De repente, Robert se dio cuenta de que estaba espiando a Daisy. ¿Se había vuelto loco?, pensaba. El disquete parecía quemar dentro de su bolsillo.

– Te llamaré esta semana -dijo, cuando terminaron de tomar café-. Podríamos salir a cenar.

– Esta semana voy a estar muy ocupada.

– Es la segunda vez que me dices que no. Estoy empezando a pensar que mi amiga me oculta algo.

– Eres tonto -sonrió ella-. Es que tengo la subasta y los preparativos para la boda…

Y una relación clandestina, pensaba Robert. Eso debía tomarle mucho tiempo. Siempre esperando la llegada de su amante, siempre pendiente del teléfono. Daisy se merecía algo mejor.

– Pero tendrás que comer -insistió él-. Y estaba esperando que me dieras alguna idea para la despedida de soltero de Michael.

– ¿Es que una despedida de soltero requiere ideas? Creí que lo único que hacía falta eran toneladas de alcohol, una bailarina desnuda y la proverbial farola para esposar al novio.

– ¿Es eso lo que recomiendas?

– No seré yo quien desafíe las convenciones -sonrió Daisy-. Ginny celebra su despedida de soltera la semana que viene y seguro que la organiza como Dios manda: tequila, margaritas y creo que incluso una aparición personal del Zorro.

– Me sorprendes, Daisy -dijo él, intentando parecer escandalizado-. Me lo contarás todo, ¿verdad?

– Si tú me cuentas todo lo que pase en la fiesta de Michael.

– Ya.

– Bueno, es hora de irte -sonrió ella, abriendo la puerta-. Ha pasado más de media hora.

– El tiempo vuela cuando lo estás pasando bien -dijo Robert, inclinándose para besarla en la mejilla. Pero, a medio camino cambió de opinión y decidió darle un ligerísimo beso en los labios.

Ella lo miró, sorprendida, y Robert creyó que se hundía en aquellas pupilas. Sentía una enorme necesidad de tomarla en sus brazos y besarla como Daisy merecía ser besada, con todo el corazón y toda el alma. Y, por segunda vez aquella noche, Robert se encontró a sí mismo dando un paso atrás.


Daisy se apoyó en la puerta. Estaba temblando.

– No ha sido nada. No ha sido nada -se repetía una y otra vez. Robert era así. Besar a una mujer era tan poco importante para él como estrechar su mano. Y ni siquiera había sido un beso de verdad. Solo un besito de amigo. Sin importancia. Una vez la había besado de ese modo y ella había sido suficientemente tonta como para pensar que significaba algo. Entonces solo era una niña, pero aquella vez no se dejaría engañar.

Daisy se apartó de la puerta y fue a la cocina, pero le temblaban las manos. Temblaba por todas partes. Quizá debería subir la calefacción, o tomar un baño caliente, se decía.

Solo cuando entró en la bañera aromatizada con lavanda dejó de temblar y se prometió a sí misma que aquello no volvería a ocurrir. No pensaba volver a ver a Robert hasta el día de la boda.

Pero sería mucho más fácil creerse a sí misma si sus labios no siguieran quemando después de aquel beso sin importancia, si su cuerpo no estuviera en peligro de conflagración instantánea. Ni baño caliente, ni ducha fría. Nada la ayudaba.


Robert metió el disquete en su ordenador y pulsó la tecla de impresión. Después se metió en la ducha e intentó quitarse la sensación de suciedad que le había dejado indagar en la vida personal de Daisy. Pero no funcionó.

Se puso una toalla alrededor de la cintura y, apoyado en el lavabo, se miró al espejo. Lo estaba haciendo por ella, se recordaba a sí mismo. Al final, Daisy le daría las gracias. Su reflejo no parecía tan convencido, de modo que se cubrió la cara con espuma de afeitar, pero cuando tomó la cuchilla le temblaban las manos. Se afeitaría por la mañana, cuando su mano fuera más firme.

Cuando la impresora terminó de hacer su trabajo, Robert se sirvió una copa y se sentó en el sofá con los papeles en la mano.

Daisy conocía a mucha gente, pero algunos de aquellos nombres había que eliminarlos de entrada. Las mujeres por ejemplo. Robert se paró un momento con el bolígrafo en la mano. ¿Mujeres? ¿Una mujer? Robert dudó un momento.

No podía ser. Michael había dejado muy claro que se trataba de un hombre… un hombre del que estaba enamorada desde hacía tiempo. ¿Cuánto tiempo? ¿Dónde se habían conocido? ¿Cómo no se había dado cuenta? Era obvio que Michael sabía quién era, ¿por qué no lo sabía él?

¿Qué había visto Michael que él no había notado? Fuera lo que fuera, había dejado claro que no pensaba decírselo. Pero no podía ser tan difícil, se decía. Solo tenía que tachar nombres por un proceso de eliminación y quien quedase sería la respuesta.

Robert empezó a tachar los nombres de todas las mujeres y después los miembros de la familia. A algunos de los hombres los conocía y podía eliminarlos también. Su propio nombre, por ejemplo.

Del resto, tres tenían nombres con seis letras y Robert los marcó con un círculo.

Samuel Jacobs era el primero en su lista. El nombre era judío y quizá su religión podría ser un impedimento para la boda.

Conrad Peterson. El nombre le sonaba familiar, pero vivía en Nueva Zelanda y no parecía posible que pudieran verse a menudo.

El tercer nombre era Xavier O'Connell. Padre Xavier O'Connell. Su corazón se encogió al darse cuenta de que era un sacerdote. El mayor de los impedimentos.

Robert miró su reloj. Eran las once de la noche. No demasiado tarde para llamar por teléfono, pensó, mientras marcaba el número.

– Santa Catalina, ¿dígame?

– ¿Puedo hablar con el padre O'Connell, por favor?

– Es un poco tarde y el padre O'Connell se habrá retirado a descansar. ¿Podría llamarlo por la mañana?

– Me temo que no. Tengo que hablar urgentemente con él.

– Un momento, voy a ver si puede ponerse.

Un minuto después, una voz con acento irlandés contestaba al teléfono.

– ¿Dígame?

Robert apretaba el auricular con tal fuerza que sus nudillos se habían puesto blancos.

– Padre O'Connell, me llamo Robert Furneval. Soy amigo de Daisy Galbraith.

– ¿Robert Furneval? -repitió el hombre-. ¿El hijo de Jennifer?

Robert había esperado un silencio abrumador, no aquella respuesta.

– ¿Conoce a mi madre?

– Sí. Nos conocimos en Hong Kong hace veinte años y lo pasamos muy bien buscando tesoros orientales. ¿Cómo está?

– Pues… muy bien, gracias.

– ¿Y Daisy? ¿Cómo está? ¿No estará enferma?

– No. Está muy bien.

– Entonces, supongo que me llamará por lo de la traducción. La estoy terminando todo lo rápido que puedo, pero me temo que no soy tan joven como antes. Me sentía muy bien hasta que cumplí los ochenta, pero desde entonces la verdad es que mis ojos no han vuelto a ser los mismos.

Robert tragó saliva.

– Estoy seguro de que no le importará esperar -murmuró.

– ¿Y tú cómo estás, hijo? -preguntó el padre O'Connell-. ¿Tienes algún problema?

– Sí, padre. Pero me temo que usted no puede ayudarme. Siento mucho haberlo molestado.

– No te preocupes. Y dile a Daisy que venga a verme cuando pueda. Este sitio es muy agradable, pero un poco aburrido, con tanto cura viejo. Lo sé porque yo soy uno de ellos -rió el sacerdote.

Cuando colgó el teléfono, con el corazón mucho más alegre, Robert tachó el nombre de Xavier O'Connell de la lista.

Capítulo 5

LUNES, 27 de marzo. ¿Por qué demonios tienen que casarse Michael y Ginny? Nadie se casa estos días. ¿Por qué no se me habría ocurrido ir a esquiar? Podría haberme roto algo que no fuera horriblemente doloroso… la nariz, por ejemplo. ¿Quién querría una dama de honor con la nariz escayolada? Sería un poco incómodo, pero no tanto como ir a la peluquería. ¿Y por qué me habrá besado Robert?


– Bueno, esto no va a ser fácil.

Sentada en la elegante peluquería de Mayfair, envuelta en una bata rosa, con grandes ojeras y el pelo húmedo, Daisy parpadeó.

– ¿Fácil? Nadie ha dicho que mi pelo fuera fácil.

El estilista sonrió.

– El secreto no es luchar contra los rizos, sino utilizarlos.

– Pero es que no me gustan los rizos. Quiero tener el pelo liso y brillante como las chicas de los anuncios de champú.

– Y a mí me gustaría medir un metro noventa y parecerme a Robert Redford -siguió sonriendo el peluquero-. Pero tenemos que saber usar lo que tenemos, chica, y lo que tú tienes es un pelo sano y espeso.

– Y rizos.

– Y rizos -admitió el hombre-. Aprende a amarlos.

¿Amarlos? Aquella era una idea que nunca antes se le había ocurrido. Desde que era pequeña, todo el mundo le había dicho que su pelo era un desastre. Había intentado las tenacillas, hacerse la toga, una máquina que se suponía alisaba el pelo y… nada.

– No sé si podré amar mis rizos, pero por el momento, eres tú quien tiene que hacer algo con ellos.

– Para eso estoy. Te voy a dejar ideal -dijo el hombre. La mayoría de los peluqueros que conocía hablaban con prudencia, seguramente para evitar la desilusión cuando no pudieran dejarle el pelo, liso que su madre anhelaba y que ella había deseado durante toda su adolescencia. La confianza de aquel hombre era como un soplo de aire fresco. El peluquero la miró un momento con la cabeza ladeada, le hizo unos cortes arriba y abajo y, después de colocárselo un poco con los dedos, se declaró satisfecho.

– ¿Eso es todo? -preguntó Daisy. No había quedado muy diferente, pero el montón de rizos parecía estar mejor colocado.

– Hoy sí. Pero el día de la boda pondremos unas ramitas de hiedra. Estarás guapísima.

¿Guapísima? Era un estilista muy amable, pero Daisy no estaba convencida. Su única esperanza era no parecer ridícula al lado de las otras damas de honor.

– Ojalá yo tuviera tanta confianza.

– No te hace falta, tienes mi reputación. Las fotografías saldrán en las revistas de sociedad y te prometo que no voy a dejar que vayas detrás de la novia a menos que estés perfecta -sonrió el hombre, mientras le quitaba la bata rosa-. Por el momento, deja de usar esas horrorosas gomas para sujetarte el pelo. Y sería una gran ayuda si durmieras un poco la noche anterior. Si tienes ojeras, nadie se fijará en tu pelo.

– Esa sería una solución.

– Pero no la correcta -replicó él. No parecía muy contento con su desconfianza, desde luego. Quizá esperaba que se lanzase a sus brazos, dándole las gracias por transformarla.

El maquillaje podría tapar las ojeras, pero no podía hacer nada con la falta de sueño. A Daisy se le cerraban los ojos en la galería y tuvo que concentrarse en estudiar el catálogo de la subasta para que su mente dejara de darle vueltas al beso de Robert, como había hecho durante toda la noche.

Pero a la una estaba quedándose dormida de nuevo y decidió ir dando un paseo hasta la modista para probarse el vestido por última vez.


Robert no había podido hablar con Samuel Jacobs el domingo por la noche y el lunes supo por qué. El señor Jacobs era el fundador de una importante compañía de importación de objetos orientales. En el siglo XIX.

La compañía que llevaba su nombre había sobrevivido, pero Robert dudaba de que Daisy estuviera enamorada de una empresa, aunque se dedicara a las antigüedades. Después de tachar a Samuel Jacobs de su lista, se sintió perdido.

Había eliminado la tercera posibilidad. Conrad Peterson no parecía posible como amante de Daisy, pero como el nombre le resultaba tan familiar decidió echar un vistazo a Internet. Era un notorio coleccionista, pero por lo que se había hecho famoso era por su escandaloso divorcio cuando su mujer lo había encontrado en la cama con… otro hombre.

Robert maldijo mentalmente a Michael. ¿Cómo esperaba que averiguase quién era si no le daba ninguna pista? Entonces se le ocurrió algo. Quizá Ginny sabría algo. Pero no podía llamarla y preguntar directamente… tendría que buscar alguna excusa.

Robert sonrió al recordar la promesa que le había hecho a Daisy.

– ¿Ginny? Soy Robert. Quiero pedirte un favor. Necesito un metro del terciopelo amarillo que llevarán tus damas de honor.

– ¿Y tú cómo sabes lo del terciopelo amarillo? Se supone que es un secreto.

– No se lo diré a nadie, te lo prometo. Pero solo si me das un metro de tela.

– Eso es chantaje. ¿Para qué lo quieres?

– Para darle una sorpresa a Daisy.

– Espero que sea una sorpresa agradable.

– Por supuesto. ¿Puedes llevármelo a la oficina mañana? Te invitaré a un té y te lo contaré todo.

– Lo intentaré, pero espero que tengas una buena razón para pedirme la tela.

La tenía. Sabía que Michael no tenía secretos para Ginny y llevarla a su oficina era parte de su plan para sonsacarla.

Tenía que ver a Daisy, pero ella había insistido tanto en que estaba ocupada toda la semana que pondría alguna excusa.

Robert tomó un papel y escribió una nota. Después, la guardó en un sobre y escribió la dirección de la galería.