Y, sin embargo, sus labios lo encendían. La imagen de Daisy inclinándose para besarlo mientras dormía provocó una ola de deseo en su interior.
– El desayuno es la última de mis preocupaciones. Tu hermana ha llamado.
– ¿Sarah? -preguntó ella, frunciendo ceño-. ¿Qué ha pasado?
– No tengo ni idea -contestó él-. Tenía demasiada prisa por colgar para contarle a todo el mundo que yo había contestado al teléfono en tu habitación.
– ¿Le has contado que hemos pasado la noche juntos? -preguntó Daisy, con el corazón acelerado.
– No -contestó él. En realidad, no habían pasado la noche juntos-. Cuando sonó el teléfono, estaba dormido y no me di cuenta de que no debería contestar. Por eso tenías que haberme despertado, Daisy.
– Es verdad -murmuró ella-. Lo siento.
– ¿Por qué te disculpas?
– Pues… porque pareces molesto, y me imagino por qué. Esos rumores pueden arruinar tu reputación.
– ¿Mi reputación? -repitió él-. ¿De qué estás hablando? ¿Qué pasa con tu reputación?
– Yo no tengo reputación, Robert. Bueno, no esa clase de reputación. Pero los rumores pueden crear una aureola de misterio a mi alrededor -bromeó ella, como si no tuviera la menor importancia-. ¿Podemos buscar asiento antes de que todos estén ocupados? Mira, allí hay dos.
– Pero, Daisy… -empezó a decir él, atónito.
Durante un segundo, Daisy se había sentido como si estuviera volando. El mundo pensaría que ella era la amante de Robert Furneval. Era la clase de sueño que solía escribir en su diario cuando era una adolescente…
A ella nunca le habían gustado las estrellas del pop. Solo Robert. Solía soñar que un día él la miraría como si en sus ojos viera el mundo entero y todo el mundo se daría cuenta de que ella era la única para él. Por un momento, por un precioso momento, Daisy había pensado que era una realidad.
Pero los diarios de la adolescencia y la vida real tenían tanto en común como el barro y la porcelana. Y siempre sería así.
Daisy había desarrollado un particular sentido del humor al respecto.
Robert, sin embargo, parecía confuso. ¿Pensaba que se desmayaría, que empezaría a llorar, diciendo que nunca más podría volver a salir a la calle?
– No te preocupes -lo tranquilizó ella-. Llamaré a Sarah en cuanto llegue a casa y se lo explicaré todo.
– ¿Y esperas que te crea?
– ¿Por qué no? Ella haría lo mismo por un amigo que se hubiera quedado sin habitación -se encogió ella de hombros. Además, la idea de que Robert y ella fueran pareja era sencillamente risible-. No tengo por qué mentir.
¿Y su amante?, se preguntaba Robert. ¿Cómo se lo tomaría?
En su lugar, él no sería tan ingenuo.
– Si la elección hubiera sido entre Sarah y un vendaval, yo habría elegido el vendaval.
– Mi hermana habla mucho, ya lo sé.
– Pues te aseguro que esta mañana se ha quedado sin palabras.
Se sentaron en los asientos libres y unos minutos después empezaba la subasta.
– ¿Ya está? -preguntó Robert dos horas más tarde, cuando ella ganó al último competidor por un objeto de su lista-. ¿Podemos ir a tomar un café?
– Aún no.
– Pero si ya has comprado todo lo que querías.
– Aún me queda una caja de platos de porcelana -explicó ella.
– ¿Y cómo pensabas llevarte esa caja a Londres?
– ¿No vas a llevarme tú?
– ¿Y si yo no hubiera venido? -preguntó él, suspicaz.
– Me las habría arreglado.
– Estoy seguro de que sí -murmuró Robert.
– ¿Por qué no vas a tomar un café? Me reuniré contigo dentro de un rato -dijo Daisy.
– No, prefiero esperar.
– Entonces, deja de mover el número o acaba remos con una caja de sartenes. Trae, dámelo.
Robert se lo dio y la observó pujar, aparentemente sin emoción, por lotes y lotes de cajas, sin éxito.
– ¿Qué estás haciendo? ¿Quieres todo eso o no lo quieres?
– Calla de una vez -murmuró ella. Cuando una nueva caja de platos de cocina fue colocada en el estrado, Daisy empezó a pujar de nuevo. Un competidor sentado a su derecha levantó su número y Daisy pareció perder interés, pero cuando el subastador iba a adjudicar la caja, levantó su número y cruzó las piernas al mismo tiempo. Cuando su oponente pudo recuperarse de la sorpresa, la caja le había sido adjudicada a ella-. Ya está -sonrió Daisy-. Vamos a firmar los papeles.
– Estoy abrumado -dijo Robert-. Esa ha sido la más increíble exhibición de tretas femeninas que he visto en toda mi vida.
– No te creo. Además, ese tipo llevaba toda la mañana mirándome con ojos de sátiro.
– ¿Y qué esperas con una falda tan corta?
– No es tan corta. Es que estoy sentada -contestó ella, levantándose-. Paga la factura, Robert. Esa última caja la he comprado para tu madre.
– ¿Y ahora qué? -preguntó él, después de pagar por una caja llena de platos inútiles.
– Ve a buscar el coche y coloca la caja en el maletero. Con mucho cuidado. Acabo de resolver tu problema para el cumpleaños de tu madre.
– ¿Qué es? -preguntó Robert. Había subido la caja al apartamento de Daisy y estaba mirando una pieza no particularmente atractiva que ella sostenía en la mano.
– Un plato Kakiemon del siglo XVII.
– Lo dirás de broma.
– No -contestó ella-. No he podido estar segura al cien por cien hasta que lo he tenido en la mano, pero eso es lo que es.
– ¿Y no lo querrá George Latimer?
– George tuvo su oportunidad, pero pensó que yo estaba alucinando. Además, tú has pagado por la caja y el plato es tuyo.
– ¿Por qué no me lo habías dicho?
– Porque podría haberme equivocado. Aunque, en ese caso, te habría devuelto el dinero y le habría vendido la caja entera a un amigo que colecciona chucherías.
– Por cierto, ya que hablamos de pagar cosas, quiero pagar la mitad de la factura del hotel -dijo Robert. Habría pagado la factura entera, pero sabía que Daisy no lo aceptaría.
– No hace falta. La he cargado a la galería -sonrió ella-. Y no me han cobrado ningún extra. La recepcionista me ha dicho que, en esas circunstancias, no era necesario. ¿Qué ha querido decir?
Robert le puso un dedo entre las cejas.
– No frunzas el ceño -murmuró. Tenía que distraerla de alguna forma y se inclinó para besarla en la frente. Los ojos grises de Daisy se oscurecieron y, durante una décima de segundo, Robert tuvo la impresión de que lo único que necesitaría para que todo fuera diferente sería decir las dos palabras más preciosas del mundo. Desgraciadamente, sabía que ella no lo creería.
– Déjame, tonto -sonrió Daisy, tocándose la frente con manos temblorosas.
– Tengo que irme -dijo Robert, tomando el plato japonés-. ¿Puedes envolver esto con algo? No quiero romperlo.
– Déjalo aquí. Tengo que limpiarlo.
– ¿Seguro que no quieres quedártelo?
– No. Me encantan estas cosas, pero no siento ningún deseo de poseerlas. Pensaba regalárselo a Jennifer de todas maneras.
– Entonces, se lo regalaremos los dos. ¿Quieres venir a comer a casa el domingo? A menos que estés ocupada, claro -dijo Robert. Daisy lo miró con los ojos exageradamente abiertos-. ¿Qué?
– Es la primera vez que me preguntas si estoy ocupada. Siempre pareces creer que estoy dispuesta a salir contigo.
¿Realmente era tan insensible?, se preguntaba Robert. No volvería a serlo, se prometió a sí mismo.
– Es que me gusta salir contigo -sonrió-. ¿Quieres venir?
La verdad es que me encantaría ver la cara de tu madre cuando abra el regalo -dijo ella, pensativa-. Pero no vengas a buscarme a las siete de la mañana. El sábado por la noche es la despedida de soltera de Ginny y supongo que no estaré de muy buen humor.
– Nosotros hacemos la despedida de Michael el viernes.
– Espero que no os arresten. Ginny te estrangularía.
– No te preocupes. Aún no he perdido ningún novio -dijo él, en la puerta, recordando el tierno beso de despedida de la última vez. Pero habían ocurrido muchas cosas desde entonces y, como dudaba, Daisy lo besó en la mejilla antes de cerrar la puerta.
Despedir a Robert y tener ganas de llorar se estaba convirtiendo en una costumbre, pensaba Daisy, tocándose la frente con dedos temblorosos.
Cuando se despedían había estado segura de que él recordaba el beso de la última vez.
Ridículo, por supuesto. ¿Por qué iba a acordarse?
Daisy cerró los ojos y un suave gemido escapó de su garganta.
¿Y cómo podría ella olvidarlo?
El teléfono empezó a sonar entonces. No quería hablar con nadie, pero se obligó a sí misma a tomar el auricular, fijándose en que había seis mensajes en el contestador.
– ¿Dígame?
– Hola, Daisy -dijo su madre-. ¿Dónde estabas? Te he llamado un par de veces.
– Hola, mamá. Acabo de llegar de Warbury.
– ¿Qué tal la subasta?
– Bien. He conseguido todo lo que quería. Oye, mamá, tengo que ducharme, ¿puedo llamarte más tarde?
– Solo quería saber si habías hablado con Sarah. Le di el teléfono del hotel.
La sutileza de su madre podría competir con una apisonadora.
– Me dijeron que había llamado. ¿Sabes qué quería?
– Una niñera para el viernes por la noche.
– ¿Me llamó a Warbury para eso?
– Aparentemente, está desesperada. El éxito de su cena de beneficencia depende de eso, hija. Si yo no tuviera una reunión del comité, me ofrecería voluntaria.
– Bueno, no te preocupes. La llamaré dentro de un rato.
– ¿Qué tal con el peluquero?
– Bien. No parece creer que vaya a estropear las fotografías de la boda.
– Me alegro.
– ¿Alguna cosa más, mamá? -preguntó. Era cruel. Sabía que su madre estaba deseando saber lo que había pasado en Warbury, aunque no era capaz de preguntar.
– ¿Vas a venir el fin de semana?
– Robert y yo vamos a ir a comer con Jennifer el domingo y…
– Oh -fue todo lo que dijo su madre. Pero era un oh, de «oh, no me lo puedo creer»-. ¿Y eso?
– Es su cumpleaños y he encontrado una cosa muy especial para ella en la subasta -explicó Daisy-. Iré a verte el domingo, ¿de acuerdo? Y llevaré el vestido de dama de honor para que lo veas.
– De acuerdo, hija.
Cuando colgó, Daisy apretó el botón del contestador.
– Daisy, soy Sarah. Me quedé tan sorprendida cuando Robert contestó al teléfono esta mañana que se me olvidó para qué había llamado. Espero que sepas lo que estás haciendo. Robert no es de los que se casan y yo siempre había creído que tú eras una chica lista. Bueno, en fin, ¿puedes cuidar de los niños el viernes por la noche? Estoy desesperada.
¿Eso era todo? ¿No había reprimendas ni disgustos? Su familia era muy original, desde luego.
– Daisy, ¿lo has comprado? -era la voz de George-. ¿Era un Kakiemon original?
El resto de las llamadas no tenían mensaje. Su madre debía de haber llamado más de un par de veces entonces.
Robert tiró su chaqueta sobre un sillón y se dirigió al teléfono. Se estaba volviendo loco. No podía quitarse a Daisy de la cabeza.
– ¿Michael? Tienes que decirme quién es…
– Cálmate. ¿Qué te pasa?
– Daisy. Eso es lo que me pasa. Se ha puesto tacones altos, faldas cortas y ropa interior de encaje negro. Me está volviendo loco.
– ¿Ropa interior de encaje negro?
– ¿Quién es el hombre con el que se está viendo, Michael?
– Tú eres el que me está diciendo de qué color es la ropa interior de mi hermana. Además, yo no te he dicho que se viera con nadie.
– Pero dijiste…
– Dije que estaba enamorada de alguien. Es posible que tú no hayas entendido la diferencia, pero la hay.
– Ya veo. ¿Quieres decir que he estado corriendo como un loco detrás de ella para nada? ¿No está teniendo una aventura? -preguntó Robert, intentando entender aquello. No había amante, pero estaba enamorada-. ¿Quién es ese hombre, Michael? ¿Lo conozco?
Al otro lado del hilo hubo una pausa.
– Sí -contestó su amigo por fin.
– Entonces, dime quien es.
– No puedo, Robert. Pero te daré una pista: Elinor James -dijo Michael, con una risita. El canalla creía que era gracioso-. Nos vemos el viernes.
Robert soltó el teléfono y cayó en un sillón, con las manos en la cara. Daisy amaba a un hombre y lo amaba de tal forma que, aunque no era correspondida, no quería mantener otras relaciones. Un hombre que ella había convertido en su fantasía, un competidor mucho más difícil que un hombre de carne y hueso.
Una fantasía no podía olvidar cumpleaños o aniversarios porque nadie esperaba que los recordase. No podía decir tonterías o comportarse de forma absurda. No tenía que hacer nada. Se movía por la vida siendo amado, pero sin responsabilidad por aquel amor. ¿Cómo lo sabía? Elinor James era la respuesta.
Había sido su fantasía una vez. Bueno, en realidad, era la fantasía de todo el colegio. Dieciséis años, sedoso pelo rubio hasta la cintura y una piel que parecía tocada por el dios del sol.
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