– ¿En barco? Tardarías meses.
– Es que me dan miedo los aviones.
– No lo puedo creer.
– Pues me dan miedo -se encogió ella de hombros. Los aviones y Robert Furneval eran sus dos grandes terrores-. Si me tocase la lotería compraría algo muy antiguo y precioso y lo regalaría al Museo Británico. Y a ti te compraría una caña de pescar nueva. ¿Y tú?
– Yo no compro lotería.
– No importa. Es solo una fantasía. Así que fantasea un poco.
Robert lo intentó. Tenía que querer algo, algo tan difícil que necesitaría millones para conseguirlo. Pero solo había una cosa que quería, que deseaba de verdad. Y no lo había sabido hasta aquella noche. Era la habilidad de amar a una sola mujer con todo su corazón, para siempre… pero eso no podía comprarse con dinero.
– Una isla tropical -dijo por fin. Ella hizo una mueca-. Un club de fútbol… -la desilusión en los ojos de Daisy era patente. Pero no podía decirle la verdad-. Esto no es justo. Tú has tenido tiempo de pensarlo.
Robert estaba mintiendo. Daisy había visto algo en sus ojos; quería algo, necesitaba algo tan desesperadamente que no podía ponerlo en palabras. O tenía miedo de hacerlo.
– Otro día me lo dices -sonrió.
Normalmente, los silencios entre ellos eran agradables. Pero aquella noche el sonido de los cubiertos parecía incrementar la tensión.
Y no era un problema de palabras. Robert tenía el corazón lleno de palabras, todas deseando salir de su boca en una desesperada declaración de amor. Pero si lo hiciera Daisy no lo tomaría en serio. Peor que eso, se sentiría ofendida. Además, estaba enamorada de otro hombre.
– A ver si esto te vale -dijo, pensativo-. Si ganase la lotería, compraría los derechos de pesca de un río en Escocia y una pequeña casita en la orilla. Y un par de cañas. Una para ti y otra para mí.
– No puedes engañarme, Robert Furneval -sonrió ella, mirándolo a los ojos-. Solo me quieres a tu lado para que haga los bocadillos.
– Es verdad. Haces unos bocadillos estupendos -murmuró Robert, tomando su mano-. ¿Vendrías conmigo, Daisy?
– Gana la lotería y después pregúntame. Pero date prisa. Si yo gano primero, me subiré a ese barco y…
– Pero bueno, ¿qué es esto? Robert Furneval y Daisy Galbraith de la mano. Y bebiendo champán. ¿Hay algo que no le habéis contado al viejo Monty?
Daisy apartó la mano rápidamente.
– ¡Monty! ¿Qué estás haciendo aquí?
– Cubriendo la subasta, querida -contestó él, inclinándose para besarla en la mejilla-. Pensé que te encontraría aquí.
– Qué bien -murmuró ella, sin saber qué decir. Robert casi podía ver las antenas del periodista buscando la noticia.
– No hemos vuelto a hablar después de mi fiesta. ¿Lo pasaste bien?
– Sí. Estupendamente -contestó Daisy, nerviosa.
– Nick Gregson no lo pasó tan bien como esperaba. El pobre tuvo que soportar que le robaran a la chica de sus sueños delante de sus narices -sonrió Monty-. Eres muy listo, Robert.
Pero Robert tenía demasiada experiencia como para morder el anzuelo.
– Solo estaba ayudando a una amiga.
– Qué devoción. O quizá has heredado el ojo de tu madre para las cosas preciosas.
– Solo estoy aquí para firmar un cheque, Monty. Mi madre le ha pedido a Daisy que puje por un objeto en la subasta de mañana.
– ¿Ah, sí? Bueno, se me está enfriando la trucha, así que os dejo para que sigáis haciendo manitas -sonrió Monty-. Os espero en el bar después de cenar.
Robert lo observó volver a la mesa y después miró a Daisy.
– Monty es buena persona -lo disculpó ella-. Solo se estaba haciendo el gracioso. Pero, ¿qué está haciendo aquí? Él escribe la columna de vida social, no la de arte.
– Esta subasta es el último vestigio de una venerable dinastía con un armario heno de esqueletos -dijo Robert-. Esperemos que esté demasiado ocupado con ellos como para hablar de nosotros.
– Monty no haría eso -protestó Daisy.
– Es un periodista, cariño. Yo no estaría tan seguro.
Robert estaba esperando a Monty cuando este entró en el bar.
– ¿Estás solo?
– Daisy ha tenido un día muy duro. Podrás hablar con ella mañana, si el desmantelamiento de la dinastía Warbury no te tiene demasiado ocupado.
– No. La historia ya está escrita y documentada. Solo estoy buscando un par de toques más. Las hordas rebuscando entre los huesos y esas cosas.
– Pues aquí encontrarás toques como para llenar tu columna.
– Si esa es una forma de decir que no escriba sobre ti, Robert…
– No me importa que hables de mí, Monty. Pero espero que Daisy te importe lo suficiente como para no avergonzarla.
– He hablado con el director del hotel, ¿sabes, Robert?
– Entonces sabrás que yo había reservado una habitación.
– Y también sé que, en un acto de caballerosidad, se la has ofrecido a una damisela en desgracia. En recepción estaban conmovidos, pero eso no es algo inusual. Una sonrisa tuya puede mover montañas -sonrió Monty, irónico-. Puede que me equivoque, pero no creo que vayas a dormir en tu coche -añadió. Robert no dijo nada. Estaba seguro de que la historia de las camas separadas no lo convencería-. Por cierto, ¿no conocerás a un buen contable? Alguien que no me cobre un dineral.
– Estoy seguro de que podré encontrar a alguien. Cualquier cosa por un amigo.
Monty asintió, aparentemente ajeno al sarcasmo.
– Gracias. ¿Quieres una copa? -preguntó, haciéndole una seña al camarero-. La verdad es que no me sorprende en absoluto.
– ¿Qué es lo que no te sorprende?
– Lo de Daisy y tú. Dos brandys, por favor -le indicó al camarero-. No, lo estaba pensando durante la cena. En realidad, siempre la buscas a ella, ¿verdad? Tienes muchas relaciones, pero nunca duran más de unos meses. Cuando vas a una fiesta, o al teatro, la chica que va de tu brazo es Daisy.
– No te entiendo.
– Entonces, Robert, no eres tan inteligente como creía -sonrió Monty.
– ¿Daisy?
No hubo respuesta y cuando Robert se acercó a la cama, vio que estaba dormida. Tumbada de lado, con la cara medio escondida en la almohada, el pelo revuelto, su cuerpo formaba una suave curva debajo de las mantas.
Robert se sentó en la cama y empezó a quitarse la corbata, sin dejar de mirarla.
Monty estaba equivocado. Eran amigos; eso era todo. Siempre habían sido amigos. Incluso cuando era una cría y los seguía a Michael y a él a todas partes…
Pero Daisy se había convertido en una tentación. Sus suaves labios rosas estaban entreabiertos y su piel parecía tan suave como el terciopelo. Robert alargó la mano, deseando acariciarla, pero solo se atrevió a rozar su mejilla. Parecía una niña.
Robert se levantó y fue al cuarto de baño para desvestirse, horrorizado por el hecho de que, mientras su mente contemplaba la idea de una amistad eterna, su cuerpo parecía albergar deseos muy diferentes.
Capítulo 8
MIÉRCOLES, 29 de marzo. No he pegado ojo. Cuando Robert entró en la habitación me hice la dormida, pero entonces él pronunció mi nombre y me acarició la cara suavemente. No sé qué habría pasado si no se hubiera apartado…
Robert estaba dormido cuando Daisy se despertó. Con un brazo fuera de la cama y las sábanas hechas un lío alrededor de la cintura parecía tan joven… como si los años desde que besó a Lorraine Summers no hubieran pasado.
Daisy alargó la mano para acariciar su cara, como él había hecho la noche anterior.
Por un momento, la punta de sus dedos rozó su barbilla, pero después se apartó. Sería mejor dejarlo dormir y vestirse con tranquilidad. Aunque Robert la había visto muchas veces recién levantada, había una gran diferencia entre verlo en la cocina y verlo en el dormitorio.
Daisy llevó su ropa al cuarto de baño y se duchó tan rápido como pudo. Después, durante un rato, se quedó mirando a Robert. Los hombros anchos, el fuerte torso desnudo… todo aquello que siempre estaba escondido bajo las civilizadas camisas hechas a medida se mostraba ante sus ojos y la sensación de intimidad la asustaba y la excitaba a la vez.
– Adiós… -susurró, inclinándose para besarlo en la mejilla. No sabía por qué la emocionaba despedirse de él. Quizá porque sabía que nunca más tendría la oportunidad de compartir un momento como aquel con el hombre que amaba. Las lágrimas que asomaron a sus ojos la pillaron por sorpresa-. Adiós, Robert -repitió, antes de salir a toda prisa de la habitación.
El teléfono despertó a Robert, que alargó el brazo para tomar el auricular sin saber bien dónde estaba.
– Dígame -contestó, medio dormido.
La voz que escuchó al otro lado lo espabiló inmediatamente.
En el comedor había murmullos de expectación de compradores y coleccionistas, que se habían reunido para desayunar. Daisy estaba sirviéndose un café cuando se encontró con Monty.
– Buenos días. ¿Robert sigue durmiendo? -sonrió el hombre. A pesar de sus esfuerzos, Daisy se puso colorada-. No te preocupes, no se lo contaré a nadie.
– No hay nada que contar, Monty.
– ¿No? Robert me dijo lo mismo anoche. Pero estaba dispuesto a sobornarme.
¿Sobornarlo? ¿Cuánto valdría su reputación?, se preguntaba Daisy. ¿Y por quién estaría preocupado Robert, por la reputación de ella o por la suya?
– ¿No querrás que te crea? Tú sabes perfectamente que Robert y yo solo somos amigos…
– ¿De verdad? -sonrió Monty, sirviéndose un zumo de naranja.
– Ninguna persona con corazón hubiera dejado que se fuera con esa lluvia. Ni siquiera tú -afirmó, mirándolo a los ojos. Si le hacía creer que tenían algún secreto, estaba segura de que Monty seguiría indagando hasta encontrar algo. Y no había nada que encontrar-. Puedes intentar convencerme de que eres un villano, pero yo sé que no es verdad.
– Oh, maldición -rió Monty entonces-. No se lo dirás a Robert, ¿verdad? Me ha prometido buscar a alguien que me haga la declaración de la renta.
Aquello contestaba su pregunta. Su reputación a cambio de los servicios de un contable. Daisy soltó una carcajada.
– Tu secreto está a salvo conmigo. Yo no diré nada si tú no dices nada.
Robert había estado soñando con Daisy. Después de colgar el teléfono, aún medio dormido, se había vuelto hacia su cama.
Pero estaba vacía.
Algo le hizo tocarse la cara. Su mejilla estaba ligeramente húmeda y cuando se miró los dedos había una pequeña mancha de carmín. De modo que no había sido un sueño.
– ¿Daisy? -la llamó. Pero su bolsa de viaje es- taba al lado de la puerta y su abrigo no estaba colgado en la percha-. ¡Maldita sea! -exclamó, apartando las sábanas. Solo entonces se le ocurrió mirar su reloj. Las nueve y media.
Había tardado mucho en dormirse y, durante todo el tiempo, mientras escuchaba la respiración de Daisy, había estado dándole vueltas a la cabeza, intentando llegar al fondo del misterio…
Robert se miró en el espejo del cuarto de baño y volvió a tocarse la mejilla. Después, sin saber por qué, se llevó el dedo a los labios. Y probó el sabor salado de las lágrimas…
Había dejado de llover y Monty se ofreció a llevarla en coche hasta la subasta.
Una vez allí, el periodista desapareció para echar un vistazo a las glorias perdidas de los Warbury, mientras ella se registraba para pujar, tomaba su número y echaba un último vistazo a las piezas que esperaba comprar para la galería, incluyendo un paseo aparentemente distraído al lado de la caja que contenía el supuesto plato Kakiemon. Cuando iba a entrar en la carpa donde tendría lugar la subasta, vio a Robert esperándola.
Y no parecía muy alegre.
Había docenas de personas buscando sitio en la carpa, pero era imposible que Daisy pasara desapercibida.
Hasta una semana antes, Robert habría dicho que lo sabía todo sobre Daisy Galbraith. Y se habría equivocado. Era obvio que no sabía nada sobre ella. Aquella Daisy era una extraña que, en otras circunstancias, él estaría deseando conocer y… conquistar.
No eran solo los rizos rubios que caían sobre su cara. Ni el precioso traje rojo, con una falda corta y estrecha que demostraría a cualquiera que no le pasaba nada en las rodillas. Lo que realmente lo confundía era que él nunca se hubiera dado cuenta de todo eso.
Y le dolía. Realmente le dolía que otro hombre se hubiera fijado.
– Deberías haberme despertado -dijo, sin más preámbulos.
Daisy apenas lo miró, demasiado ocupada buscando su sitio entre los coleccionistas. ¿O estaría buscando a alguien en particular?
– Parecías tan dormido que no quise despertarte. ¿Qué pasa? ¿Te has perdido el desayuno?
Su impertinencia lo irritó, igual que su nueva y sexy imagen, mucho más llamativa a la luz del día. Prefería a la niña dulce que había visto la noche anterior en la cama. Una chica que nunca usaría un carmín de labios tan llamativo.
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