– No lo entiendo. ¿Cómo puede haber un problema? Yo confirmé el billete personalmente la semana pasada.

La azafata sonreía detrás del mostrador. Probablemente estaba acostumbrada a tratar con iracundos viajeros y había hecho un curso para no levantar la voz y mantener una actitud positiva.

– Hemos intentado llamarla por teléfono, pero no ha sido posible localizarla. Aunque, en realidad, no hay ningún problema. Le hemos conseguido asiento en otro avión que sale dentro de media hora -explicó. Otro vuelo con escala en Nueva Delhi y veinticuatro horas de espera. A Daisy no le hacía ninguna gracia. Había comprado un vuelo directo a Tokio para que el viaje fuera lo más rápido posible-. La hemos colocado en primera clase -siguió diciendo la joven- y además hay una excursión gratuita por Nueva Delhi…

No tenía sentido enfadarse. No era culpa de la azafata que los ordenadores cometieran fallos. Daisy llamó por teléfono a su madre para avisarla del cambio de planes.

– Llama a George, por favor. Tendrá que avisar a sus amigos porque iban a ir a buscarme al aeropuerto.

– De acuerdo. Envíame una postal del Taj Mahal y, por favor, sé feliz, cariño.

Antes de que pudiera contestar, su madre colgó. Se había portado de una forma inusualmente cariñosa cuando se despidieron. Daisy había supuesto que era por la boda y el champán, pero incluso dos días después parecía al borde de las lágrimas…

¿El Taj Mahal?, recordó entonces Daisy. Ella ni siquiera creía haber mencionado Nueva Delhi. En fin, pensó, debía de ser una de esas cosas que se dicen cuando alguien va a la India.

Daisy sonrió. Era una pesadez tener que cambiar de avión, pero aprovecharía para visitar el Taj Mahal, como le había recomendado su madre.

Media hora después, se sentaba en su asiento y sacaba un libro. Odiaba aquello, la espera antes del despegue, el sonido de los motores…

– Por favor, abróchense los cinturones de seguridad y apaguen sus cigarrillos…

Daisy sabía que era una tontería. Conocía las estadísticas. Moría más gente saliendo de la bañera que… pero aún así, se sujetó con fuerza al brazo del asiento.

Alguien se sentó a su lado y escuchó el sonido del cinturón de seguridad. Sabía que debía parecer una idiota, pero nada la haría abrir los ojos hasta que el avión hubiera despegado.

Nada excepto una mano sobre la suya.

– Entonces, es verdad -escuchó la voz de Robert. La incredulidad era más fuerte que el miedo y Daisy abrió los ojos.

– ¡Robert!

– Creí que ibas a ir en barco.

– Era demasiado caro.

– Pero si me han dicho que te ha tocado la lotería.

– Diez libras que repartí con… ¿Qué estás haciendo aquí?

– Sujetando tu mano y viajando a India por trabajo. Y pidiéndote que te cases conmigo. En el orden que tú quieras.

El avión empezó a moverse, pero Daisy ni siquiera se dio cuenta.

– ¿Vas la India? Qué increíble coincidencia.

– Creo que asumir que esto es una coincidencia es estirar los límites del sentido común más de lo que es humanamente posible. ¿Quieres casarte conmigo, Daisy?

No podía ser verdad.

– Me voy a Japón.

– India pilla de camino.

– Solo si se toma el avión más lento. ¿Cuánto tiempo vas a estar allí?

– El tiempo que haga falta. Te estás escapando de mí, Daisy. Los dos hemos estado escapándonos, pero es hora de parar. ¿Quieres casarte conmigo?

El sonido de los motores del avión era atronador.

– Tú no eres hombre de una sola mujer, Robert.

– Eso son rumores.

– Siempre ha sido así. Sé lo que está pasando, Robert. Me has visto las piernas y has dicho, «vaya, ¿por qué no añadir a Daisy a mi colección?» Pero yo no puedo ser solo una aventura porque… porque…

– ¿Porque Michael no volvería a dirigirme la palabra? ¿Porque mi madre me desheredaría? O quizá, Dios nos ayude, ¿porque tu madre me perseguiría hasta el fin del mundo? -preguntó. Daisy no decía nada-. He tardado un poco en darme cuenta y algo de ayuda, desde luego, pero esto es lo que quiero.

– ¿Ayuda de quién?

– Tu hermano, para empezar. Me contó que llevabas mucho tiempo enamorada de alguien y yo decidí ir a rescatarte de sus garras, como un idiota.

– Oh.

– Monty también lo sabía. Él me dijo que tú eras la única chica de la que yo nunca me cansaba.

– ¿Monty dijo eso?

– Yo también me quedé sorprendido. Pero eso es lo que Monty hace, mi amor. Se dedica a observar a los pobres tontos que se enamoran.

– Esto es increíble.

– Aún no he terminado. Mi madre me contó que me viste besando a Lorraine Summers y que, desde entonces, me has estado evitando. Entonces tú eras demasiado joven para una relación y yo, demasiado joven como para saber esperar. ¿Te casarás conmigo, Daisy?

Cada vez era más difícil ignorar la pregunta. Pero lo intentaría. Un poco más.

– ¿Tu madre sabe que estás aquí?

– Lo sabe todo el mundo. Vamos, Daisy. Tú sabes que quieres…

– ¡Un momento! -exclamó ella, soltando su mano-. Tengo que pensar.

– No tienes nada que pensar. Estás intentando huir de mí y no voy a dejar que lo hagas -dijo él, volviendo a tomar su mano-. Yo nunca te he mentido, Daisy y no te estoy mintiendo ahora. Te quiero. Siempre te he querido. Esperaré si eso es lo que quieres, pero me parece que ya hemos esperado suficiente. Por favor, ¿quieres casarte conmigo?

Estaban a punto de despegar y el corazón de Daisy latía tan fuerte como los motores. Un riesgo. La vida era un riesgo. Pero ella conocía a Robert. Él nunca le había mentido, nunca la había engañado. Podría ser como su padre, pero también era como Jennifer. Su corazón, una vez entregado a alguien, nunca le pertenecería a nadie más. Y la verdad le parecía entonces tan brillante como el sol que entraba por la ventanilla del avión. Estaban volando; su corazón estaba volando.

– ¿Champán? -escucharon la voz de la azafata.

– ¿Champán, Daisy

Daisy respiró profundamente. Sabía que estaba perdida.

– Sí, por favor -murmuró-. Un momento, ¿cómo sabías que yo estaba en este avión? Debería ir en un vuelo directo y… -Robert rozó su copa con la de ella.

– Por los ordenadores, a los que siempre se puede culpar -brindó él-. Y por un agente de viajes con un corazón de oro.

– ¿Me estás diciendo que tú has preparado esto?

– Con ayuda de George. Después de arreglarlo todo para tu viaje, llamó a mi madre para pedir su opinión. Y como mi madre sabe lo que siento por ti, me llamó inmediatamente.

– Robert, habrá gente esperándome en Tokio.

– Ya están avisados de que llegarás con retraso -dijo Robert-. Es tu decisión. Ve a Tokio y espérame allí o quédate conmigo en Nueva Delhi e iremos juntos. Me tomaré un año sabático mientras tú estudias arte oriental.

– Lo tenías todo planeado, ¿verdad?

– Soy banquero, Daisy. Planear cosas es mi trabajo. Pero tengo que decirte que ha sido una semana muy dura.

– ¿Por qué no me dijiste algo antes de que me fuera?

– Porque había demasiado barullo alrededor. Demasiadas distracciones -sonrió él, besando su mano-. Y porque pensé que iba a necesitar ocho horas sin perros y sin hermanas inoportunas para convencerte.

– Me has pillado en un momento de debilidad -murmuró Daisy-. Pero me ha venido bien. No me he dado cuenta de que habíamos despegado -sonrió, acariciando su mejilla-. Tendré que quedarme contigo, Robert, aunque solo sea para que sujetes mi mano cada vez que despeguemos.


Daisy llevaba un sari rojo con bordados dorados, Robert un traje de color crema, sin corbata. Habían firmado los papeles oficiales y estaban sentados en un banco, admirando uno de los más bellos monumentos del mundo al amor, tomados de la mano y pensando en su futuro.

Entonces, una enorme luna blanca iluminó la negrura del cielo y Robert se volvió hacia ella.

– Te quiero. Siempre te querré.

– Te quiero. Siempre te he querido.

Robert rozó el exquisito anillo de oro y diamantes antes de llevarse la mano de Daisy a los labios.

– La espera, mi amor, ha terminado -murmuró, tomándola en sus brazos.

Liz Fielding

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