– Más tarde. Ahora vamos a bailar -dijo Robert y, sin esperar respuesta, la tomó por la cintura. No como Nick. No había nada sutil en la forma de abrazar de Nick. La apretaba con fuerza, sin dejar duda sobre lo que quería-. Te preguntaría si lo estás pasando bien, pero sería una pregunta absurda.
– No lo estoy pasando mal -dijo ella, mientras se movían al ritmo de la música. Tenía la mejilla apoyada sobre su camisa y podía escuchar los latidos de su corazón. No solían bailar juntos y cada vez que lo hacían era un acontecimiento para Daisy. No tenía a menudo la oportunidad de tocarlo, de abrazarlo, de respirar su aroma masculino-. Ya me han hecho una proposición de matrimonio.
La frase tuvo el efecto esperado. Robert se paró y la miró, ceñudo.
– Daisy, ¿te pasa algo?
– ¿Qué?
– ¿Estás bien?
– ¿Bien? -repitió ella. Por supuesto que no estaba bien. Para empezar, él no tenía por qué tomarse a broma una propuesta de matrimonio. Era una tontería, pero podía haber tenido el detalle de creerla-. Creo que le he roto el corazón a Nick, pero se repondrá.
– ¿De qué estás hablando?
– Nick vive en Australia -suspiró Daisy dramáticamente-. Y si me voy a Australia con él, no podría ser dama de honor en la boda de mi hermano, ¿verdad?
– No, claro -contestó él, completamente despistado.
– Estoy bien, Robert -rió ella, empujándolo-. Y ahora, vete. Ya has cumplido con tu deber. Voy a ver si Monty necesita que le eche una mano.
Daisy se dio la vuelta, pero Robert la siguió hasta la puerta de la cocina, donde Monty la saludó calurosamente.
– ¡Daisy, cariño! ¡Justo la chica que estaba buscando! -exclamó el hombre-. Acaban de traer cajas y cajas de comida, pero no sé qué hacer con ellas.
– Hay que meter esas bandejas en el horno, pero si quieres ahorrarte trabajo puedes servir directamente de las cajas. Nadie se dará cuenta.
Robert y Monty intercambiaron una mirada de estupor mientras Daisy se ponía el mandil y empezaba a colocar la comida en fuentes y platos. Cuando se dio la vuelta, Robert seguía en la puerta.
Era desconcertante que él le prestara tanta atención. No podía creer que su jersey plateado fuera tan espectacular como para que no pudiera apartar los ojos de ella.
– Hay otro mandil si quieres ayudarme.
La frase tuvo el efecto deseado. Robert tomó un pedazo de tarta y salió de la cocina sin decir una palabra.
Un par de horas más tarde, Daisy estaba cansada. Había metido la comida en el horno, había ayudado a Monty a servirla, había cotilleado con sus amigos y bailado más de lo habitual. Era una fiesta estupenda, excepto que cada vez que se daba la vuelta, encontraba a Robert mirándola. Era incómodo. Daisy no quería que la mirase con aquella cara de preocupación.
Aunque las cosas eran como siempre. Todas las chicas, con pareja o sin ella, buscaban su atención y estaba segura de que, cuando llegara la hora mágica, él no recordaría la copa que había prometido tomar en su casa. Pero no pensaba dejar que le buscara un acompañante aquella noche.
Aprovechándose de que la morena había vuelto a la carga, Daisy tomó su abrigo y estaba a punto de salir de la casa cuando Nick la tomó del brazo.
– ¿No pensarías marcharte sin mí? Estamos prácticamente comprometidos.
– No lo estamos -rio Daisy, irritada y halagada al mismo tiempo.
– Te estás haciendo la dura -dijo el australiano, como si fuera ella quien estuviera siendo poco razonable.
– Más bien me estoy haciendo la imposible.
– Nada es imposible. Una vez, en Las Vegas, me casé con una mujer a la que acababa de conocer.
– ¿Y sigues casado?
– Claro que no -contestó él-. Eso es lo bueno de Las Vegas. Te casas hoy y te divorcias al día siguiente.
– ¿Así de fácil?
– Bueno, casi -respondió Nick. Daisy no sabía si creerlo o no. En realidad, tenía miedo de que estuviera diciendo la verdad-. ¿Dónde te gustaría que nos casáramos? ¿En Bali?
– Soy alérgica a la arena. Y no me gusta viajar en avión.
– Una boda en barco, entonces. El capitán podría casarnos.
– Eso es un mito. Un capitán de barco no puede casar a nadie -dijo ella, cansada de la broma-. Y ahora mismo, lo único que me apetece es irme a casa. Sola -añadió, dándose la vuelta.
Pero no era tan fácil quitarse a Nick de encima.
– No puedes ir sola por la calle a estas horas. Es peligroso.
– Tú también eres peligroso.
– Te doy mi palabra de honor de que no volveré a besarte -rió el hombre.
Antes de que Daisy pudiera insistir en que quería volver a casa sola, Nick había parado un taxi.
– ¡Daisy! -escucharon una voz tras ellos. Era Robert-. Estoy preparado para la copa que me habías prometido en tu casa. Gracias por el taxi, Gregson. Encontrar uno a estas horas es muy difícil.
Daisy y Robert entraron en el taxi y Nick Gregson se quedó mirándolos con una expresión de incredulidad en su bronceado rostro.
Capítulo 3
DOMINGO, 26 de marzo. Visita a la iglesia para ensayar con Michael y Ginny y después, comida familiar. Mi madre estará en su elemento.
Robert se ha ofrecido a llevarme en su coche, pero le he dicho que prefería ir andando. Espero que no me haya tomado en serio.
Daisy sabía que era Robert en cuanto sonó el timbre y su corazón dio uno de esos traidores saltos.
Bostezando, saltó de la cama y se puso un albornoz. ¿Por qué era más difícil madrugar en Londres que en el campo?
– Vete, Robert. Aún es de noche.
– Son las siete y media. Ya es casi medio día.
– ¿Las siete y media? -repitió ella, volviendo a mirar su reloj-. Creí que eran las seis menos veinticinco.
– Deberías ponerte gafas.
– No necesito gafas. Necesito dormir. ¿Por qué has venido tan temprano?
– Ya que anoche te negaste a dejarme subir, esperaba que me invitaras a desayunar.
– Anoche no te merecías nada.
– Lo sé, pero he cambiado.
– No es verdad. Y hoy tampoco te mereces un desayuno.
– ¿Ah, no? ¿Quién se ha levantado al amanecer para llevar a una mocosa desagradecida a su casa?
– Tú tenías que ir de todas maneras. Pero no importa, sube -dijo ella, pulsando el botón del portero automático.
Se dispuso a preparar café y, unos segundos después, Robert entraba en la cocina muy sonriente.
– No estarás enfadada conmigo.
No era una pregunta. Lo había dicho con la confianza de un hombre que se sabe irresistible. Y lo era.
No era justo. La vida no era justa. Si lo fuera, ella tendría el pelo liso como su hermana, o, al menos, la altura de Michael. Pero sus hermanos habían heredado los mejores genes de su familia y no había quedado nada para ella.
– Pues claro que estoy enfadada contigo. Que Janine te haya plantado no es razón para que me despiertes de madrugada.
– Digo por lo de anoche.
– ¿Te refieres a Nick? Gracias por recordármelo. Por una vez en mi vida, me ligo al hombre más guapo de una fiesta y tú me lo espantas.
– Me habías prometido una copa y…
– ¿No pensarías que iba a invitarte a subir a mi casa después de lo que hiciste?
– Solo estaba cuidando de ti. ¿Sabías que se ha divorciado dos veces? Monty me lo contó.
– Monty es un cotilla.
– Es el editor de un periódico, Daisy. Cotillear es su profesión.
– No pensarías que yo quería ser la esposa número tres, ¿verdad?
– Pues…
El cretino parecía dudar.
– ¿Crees que me casaría con el primero que me lo pidiera? -preguntó, apartando la cafetera del fuego.
– Cosas peores he visto. Ese Gregson ya ha engañado a dos ingenuas y tú misma has dicho que es guapo… si te gustan los tipos llenos de músculos -dijo él, apoyado en la puerta, con los brazos cruzados. Irritantemente seguro de sí mismo.
– Puede que te interese saber, Robert, que algunas personas necesitan algo más antes de irse a la cama con… -Daisy se arrepintió inmediatamente de haberlo dicho. Robert la miró, sorprendido, y ella disimuló su turbación concentrándose en colocar las tazas sobre la mesa-. Me doy cuenta de que él no forma parte de tu lista de posibles acompañantes porque no podía darte un informe -añadió, intentando bromear-. Pero a lo mejor yo quería probar…
– Me parece que era Gregson quien tenía eso en mente -la interrumpió él.
– ¿Qué pasa, Robert? ¿Tú puedes jugar por ahí, pero yo tengo que estar en mí virginal cama a las doce en punto?
– Sabes que Michael haría lo mismo que yo.
– Michael es mi hermano. ¿Cuál es tu excusa?
– Por favor, Daisy, estoy empezando a pensar que ese hombre te ha trastornado.
Parecía verdaderamente molesto y Daisy permitió que una sonrisa de satisfacción iluminara su cara. No le había gustado, su forma de imponerse la noche anterior, pero sí le había gustado que abandonase a la morena para ir a rescatarla.
– Al contrario. Lo que me irrita es que tú pienses eso.
– Bueno, en ese caso te pido disculpas. ¿Me perdonas?
– Por esta vez.
– Lo siento, de verdad. Siempre pienso que… bueno, que sé lo que te conviene.
– Porque yo te lo permito, Robert -dijo ella. La habitación quedó en silencio unos segundos-. ¿Qué quieres desayunar? -preguntó Daisy para romper la tensión.
Robert permaneció callado unos segundos y después se volvió para abrir la nevera.
– No tienes beicon.
– No.
– ¿Y qué piensas ofrecerme?
– Huevos revueltos, por ejemplo -dijo ella, tomando unos huevos de la nevera.
– Daisy…
– Saca unos platos del armario, por favor.
– Daisy, ¿puedo preguntarte una cosa? -dijo Robert, mientras sacaba los platos.
– ¿Quieres poner pan en el tostador? -lo interrumpió ella. Sabía que Robert iba a hacerle preguntas que no quería contestar. No estaba preparada para hablar sobre sí misma-. Está en la panera.
– Ya -murmuró Robert.
Robert se había ofrecido a lavar los platos mientras Daisy se duchaba. Después de hacerse una trenza a toda prisa, se puso unos vaqueros y un jersey ancho y guardó en una bolsa unas botas para pasear por el campo después del ensayo en la iglesia.
– ¿Preparado?
Robert estaba leyendo el periódico.
– Llevo preparado media hora -contestó él, levantándose.
– Y siguen siendo solo las ocho y media -sonrió Daisy-. Será mejor que te busques otra novia o los domingos van a ser días muy largos.
– No sé si sabrás que tengo otros intereses -replicó él, aparentemente molesto. Pero la sonrisa de Daisy le decía que a ella no podía engañarla-. Es verdad. Me gusta pescar, por ejemplo.
– ¿Y cuándo fue la última vez que fuiste a pescar?
– No lo sé -contestó él, mientras bajaban las escaleras-. ¿Hace un mes? Tú estabas conmigo.
– Fue antes de Navidad. Pero conociste a Janine y se acabó la pesca.
– Ah.
– ¿Quieres que te hable de las damas de honor?
– ¿Qué? -preguntó él, confuso.
– Las primas de Ginny -le recordó ella, mientras se sentaba en el lujoso asiento de cuero del Aston Martin-. Están locas por tus huesos.
– ¿De verdad? -sonrió él.
Pero Daisy no se dejaba engañar por su aparente tono de inocencia.
– Sí. Pero, al final, han decidido que no merece la pena romper su amistad por ti.
– Oh.
– Habían pensado echarte a suertes, pero se han dado cuenta de que ninguna jugaría limpio.
– Te lo estás inventando -dijo él.
– Creo que Diana hubiera sido la más… imaginativa -siguió Daisy.
– Te lo estás pasando bien a mi costa…
– Y Maud…
– ¿Maud? Qué nombre tan romántico -sonrió él.
– Un nombre romántico para una chica romántica. La clase de chica que sueña con el matrimonio -dijo ella-. Creo que ya te ha preparado una emboscada en el claustro gótico de la iglesia.
– Me encantan los claustros góticos -siguió él la broma-. Y el sitio es muy, muy apropiado para una chica que se llama Maud. ¿Y la dama de honor número tres?
– Si consigues evitar a la número uno y la número dos, creo poder asegurar que Fiona te hará pasar un buen rato.
– Gracias por el consejo. Te invitaré a comer el domingo después de la boda para contarte qué tal me ha ido, ¿de acuerdo?
Sin previo aviso, la broma se volvió amarga. Daisy estaba inventándose historias para tomarle el pelo, pero la realidad era muy parecida a lo que él acababa de decir. Podía soportar a las chicas de Robert en teoría, a distancia. Pero no quería oír hablar de ellas.
– Podemos comer juntos, pero puedes guardarte el relato para tus amigotes. Soy demasiado joven para escuchar ese tipo de cosas.
– Probablemente -dijo él-. Aunque Gregson no parecía pensar eso.
– Nick Gregson es un adolescente crecidito. ¿Qué sabe él?
Robert paró frente a la casa de los padres de Daisy, muy cerca de la casa donde vivía su madre desde que se divorció de su padre.
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