– Mary, voy a salir un momento -informó a su secretaria.
– Tienes una videoconferencia con Nueva Delhi en media hora -le recordó ella-. Y la comida con tus socios después.
– ¿Me perdería yo lo mejor de la semana?
– ¿Qué es esto? -preguntó Daisy, al ver sobre su escritorio una bolsa con el logo de uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Acababa de llegar de la modista y llevaba en la mano la caja blanca y dorada que contenía el vestido.
– Yo he llegado hace diez minutos -dijo George, encogiéndose de hombros-. Pero hay una nota.
Daisy reconoció la letra inmediatamente y tuvo que recordarse a sí misma que no había razón alguna para que su corazón latiera a la carrera. Hacía tiempo que se había prohibido a sí misma dejar que su corazón latiera tontamente por Robert. Hasta la noche anterior. Desde entonces, los latidos amenazaban con adquirir proporciones volcánicas.
Daisy sacó un papel del sobre y empezó a leer:
Querida Daisy,
Como es obligación del padrino cuidar de todas las damas de honor, no solo de las guapas, he querido asegurarme de que no te perderías el almuerzo por culpa de la modista.
Robert
P.D. Gracias por las galletas.
– «No solo de las guapas» ¡Será asqueroso! -exclamó, abriendo la bolsa. Contenía un montón de cajitas de aluminio con platos deliciosos: pollo a la cantonesa, rollitos de salmón, tarrinas de espárragos…
– ¿Galletas? -preguntó George, leyendo la nota por encima de su hombro.
– Con mantequilla.
– ¿De verdad? -sonrió el hombre, tomando un rollito de salmón-. La última mujer que le preparó ese banquete debió de ser su madre. Un punto para ti.
– ¿Tú crees? -preguntó ella. Daisy maldecía a Janine por haber plantado a Robert dos semanas antes de la boda. Unos meses atrás hubiera agradecido todas esas atenciones, habría disfrutado de la compañía de Robert, pero en aquel momento no creía poder soportarlo sin traicionarse a sí misma. No después de aquel beso.
– ¿No vas a llamar para darle las gracias? -preguntó George-. Estoy seguro de que está esperándolas lado del teléfono.
Daisy estaba deseando que George se fuera para hacer esa llamada, para escuchar la voz de Robert y quizá descubrir la respuesta a la pregunta que la estaba angustiando.
Estaba flaqueando, se dio cuenta sorprendida. Un beso y empezaba a soltar las amarras que ella misma había impuesto en su relación con él. Solo por un beso. Robert tenía por costumbre tontear con todas las mujeres. Ella le había dicho que no dos veces en una semana y, de repente, se había convertido en un reto.
Por eso la había besado, se dio cuenta entonces, furiosa.
Pues ella no pensaba ser una más de su coro de mujeres, ella no pensaba caer rendida a sus pies. Que esperase su llamada.
– ¿Quieres una tarrina de espárragos o prefieres terminar el salmón, George? -ofreció, ignorando la pregunta del hombre.
– Es tu almuerzo. Elige tú -contestó él.
– Prefiero el pollo -sonrió Daisy-. Por cierto, he estado estudiando el catálogo y he marcado los objetos por los que me gustaría pujar y la cantidad que me he puesto como límite. Quizá quieras comprobarlo.
– A ver -dijo George, mirando la lista-. Podrías subir un poco en algunos objetos -comentó, señalando un par de vasijas-. ¿Qué es esto?
– Ah, esa es una pieza que Jennifer Furneval me ha pedido que compre para ella. No te importa, ¿verdad?
– Claro que no, pero te apuesto lo que quieras a que no es original. Te diga lo que te diga, no pagues más de esto -sugirió, anotando una cifra-. Al contrario que tú, Jennifer hace lo que sea cuando quiera conseguir algo.
– Dentro de cinco años puede parecer una ganga.
– Sí, ese es el riesgo. Nadie ha ganado nunca nada sin apostar, querida -sonrió George.
– ¿Seguimos hablando sobre porcelana?
– ¿De qué si no? -la sonrisa de George era tan inocente que Daisy casi lo creyó.
– Si veo que es una copia, buscaré alguna otra cosa.
– Mientras consigas las piezas que quiero para la galería, puedes hacer lo que quieras. Por cierto, ¿has conseguido habitación en el hotel?
– ¿Algún mensaje? -preguntó Robert. Durante la interminable comida con sus socios, no había podido dejar de pensar en Daisy.
Mary le dio una nota con sus mensajes y una caja.
– La ha traído una señorita -dijo, mirando su agenda-. Ginny Layton. Muy guapa, por cierto.
– Maldita sea, quería hablar con ella.
– Ha dicho que lamentaba mucho perderse el té y que te llamaría más tarde -dijo su secretaria, con una sonrisa de complicidad.
– No sé si te habrás fijado, Mary, pero la señorita Layton lleva un enorme anillo de diamantes que pronto la convertirá en señora Galbraith, la mujer de mi mejor amigo -explicó él, mirando las notas-. ¿No me ha llamado nadie más?
– Nadie -confirmó la joven-. Estás perdiendo tu toque, Robert. ¿Cómo se llama?
– Daisy Galbraith -contestó él, sin pensar-. Es una amiga de toda la vida -explicó-. De verdad -añadió, cuando vio la expresión incrédula de su secretaria-. Deja de mirarme con esa cara y ponme con mi madre.
– ¿Tan serio es?
Robert se dio cuenta de que Mary estaba dispuesta a tomarle el pelo.
– Mi querida Mary, yo nunca me tomo estas cosas en serio -sonrió. Pero era cara a la galería, por dentro no estaba seguro de nada-. Envía esta caja a mi sastre, ¿quieres? La está esperando.
– ¿Terciopelo amarillo?
– ¿La has abierto?
– Por supuesto -contestó ella, esperando una explicación.
– Es tela para un chaleco. Voy a ser el padrino en la boda de mi mejor amigo y he pensado que podía quedar gracioso un chaleco de la misma tela que los vestidos de las damas de honor.
– Estoy segura de que a las damas de honor les va a encantar. El terciopelo es tan calentito, tan suave…
– Mi madre -le recordó Robert-. Y deja de reírte. Se te va a caer la mandíbula.
Su madre no estaba en casa y Robert pensó que era lo mejor. Si Mary había asumido que su interés por Daisy era algo más que amistad, presumiblemente a cualquiera que le hablara de ella pensaría lo mismo. Y no tenía ganas de discutir con su madre sobre la hermana pequeña de Michael.
Aunque el propio Michael había dejado claro que Daisy ya no era una niña. Y quizá era cierto, pero él tenía muchos más años de experiencia y estaba decidido a arrancarla de los brazos de un amante indeseable. Era su obligación.
Robert llamó a Monty Sheringham. Al fin y al cabo era periodista y tenía contactos en todas partes. Su amigo ni siquiera dudó un momento; la subasta a la que Daisy iba a asistir tenía que ser la de Warbury. La familia Warbury, que había dado nombre al pueblo, era muy conocida para cualquier aficionado a las antigüedades.
Como Daisy se quedaría a dormir en el hotel, era más que probable que su amante apareciera por allí.
Pues bien, Robert también iría. Solo había un hotel decente en Warbury y llamó para reservar habitación.
– Solo nos queda una habitación sin cuarto de baño -dijo la recepcionista-. Es por la subasta.
– Si es lo único que tiene, de acuerdo.
Robert pasó el resto de la tarde trabajando y cuando llegó a casa se dio cuenta de que Daisy no había llamado para darle las gracias por el almuerzo. Debía de estar muy preocupada para olvidar sus buenos modos, o muy decidida a no hablar con él. Pero, ¿por qué?
Después de quitarse la chaqueta, encendió el contestador y se sirvió una copa.
– ¿Robert? Soy Janine. Perdona que te moleste, cielo, pero ¿has encontrado un pañuelo de seda? No lo encuentro por ninguna parte. Llámame si lo encuentras, por favor.
Robert sabía lo que había detrás de aquella llamada. Era una forma de intentar reanudar la relación, pero él sabía que no podía comprometerse. Igual que su padre. Era un egoísta. Lo había querido todo y su madre había pagado el precio. Y él no pensaba hacerle eso a ninguna mujer. Buscaría el pañuelo de Janine y lo enviaría por mensajero.
– Robert, soy Ginny -decía el siguiente mensaje-. Siento no haberte visto hoy porque quería pedirte un favor. Michael me ha confesado que Daisy no puede soportar la idea de ser dama de honor. Pero ahora no puedo decirle que no lo sea… bueno, verás, lo que quería pedirte es que estés pendiente de ella en la boda. Que lo pase bien, ya sabes. Sois tan buenos amigos, que nadie podría hacerlo mejor que tú.
– Halagadora -murmuró él.
– Robert -por fin la voz de Daisy-. Muchas gracias por el regalo. Era justo lo que necesitaba después de verme con el vestido puesto. Nos veremos en la boda. Es imposible que no me encuentres, seré el patito feo de la izquierda. Adiós.
Robert sonrió.
– Te estaré buscando -murmuró, sintiendo un extraño calor en su interior-. En todos los sentidos.
– Robert, ¿te importaría hacerme un favor? -la voz de su madre lo devolvió a la realidad-. Le he pedido a Daisy que puje por mí en la subasta de Warbury, pero se me ha olvidado darle un cheque. ¿Quieres encargarte tú, por favor?
Robert levantó su copa, brindando con el contestador. Había estado preguntándose cómo podría explicarle a Daisy su presencia en Warbury.
– Madre, muchísimas gracias, acabas de darme la excusa que necesitaba.
Capítulo 6
MARTES, 28 de marzo. El viaje en tren, un infierno, la casa Warbury llena de gente y ha llovido a mares todo el día.
George tenía razón. El plato Imari no es original. Pero hay otro objeto que me gustaría comprar para Jennifer, aunque no sé si habrá suerte. Seguramente no he sido la única que ha mirado en las cajas de la cocina para encontrar algún tesoro que hubiera pasado desapercibido.
Daisy se quitó la ropa empapada, se puso un batín de seda con diseño oriental y se sentó en un sillón con una toalla en la cabeza.
Después de un día entero buscando objetos entre los tesoros coleccionados por generaciones de Warburys y de tener que soportar el día de lluvia más espantoso que había conocido, se merecía un poco de descanso.
El primer día de rebajas en Harrods nunca volvería a parecerle duro, pensaba irónica, mientras miraba el minibar. Le hacía falta una copa de coñac o algo que la hiciera entrar en calor.
Lo haría un minuto después. Por el momento, lo que necesitaba era cerrar los ojos. Solo un minuto…
El hotel de Warbury era una antigua casita de campo con paredes de madera, chimeneas y ventanas emplomadas, la clásica imagen de la antigua Inglaterra tan venerada por los turistas.
La lluvia era genuina también, desde luego, y Robert tuvo que abrirse paso entre un montón de visitantes para llegar al mostrador de recepción.
– ¿Ha llegado la señorita Galbraith? -preguntó.
– ¿La señorita Galbraith?
– De la galería Latimer.
– Ah, sí, claro. Acaba de llegar -sonrió la recepcionista-. ¿Desea reservar mesa para cenar? El hotel está lleno y vamos a tener que organizar turnos en el comedor.
– No lo sé. Tengo que consultar con la señorita Galbraith -contestó él. Era posible que Daisy tuviera otros planes. La idea era tan deprimente que, por un momento, Robert pensó en volver a Londres-. ¿Puede darme el número de su habitación?
Tardó menos de diez minutos en subir a su habitación, ponerse ropa seca e ir en busca de Daisy. Pero cuando iba llamar a la puerta se quedó pensando un momento. Tenía la excusa preparada, pero no podía dejar de sentirse como un detective barato a punto de pillar al culpable marido in fraganti.
Robert no había pensado qué haría si estuviera acompañada; él no quería humillarla. Eran amigos, más que amigos y su preocupación por, ella era real. Entonces recordó el brillo de sus ojos cuando la había besado. Y cómo había deseado él hacer algo más que besarla. Y, de repente, decidió que tenía que saber la verdad.
Robert llamó a la puerta, decidido. Pero no hubo respuesta.
Quizá estaría dándose un baño, pensaba, o quizá estaba concentrada en el catálogo de la subasta y no quería distracciones. Una semana antes aquello era lo que habría pensado, pero en aquel momento… quizá estaba en los brazos de su amante.
Robert volvió a llamar, aquella vez con más fuerza.
Daisy se despertó, sobresaltada. Por un momento, no sabía dónde estaba ni qué hora era y tuvo que mirar el reloj. Apenas había dormido veinte minutos.
Después escuchó un golpe en la puerta y, suspirando, se levantó del sillón convencida de que sería la camarera para abrir la cama.
– Hola, Daisy.
– ¡Robert! -exclamó ella, atónita. Robert entró en la habitación sin esperar que lo invitara.
No sabía lo que iba a encontrar, pero verla despeinada, medio dormida y envuelta en un batín de seda hizo que se le quedara la boca seca.
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