juntos?

– Pues verás, George, me parece que he encontrado una pieza muy especial…

– Esas cosas hay que mirarlas con lupa, Daisy. Es fácil dejarse llevar por la emoción -dijo George cuando ella le habló sobre el plato Kakiemon. ¿Dejarse llevar por la emoción? Ella era la última persona en el mundo que se dejaba llevar por la emoción, pensaba. Si lo fuera, en ese momento estaría en la ducha con Robert-. Los objetos de auténtico valor son más raros de lo que parece -la voz de George la devolvió a la realidad.

– Pero podría ser auténtico -insistió ella. A veces se habían encontrado platos antiquísimos que un propietario despistado usaba para dar de comer a los perros.

– Es cierto. Pero no dejes que tu deseo de gloria nuble tu sentido común.

– ¿Crees que debería olvidarme del asunto?

– Me temo que sí, Daisy. Eres una profesional, no una buscadora de saldos.

– ¿Y si tengo razón?

– ¿Para qué me llamas? No puedo autentificar una pieza de porcelana china por teléfono. Usa tu buen juicio.

Daisy no quería su opinión sobre la autenticidad del plato. Ese no era su dilema. Sabía lo que había visto.

– ¿Crees que debo decírselo a la casa de subastas?

– Podrías hacerlo -dijo George.

– Pero no me lo aconsejas.

– Si tienes razón, se sentirán como unos idiotas. Y si te equivocas, se reirán de ti. A costa de la galería Latimer.

– Pero, ¿y el vendedor?

– Tú eres una compradora de antigüedades, Daisy. Si los subasteros no han encontrado nada interesante, es su problema.

– Lo sé, pero…

– El barón Warbury ha heredado el talento de su familia para tirar el dinero, de modo que lo que saque de la subasta irá a parar donde siempre, al casino -la interrumpió George-. ¿Los objetos que habíamos seleccionado están en buenas condiciones?

Después de discutir sobre el asunto durante unos minutos más, se despidieron y Daisy se dio cuenta de que había conseguido lo que quería. Dejar de pensar en Robert. Pero la negativa de George la había hecho sentir inmadura y poco profesional.

Daisy se quitó la toalla del pelo. Compraría el plato de porcelana, dijera George lo que dijera. Si cometía un error, lo vendería por el mismo precio y si el plato era genuino… nadie se enfadaría y ella habría encontrado un tesoro.

Estaba en ropa interior, pintándose los labios cuando oyó que la puerta del baño se abría.

– ¿Estás decente?

Desde luego que no, pensaba Daisy. Había pensado estar vestida de pies a cabeza y preparada para bajar a cenar cuando Robert saliera del baño, pero él se habría reído de su timidez y, después de la discusión con George, no tenía ganas de volver a poner en tela de juicio su madurez.

– Comparada con mi reciente aparición en el vestíbulo, diría que probablemente estoy más que decente -dijo por fin, volviendo la cabeza. Robert estaba apoyado en la puerta, con una toalla alrededor de la cintura y… nada más. Ni siquiera una sonrisa. Tenía el pelo mojado y un resto de espuma de afeitar en la barbilla que daba a su presencia en la habitación una intimidad turbadora. Hacía mucho tiempo que no veía a Robert sin camisa y se dio cuenta de que el tiempo lo había mejorado. Su torso era más fuerte y estaba cubierto de un suave vello oscuro. Sus hombros eran más anchos y sus brazos fibrosos. Daisy se quedó boquiabierta-. ¿Qué pasa? -preguntó, cuando pudo encontrar la voz.

– No se me había ocurrido pensar que usarías ropa interior negra.

– ¿No? -intentó sonreír ella-. Pues mira, a mí nunca se me ha ocurrido pensar cómo es tu ropa interior.

Pero sí lo había pensado. Lo imaginaba en calzoncillos cortos, o esos ajustados de Calvin Klein que no dejan nada a la imaginación. Lo había imaginado con todos los modelos posibles.

Daisy se dio la vuelta para terminar de pintarse los labios y después se dirigió al armario. Sabía que Robert la estaba mirando y tuvo que hacer un esfuerzo para no temblar mientras se ponía la falda.

Era muy corta. Demasiado corta. Daisy se puso la chaqueta a toda prisa, pero seguía sintiéndose incómoda y decidió tomarse la copa de coñac de un trago para darse valor.

Robert abrió la bolsa de viaje que había sobre su cama y sacó una camisa burdeos, una corbata… Daisy contuvo el aliento, mirándolo de reojo. Sus calzoncillos eran de color blanco, pequeños.

Con su ropa en la mano, Robert entró en el baño y cerró la puerta.


A solas, Robert tuvo que ahogar un gemido. Debía de haber estado ciego. O loco. O las dos cosas.

¿Qué había estado haciendo él mientras Daisy crecía? ¿Por qué no había notado cuánto había cambiado?

Quizá no había querido verlo.

Por un lado, estaba la simpática Daisy, su amiga, a la que había ido a rescatar de los brazos de un indeseable. La chica que siempre comía con él cuando estaba triste, la que se sentaba a la orilla del río, la que nunca se tomaba en serio a sí misma. Pero, aparentemente, había otra Daisy.

Elegante, distante y sexy como un pecado. La mujer que estaba frente al espejo pintándose los labios sabía exactamente lo que estaba haciendo. Era una mujer con una piel preciosa, una cintura estrecha y pechos pequeños pero altos que, por primera vez, no estaban escondidos bajo metros y metros de tela sino claramente definidos debajo de un encaje negro casi transparente.

Era una mujer con un amante secreto, que no necesitaba que nadie la protegiera de nada.

Le temblaban las manos mientras se vestía. No debería estar allí. Pero había cedido su habitación y, a menos que estuviera preparado para volver a Londres bajo una lluvia torrencial, tendría que quedarse. Aunque quizá la lluvia era más segura, pensaba.

Un relámpago, seguido de un trueno que hizo retumbar la ventana emplomada del baño le hizo reconsiderar la idea.

Hasta entonces, Robert nunca había tenido que pensar de qué hablaría con Daisy. La conversación siempre surgía de forma natural. Pero, en aquel momento, no se le ocurría nada. ¿Cómo podrían hablar de cosas triviales si su mente no dejaba de dar vueltas sobre aquella nueva Daisy?

La boda, pensó, desesperado. Podrían hablar de la boda. Oh, no, de eso no. No quería hablar sobre algo que él no podría tener nunca. Lo que hasta aquel momento, nunca había querido.

Tenía que encontrar un tema de conversación que fuera neutral, se decía. Respirando profundamente para darse valor, Robert salió del cuarto de baño.

– Si voy a ir a la subasta mañana, tendrás que educarme -dijo, poniéndose la chaqueta-. No quiero salir de allí mañana con un loro disecado bajo el brazo.

– ¿No dices que ya has estado en una subasta? -rió Daisy, abriendo la puerta.

– Sí. Pero tenía siete años y mi padre me obligó a ir con él.

– ¿Tu padre? -dijo ella, sorprendida-. ¿También era coleccionista? Tu madre nunca me ha hablado sobre él.

– Es historiador. Historia social en concreto. Ya sabes, de los que meten las narices en la vida de familias que han vivido en el mismo sitio durante generaciones.

– Ah, no lo sabía -murmuró Daisy. Robert nunca había mencionado a su padre y la sorprendía que lo hiciera en aquel momento-. ¿Y qué hacía en una subasta?

– Había ido a comprarle un regalo a mi madre.

– ¿Y te aburriste?

– No -contestó él. Con tal de tener a su padre para él durante todo un día, la subasta había merecido la pena-. Además, me invitó a comer y me dejó beber un poquito de vino.

Además de tontear con todas las camareras, recordó entonces Robert con amargura.

– ¿Lo ves a menudo?

– Solo cuando le van mal las cosas. Entonces me llama e intenta persuadirme de que interceda por él frente a mi madre.

– ¿Y lo haces?

– ¿Para qué? Mi padre nunca ha sido capaz de interesarse por una sola mujer. Si tanto le importase lo intentaría él mismo -contestó Robert, volviéndose hacia Daisy cuando estaban a punto de llegar al vestíbulo. ¿Era su imaginación o parecía más alta? Cuando miró hacia abajo, vio que no se había equivocado. Ella se había puesto unos tacones altísimos.

Daisy, que solía llevar vaqueros y zapatos planos. Daisy, que se sujetaba el pelo con gomas. Al menos cuando estaba con él.

– ¿Qué ha pasado con las botas?

– Se están secando -contestó ella, mirando sus preciosos zapatos-. George dice que sirven para distraer a la competencia.

– Pues funciona.

– Oh, esto no es nada -rió Daisy-. Espera a que cruce las piernas. He estado practicando frente al espejo.

Robert se obligó a sí mismo a sonreír.

– ¿Estás decidida a causar una avalancha esta noche?

– No estaría mal. Si todos esos estirados creen que soy una rubia tonta, mañana no me prestarán atención.

– ¿No quieres que te tomen en serio?

– Mañana, no -contestó ella-. Estoy interesada en un objeto muy especial y lo conseguiré con un poco de suerte y… con tu ayuda.

– ¿Con mi ayuda?

– Sí… tú conoces muchas chicas. ¿Cómo se comporta una rubia tonta?

– ¿Estás sugiriendo que me gustan las tontas?

– ¿Diría yo eso? -sonrió Daisy, parpadeando inocentemente-. Janine era bastante lista.

– ¿Solo bastante lista?

– Lo suficiente como para plantarte antes de que lo hicieras tú. Pero si hubiera sido realmente inteligente, en este momento estaría planeando su propia boda. ¿No crees?

– Eres un pato muy observador -dijo él, irónico.

– Esta noche soy un pato rubio sin nada en la cabeza, recuérdalo -siguió ella la broma, mientras entraban en el comedor-. ¿Crees que llamaremos la atención sí pedimos champán? Las rubias tontas siempre piden champán.

– Estás cansada y hambrienta. Se te subirá a la cabeza, Daisy.

– ¿En serio? -preguntó ella, poniendo cara de ingenua.

¿Era así como coqueteaba con su amante?, se preguntaba Robert, sintiéndose enfermo de celos. ¿Era a él a quien había llamado por teléfono unos minutos antes? ¿Lo habría hecho para avisarlo de que no podían dormir juntos?

Daisy se sobresaltó al ver un brillo de furia en los ojos del hombre, pero antes de que pudiera decir nada, apareció el camarero y los acompañó hasta una mesa.

– ¿Quiere la lista de vinos, señor?

– No. Traiga una botella de champán, Bollinger si es posible -dijo Robert, mirando el menú-. Tomaremos pastel de setas y trucha a la plancha.

– Perdona, pero prefiero elegir mi propia cena -dijo Daisy cuando el camarero desapareció.

– Eres una rubia tonta, ¿recuerdas? A las rubias tontas les gusta que elijan por ellas. Créeme.

– Te creo -murmuró ella, poniéndose colorada.

– Y no se ponen coloradas -añadió él, disfrutando cuando el rojo de las mejillas de Daisy aumentó de intensidad.

– Eres muy gracioso.

Robert, a pesar de todo, estaba empezando a disfrutar de la noche. La conversación tenía un filo inusual, peligroso. Estaban probándose el uno al otro y eso lo hacía sentir excitado. Y el champán aumentaría la tensión. El camarero abrió la botella con maestría, pero el sonido del corcho hizo que varias cabezas se volvieran.

– Ya tienes tu champán -dijo él-. Ahora tenemos que brindar.

– Por mi éxito en la subasta de mañana -brindó ella.

– Vas a necesitar algo más que una falda corta y un par de tacones para que crean que no tienes nada en la cabeza.

– Eso es lo que tú crees -replicó Daisy-. ¿Brindamos por un tesoro a precio de saldo?

– Brindemos mejor por una caja llena de tesoros a precio de saldo.

– Eso sí que es imposible. Pero también lo es la lotería y eso no impide que George y yo la compremos todos los sábados.

– ¿Y qué harías si te tocase?

– Tomaría un barco y me iría a China y a Japón.