– ¿No se derretirán en el avión? -preguntaba la mujer. Tenía las caderas muy bajas y anchas y llevaba una blusa suelta de color pastel y zapatillas de deporte. Colocaba los pies muy separados y las rodillas juntas.

– No, cariño; a diez mil metros de altura hace mucho frío. No se van a derretir, pero tal vez se aplasten. Quizá nos podamos llevar otra cosa -el varón lucía una tripa considerable, subrayada por un cinturón que la dividía al abrazarla. Le faltaba la gorra de béisbol, pero podría haberla llevado. Probablemente la había dejado en el hotel.

Alzaron la vista y sonrieron alegres, una esperanza iluminándoles la cara. Su ingenuidad me resultó penosa; rápidamente torcí por una calle lateral. Detrás de mí oí decir al varón: «Perdóneme, señorita, sel-vu-plei», No me volví. Me sentí como una niña que se avergüenza de sus padres delante de sus amigas.

Al final de da calle encontré el Musée des Augustins, un viejo edificio de ladrillo que albergaba una colección de pintura y escultura. Me volví para mirar: la pareja de americanos no me había seguido. Entré rápidamente. Después de pagar tuve que empujar la puerta para entrar en un claustro, un lugar soleado y tranquilo, dos pasillos en ángulo recto flanqueados por esculturas y en el centro un jardín muy cuidado de flores, hortalizas y hierbas aromáticas. En uno de dos pasillos había una larga hilera de perros de piedra, hocicos hacia lo alto, aullando alegremente. Di la vuelta a todo el claustro y después me paseé por el jardín, admirando las matas de fresas, las lechugas en hileras muy rectas, el estragón, la salvia, las tres clases de menta y el frondoso arbusto de romero. Me senté, me quité la chaqueta y dejé que las placas de psoriasis se empaparan de sol. Cerré los ojos y durante un rato no pensé en nada.

Finalmente me espabilé y me levanté para ver la iglesia anexa. Era un lugar enorme, tan grande como una catedral, pero se habían retirado todos los bancos, habían quitado el altar y colgado cuadros de las paredes. Nunca había visto una iglesia transformada tan descaradamente museo. Me detuve en el umbral, admirando el efecto del gran espacio vacío que quedaba por encima de los cuadros, abrumándolos y empequeñeciéndolos.

Un destello captado con el rabillo del ojo me hizo volverme hacia un cuadro de la pared opuesta. Un rayo de sol lo iluminaba, y todo lo que yo veía era una mancha azul. Me dirigí hacia él, parpadeante, con el corazón encogido.

Representaba un descendimiento, y Jesús yacía sobre una sábana en el suelo, la cabeza en el regazo de un anciano. Lo contemplaban un hombre más joven, una muchacha con un vestido amarillo y en el centro da Virgen María, con una túnica precisamente del azul de mis pesadillas, que servía para enmarcar un rostro asombroso. El cuadro mismo era estático, una composición meticulosamente equilibrada, cada personaje colocado con sumo cuidado, cada inclinación de cabeza o gesto de las manos medido para conseguir un determinado efecto. Sólo el rostro de da Virgen, centro absoluto de la escena, se movía cambiaba, porque en sus facciones luchaban el dolor y una extraña paz mientras, enmarcada por un color que reflejaba su sufrimiento, contemplaba el cadáver de su hijo.

Todavía inmóvil delante del cuadro, la mano derecha se me alzó bruscamente y, de manera involuntaria, me santigüé. No había hecho nunca un gesto así en toda ni vida.

Miré el rótulo a un lado del cuadro y leí el título el nombre del pintor. No me moví durante mucho tiempo todo el espacio de la iglesia suspendido a mi alrededor. Luego me volví a santiguar, dije «Santa María, ayúdame» y me eché a reír.

Nunca se me habría ocurrido que existiera un pintor en la familia.

3. La huida

Isabelle se incorporó y volvió los ojos hacia la cama de los niños. Jacob, despierto ya, se abrazaba las piernas, la barbilla apoyada en las rodillas. Tenía el oído más fino de toda la familia.

– Un caballo -dijo sin alzar la voz.

Isabelle le dio con el codo a Etienne.

– Un caballo -susurró.

Su marido se levantó de un salto, medio dormido, el cabello oscurecido por el sudor. Al tiempo que se ponía los pantalones, zarandeó a Bertrand hasta despertarlo. Juntos se deslizaron por la escalera de mano en el momento en que alguien empezaba a aporrear la puerta. Isabelle atisbó por encima de la barandilla del altillo y vio reunirse a los hombres, empuñando hachas y cuchillos. De la habitación de atrás salió Hannah con una vela. Después de susurrar a través de la rendija de la puerta, Jean dejó el hacha y descorrió el cerrojo.

Al administrador del duque de l'Aigle lo conocían todos. Se presentaba periódicamente para consultar a Jean Tournier y utilizaba su casa como centro de operaciones cuando recogía los diezmos de las granjas de los alrededores, anotándolos con cuidado en un cuaderno de pastas de cuero de becerro. Bajo, gordo y completamente calvo. compensaba la falta de estatura con una voz tronante que Jean trataba ahora en vano de conseguir que reprimiera. No existían secretos con una voz así.

– ¡Han asesinado al duque en París!

Hannah dejó escapar un grito ahogado y se le cayó la vela. Isabelle se santiguó sin darse cuenta, luego se agarró el cuello y miró alrededor. Los cuatro niños se habían incorporado formando una hilera; Susanne se sentó a su lado en el borde de la cama, en difícil equilibrio, el vientre enorme y dilatado. Estará lista pronto, pensó Isabelle, con un cálculo maquinal. Aunque ahora no los utilizaba nunca, no había olvidado los antiguos saberes.

Petit Jean empezó a sacar punta a un trozo de madera con la navaja que siempre llevaba encima, incluso en la cama. Jacob, de ojos grandes y marrones como los de su madre, guardaba silencio. Marie y Deborah se apoyaban la una en la otra, Deborah medio dormida, Marie con ojos brillantes.

– Mamá, ¿qué es asesinato? -preguntó con una voz que sonó como una sartén de cobre al golpearla.

– Calla -susurró Isabelle. Fue hasta el pie de la cama para oír lo que decía el administrador. Susanne vino a sentarse a su lado y las dos se inclinaron hacia adelante, los brazos sobre la barandilla.

– …hace diez días, en la boda de Enrique de Navarra. Cerraron las puertas y miles de seguidores de la Verdad fueron pasados a cuchillo. Coligny igual que nuestro duque. Y la persecución se ha extendido al campo. Por todas partes matan a gente honrada.

– Pero estamos muy lejos de París y aquí todos somos seguidores de la Verdad -replicó Jean-. Los católicos no llegarán hasta aquí.

– Dicen que viene un destacamento desde Mende -tronó el administrador-. Para aprovecharse de la muerte del duque. Vendrán a por ti, como representante suyo. La duquesa va a refugiarse en Alés y pasará por aquí dentro de unas horas. Tendrás que venir con nosotros para salvar a tu familia. La duquesa sólo se ha ofrecido a recoger a los Tournier. A nadie más.

– No.

Fue Hannah quien respondió. Había vuelto a encender la vela y permanecía, firme, en el centro de la habitación, la espalda ligeramente encorvada, y la trenza de plata cayéndole hasta muy abajo por la espalda.

– No necesitamos abandonar esta casa -continuó-. Aquí estamos protegidos.

– Y tenemos cosechas que recoger -añadió Jean.

– Ojalá cambies de idea. Tu familia, cualquier persona de tu familia, será bien recibida en el séquito de la duquesa.

A Isabelle le pareció captar un destello -dirigido a Bertrand- en los ojos del administrador. Susanne, al mirar a su esposo, se agitó inquieta. Isabelle le cogió la mano: estaba tan fría como el río. Miró a los pequeños. Las niñas, demasiado jóvenes para entender, se habían vuelto a dormir; Jacob seguía sentado con la barbilla en las rodillas; Petit Jean, vestido ya y apoyado en la barandilla, contemplaba a los mayores.

El administrador se marchó para advertir a otras familias. Jean echó el cerrojo y dejó el hacha, mientras Etienne y Bertrand desaparecían en el establo para cerrarlo desde dentro. Hannah se acercó al hogar, colocó la vela sobre la repisa y se arrodilló junto al fuego, oculto bajo las cenizas durante la noche. Isabelle pensó en un primer momento que iba a reavivarlo, pero su suegra no lo tocó.

Isabelle apretó la mano de Susanne y señaló el hogar con la cabeza.

– ¿Qué hace?

Susanne contempló a su madre, al tiempo que se limpiaba la mejilla por donde se había deslizado una lágrima.

– La magia está en el hogar -susurró por fin- La magia que protege la casa. Mamá le reza.

La magia. Se había aludido a ella de manera indirecta a lo largo de los años, pero ni Etienne ni Susanne lo explicaban nunca, e Isabelle jamás se había atrevido a preguntárselo ni a Jean ni a Hannah.

Lo intentó una vez más.

– Pero ¿de qué se trata? ¿Qué hay dentro?

Susanne negó con la cabeza.

– No lo sé. De todos modos, hablar de ello disminuye su poder. Ya he dicho demasiado.

– Pero ¿por qué reza? Monsieur Marcel asegura que no hay magia en las oraciones.

– Eso es más antiguo que las oraciones, más antiguo que Monsieur Marcel y sus enseñanzas.

– Pero no es más antiguo que Dios. Ni más antiguo que… -la Virgen, terminó para sus adentros.

Susanne no respondió.

– Si nos vamos -dijo en cambio-, si nos vamos con la duquesa, dejaremos de estar protegidos.

– Nos protegerán los hombres de la duquesa, sus espadas, claro está -respondió Isabelle.

– ¿Vendrás?

Isabelle no contestó. ¿Qué haría falta para sacar de allí a Etienne? El administrador no lo había mirado cuando los instaba a marcharse. Sabía que Etienne se quedaría en la granja.

Etienne y Bertrand regresaron del establo y el hijo de los Tournier se reunió con sus padres en la mesa. Jean alzó la vista hacia Isabelle y Susanne.

– Seguid durmiendo -dijo-. Nosotros nos encargamos de vigilar.

Pero miraba a Bertrand, que vacilaba en el centro de la habitación. El marido de Susanne alzó los ojos hacia su mujer, como si buscara una señal. Isabelle se inclinó hacia ella.

– Dios te protegerá -le susurró al oído-. Dios, y los hombres de la duquesa.

Se recostó, captó la mirada indignada de Hannah y no le importó. Todos estos años me has hostigado por el color de mi pelo, pensó, y sin embargo rezas a tu magia particular. Hannah y ella se miraron fijamente. Fue su suegra quien apartó la vista.

A Isabelle se le escapó la inclinación de cabeza de Susanne, pero no su resultado. Bertrand se volvió decidido hacia Jean.

– Susanne, Deborah y yo nos marcharemos a Alés con la duquesa de l'Aigle -anunció.

Jean miró a Bertrand.

– No se te oculta que lo perderás todo si te vas -dijo en voz baja.

– Lo perderemos todo si nos quedamos. A Susanne casi le ha llegado el momento y andando no puede ir muy lejos. Imposible correr. No tendrá la menor esperanza cuando lleguen los católicos.

– ¿No tienes fe en esta casa? ¿Una casa donde no ha muerto ningún recién nacido? ¿Donde los Tournier han prosperado a lo largo de cien años?

– Creo en la Verdad -replicó-. En eso es en lo que creo -pareció crecer al hablar, y su rebeldía le daba estatura y volumen. Isabelle se dio cuenta por primera vez de que en realidad era más alto que su suegro.

– Al casarnos no me disteis dote porque vivíamos aquí con vosotros. Todo lo que pido ahora es un caballo. Eso será dote suficiente.

Jean lo contempló, incrédulo.

– ¿Quieres que te dé un caballo para llevarte a mi hija y a mis nietos?

– Lo que quiero es salvar a su hija y a sus nietos.

– Soy yo el jefe de esta familia, ¿no es cierto?

– Dios es mi señor. Debo seguir la Verdad, no la magia en la que tanto confiáis.

Isabelle nunca habría adivinado que Bertrand pudiera mostrarse tan rebelde. Después de que Jean y Hannah lo eligieran para Susanne, había trabajado como el que más sin llevarles nunca la contraria. Había hecho más fácil la vida en la casa, echando pulsos todos los días con Etienne, enseñando a Petit Jean a tallar la madera, haciéndolos reír a todos por la noche junto al fuego con sus historias del lobo y el zorro. Trataba a Susanne con una delicadeza que Isabelle envidiaba. Una o dos veces había presenciado cómo se tragaba la rebeldía; y ahora parecía que le había crecido dentro, esperando un momento como aquel.

Jean, entonces, los sorprendió a todos.

– Marchaos -dijo con aspereza-. Pero llevaos el borrico, no el caballo -se dio la vuelta, se dirigió a grandes zancadas hasta la puerta del establo, la abrió con violencia y desapareció dentro.

Etienne alzó la vista hacia Isabelle antes de mirarse las manos; su mujer estaba segura de que no iban a seguir a Bertrand. Casarse con ella había sido el único acto de rebeldía de Etienne. No le quedaba voluntad para más.

Isabelle se volvió hacia su cuñada.