– Cuando montes en el borrico -le susurró-, tienes que hacerlo a mujeriegas para sujetar al bebé con las piernas. Eso evitará que nazca demasiado pronto. Monta a mujeriegas -repitió, porque Susanne miraba al vacío como si estuviera asustada. Se volvió hacia Isabelle.
– ¿Quieres decir como la Virgen durante la huida a Egipto?
– Sí, sí, como la Virgen.
No la habían mencionado desde hacía mucho tiempo.
Deborah y Marie dormían envueltas en una sábana cuando Susanne e Isabelle fueron a despertarla justo antes de que amaneciera. Trataron de no inquietar a los demás, pero Marie empezó a decir a voces:
– ¿Por qué se marcha Deborah? ¿Por qué se va?
Jacob abrió los ojos y puso mala cara. Luego Petit Jean, todavía vestido, se incorporó en la cama.
– Mamá, ¿dónde van? -susurró con voz ronca-, ¿Verán a los soldados? ¿Y caballos y banderas? ¿Verán al tío Jacques?
– El tío Jacques no es católico; lucha en el norte con el ejército de Coligny.
– Pero el administrador dijo que a Coligny lo habían asesinado.
– Sí.
– De manera que tío Jacques quizá vuelva.
Isabelle no contestó. Jacques Tournier se había marchado al ejército diez años antes, al mismo tiempo que otros jóvenes de Mont Lozére. Había vuelto una vez, con cicatrices, ronco, repleto de historias, una de ellas sobre los hermanos de Isabelle, atravesados por la misma pica.
– Como debe sucederles a los gemelos -había añadido brutalmente, riendo cuando Isabelle se dio la vuelta. Petit Jean idolatraba a Jacques. Isabelle lo detestaba, consciente de que sus ojos la seguían por todas partes, sin detenerse nunca en su rostro. Jacques alentaba en Etienne una violencia que a ella le preocupaba. Pero su cuñado no se quedó mucho tiempo: el gusto por la sangre y las emociones fue demasiado fuerte, más incluso que las exigencias de la familia
Los niños bajaron por la escalera de mano detrás de las mujeres y salieron al patio, donde los varones habían cargado en el borrico algunas pertenencias y alimentos: queso de cabra y hogazas duras y oscuras de pan de castañas que Isabelle se había apresurado a cocer durante las escasas horas anteriores al alba.
– Vamos, Susanne -instó Bertrand.
Susanne buscó a su madre, pero Hannah no había salido. Se volvió hacia Isabelle, la besó tres veces y le echó los brazos al cuello.
– A mujeriegas -le volvió a susurrar Isabelle al oído-. Haz que se detengan si te empiezan los dolores. Y que la Virgen y santa Margarita te guarden y te lleven sana y salva hasta Alés.
Subieron a Susanne encima del burro, donde se sentó entre la carga, las dos piernas hacia el mismo lado.
– Adieu, papa, petits -dijo, despidiéndose de Jean y de los niños con un movimiento de cabeza. Deborah se subió a la espalda de Bertrand, que recogió el ronzal del asno, chasqueó la lengua, le dio una patada al animal e inició a buen paso el descenso por el sendero de montaña. Etienne y Petit Jean los siguieron, para acompañarlos hasta la carretera de Alés, donde se encontrarían con la duquesa. Susanne se volvió a mirar a Isabelle, el rostro muy pálido, hasta que se perdió de vista.
– Abuelo, ¿por qué se marchan? ¿Por qué se va Deborah? -preguntó Marie. Nacidas tan sólo con una semana de diferencia, las primas habían sido inseparables hasta aquel momento. Marie siguió a Isabelle al interior de la casa y se detuvo al costado de Hannah, ocupada junto al fuego.
– ¿Por qué, Mémé, por qué se marcha Deborah? -siguió repitiendo hasta que Hannah le dio un bofetón.
Con soldados o sin soldados, las cosechas esperaban. Los hombres salieron al campo como de costumbre, si bien Jean eligió segar un campo cercano a la casa e Isabelle no lo siguió con el rastrillo como habría hecho de ordinario; Marie y ella se quedaron con Hannah en la casa y ayudaron a preparar la mermelada. Petit Jean y Jacob se colocaron detrás de su padre y de su abuelo, rastrillando el centeno para formar haces, Jacob apenas con la altura suficiente para manejar el rastrillo.
Dentro de la casa Isabelle y Hannah hablaban poco, las bocas cerradas por el vacío que había dejado Susanne. Dos veces dejó Isabelle de remover el contenido de la olla, mirando al vacío, y dejó escapar una maldición cuando trozos calientes de ciruelas le salpicaron los brazos. Finalmente Hannah la apartó del fuego.
– La miel es demasiado valiosa para que la echen a perder manos perezosas -murmuró.
Isabelle, que pasó a cocer cacharros de loza, salía a menudo hasta la puerta en busca de brisa fresca o para escuchar el silencio del valle. En una ocasión Marie la siguió y se colocó a su lado en el umbral, las manitas con manchas moradas de buscar entre las ciruelas las verdes y las podridas.
– Mamá -dijo con cuidado para no alzar la voz-. ¿Por qué se han marchado?
– Se han marchado porque tenían miedo -respondió Isabelle al cabo de un momento, limpiándose el sudor de las sienes.
– ¿Miedo de qué?
– De los hombres malos que querían hacerles daño
– ¿Los hombres malos vienen hacia aquí?
Isabelle escondió las manos bajo la ropa para que Marie no viese cómo temblaban.
– No, chérie, creo que no. Pero estaban preocupados por Susanne y el niño que está a punto de nacer.
– ¿Veré pronto a Deborah?
– Sí.
Marie tenía los ojos del color azul claro de su padre y, para alivio de Isabelle, sus mismos cabellos rubios. Si hubieran sido rojos, se los habría teñido con zumo de nueces negras. Los brillantes ojos azules de Marie la miraban ahora confundidos, inseguros. Isabelle nunca le había mentido.
Pierre La Forêt se presentó a mediodía en el campo donde trabajaban, precisamente cuando Isabelle llevaba el almuerzo a los varones. Les dijo quiénes hablan huido; no demasiados, sólo aquellos con riqueza suficiente como para ser robados, o con hijas a las que violar o relacionados con el duque.
Reservó la noticia más sorprendente para el final. -Monsieur Marcel también se ha marchado -anunció con regocijo mal disimulado-. En dirección norte, más allá de Mont Lozére.
Todos callaron. Luego Jean recogió la guadaña.
– Regresará -se limitó a decir, volviéndose hacia el centeno. Pierre La Forêt contempló cómo reanudaba su rítmico vaivén, luego miró asustado a su alrededor, como si recordase de pronto que los soldados podían aparecer en cualquier momento, y se marchó deprisa, silbando a su perro.
Los Tournier no avanzaron mucho aquella mañana. Además de la ausencia de Bertrand y de Susanne, los jornaleros que Jean había contratado para la siega no se presentaron, temerosos de la relación de la granja con el duque. Los niños no habían sido capaces de mantener el ritmo de los mayores, así que de vez en cuando Jean o Etienne se habían visto forzados a dejar la guadaña y rastrillar durante algún tiempo.
– Dejadme rastrillar -sugirió ahora Isabelle, deseosa de escapar de Hannah y de la casa sofocante-, Tu madre… Mamá puede ocuparse ella sola de la mermelada. Y que la ayuden Jacob y Marie. Por favor -raras veces llamaba mamá a Hannah, sólo cuando hacía falta adularla un poco.
Afortunadamente los varones consintieron y se mandó a Jacob a la casa. Petit Jean e Isabelle siguieron detrás de las guadañas, rastrillando lo más deprisa que podían, atando las gavillas de centeno y apoyándolas de pie unas en otras para que se secaran. Trabajaban deprisa y el sudor les empapaba la ropa. De cuando en cuando Isabelle se detenía para mirar alrededor y escuchar. El cielo, ancho y vacío, amarilleaba debido a la calima. Parecía como si el mundo mismo hubiera hecho una pausa y esperase con La Rousse.
Fue Jacob quien los oyó. Avanzada ya la tarde apareció en el límite del campo, corriendo al máximo. Todos dejaron de trabajar para mirarlo y a Isabelle se le aceleró el corazón. Al llegar a donde estaban, se inclinó hacia adelante, las manos en los muslos, la respiración entrecortada.
– Ecoute, papá -fue todo lo que dijo cuando pudo hablar, haciendo gestos en dirección al valle. Los demás escucharon. En un primer momento Isabelle sólo oyó los pájaros y su propia respiración. Luego un ruido sordo surgió de la tierra.
– Diez. Diez caballos -anunció Jacob. Isabelle soltó el rastrillo, tomó a Jacob de la mano y echó a correr. Petit Jean era el más rápido; sólo nueve años, pero incluso después de un día de trabajo adelantaba a su padre con facilidad. Llegó al establo y se apresuró a correr los cerrojos. Etienne y Jean trajeron agua del arroyo cercano, mientras Isabelle y Jacob empezaban a cerrar los postigos.
Marie se quedó en el centro de la cocina, apretando contra el pecho una brazada de espliego. Hannah siguió trabajando junto al fuego, como ajena a la actividad que la rodeaba. Una vez que todos se reunieron alrededor de la mesa, la anciana se volvió y dijo con sencillez:
– Estamos seguros.
Fueron las últimas palabras que Isabelle le oyó pronunciar hasta el final de sus días.
Tardaron en aparecer.
La familia, sentada en silencio en torno a la mesa, en sus sitios habituales, no estaba comiendo. Dentro la oscuridad era casi total: un fuego sin llama en el hogar, no se habían encendido velas y la única luz entraba por las rendijas de los postigos. Isabelle ocupaba un banco, con Marie muy cerca, cogida de la mano, el espliego sobre el regazo. Jean se sentaba muy erguido a la cabecera de la mesa. Etienne se miraba las manos, convertidas en puños. Le temblaba la mejilla, pero, por lo demás, parecía tan impasible como su padre. Hannah se frotaba la cara y se apretaba el puente de la nariz con el pulgar y el índice, los ojos cerrados. Petit Jean había sacado la navaja, poniéndosela delante sobre la mesa. La tomaba una y otra vez, la hacía brillar, Probaba la hoja y la volvía a dejar. Jacob, tumbado en el banco donde se sentaban de ordinario Susanne, Bertrand Y Deborah, tenía un canto rodado en la mano. Los demás los llevaba en el bolsillo. Siempre le habían gustado los guijos de colores brillantes del Tarn, sobre todo los de color rojo intenso y amarillo. Los seguía guardando incluso cuando, ya secos, se convertían en marrones y grises apagados. Si quería ver sus verdaderos colores, los lamía.
A Isabelle le parecía que los huecos del banco los llenaban los fantasmas de su familia: su madre, su hermana, sus hermanos. Agitó la cabeza y cerró los ojos, tratando de imaginar dónde estaría ya Susanne, a salvo con la duquesa. Al no conseguirlo, pensó en el azul de la Virgen, el color que llevaba años sin ver pero que podía visualizar en aquel momento como si las paredes de la casa estuvieran pintadas con él. Respiró hondo y los latidos de su corazón se apaciguaron. Abrió los ojos. Los sitios vacíos alrededor de la mesa brillaban con luz azul.
Cuando llegaron los caballos se oyeron gritos y silbidos y, a continuación, unos golpes violentos en. la puerta que sobresaltaron a todos.
– Cantemos -dijo Jean, seguro de sí, antes de entonar, con su tranquila voz de bajo, las primeras notas-: J'ai mis en toi mon espérance: Garde-moi donc, Seigneur, D'eternel déshonneur. Octroye-moi ma délivrance, Par ta grande bonté haute, Qui jamais ne fit faute -todo el mundo se unió a excepción de Hannah: siempre había dicho que cantar era una frivolidad y prefería musitar las palabras entre dientes. Los niños cantaban con voces muy agudas, entre ataques de hipo en el caso de Marie, debido al miedo.
Terminaron el salmo con acompañamiento de ruido de postigos y un rítmico golpear en la puerta. Habían empezado a cantar otro cuando cesaron los golpes. Al cabo de un momento oyeron el ruido de un frotamiento contra la parte inferior de la puerta, seguido de un crepitar y de olor a humo. Etienne y Jean se levantaron y se acercaron. Etienne levantó un cubo de agua e hizo un gesto con la cabeza. Jean corrió en silencio el cerrojo y abrió ligeramente la puerta. Etienne arrojó fuera el agua en el mismo momento en que, empujada a patadas desde el exterior, la puerta se abría con violencia y una intensa llamarada se colaba en el interior. Dos manos agarraron a Jean por la garganta y la camisa, sacándolo fuera bruscamente, al tiempo que la puerta se volvía a cerrar tras él.
Etienne forcejeó, logró abrir otra vez y quedó envuelto en humo y fuego.
– ¡Padre! -gritó antes de desaparecer en el patio. En el interior se produjo un extraño silencio helado. Luego Isabelle se levantó tranquila, sintiendo que la luz azul la rodeaba y la protegía. Alzó a Marie.
– Agárrate a mí -le susurró, y Marie rodeó con los brazos el cuello de su madre y con las piernas su cintura, el espliego aplastado entre las dos. Isabelle tomó a Jacob de la mano y le hizo gestos a Petit Jean para que se cogiera de la otra. Como en un sueño, atravesó la habitación con los niños, corrió otro cerrojo y entró en el establo. Evitaron al caballo, que ahora se movía de lado y relinchaba por el olor a humo y el ruido de otros caballos en el patio. En el extremo más alejado del establo Isabelle descorrió el cerrojo de una puertecita que daba a la huerta. Juntos se abrieron camino entre coles y tomates, zanahorias, cebollas, hierbas aromáticas. La falda de Isabelle rozó las matas de salvia, que derramaron el familiar olor característico.
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