Al alcanzar la roca con forma de seta del fondo de la huerta se detuvieron. Jacob apoyó brevemente las manos en la piedra. Más allá había un campo en barbecho en el que pastaban las cabras, ahora seco y polvoriento después de un verano de intenso sol. Echaron a correr por él, los niños delante, Isabelle detrás, Marie todavía abrazada a ella.

A mitad de camino Isabelle se dio cuenta de que Hannah no los acompañaba y dejó escapar una maldición.

Llegaron sanos y salvos al castañar. En la cleda Isabelle dejó en el suelo a Marie y se volvió hacia Petit Jean.

– Tengo que volver a por Mémé. A ti se te da muy bien esconderte. Esperad a que regrese. Pero no os escondáis en la cleda; quizá le prendan fuego. Y si vienen hacia aquí y tenéis que correr, id hacia la casa de mi padre, a través de los campos, no por el camino. D'accord?

Petit Jean asintió con la cabeza y sacó la navaja del bolsillo, los ojos azules muy brillantes.

Isabelle se volvió para mirar. La granja ardía ya. Los cerdos chillaban y los perros aullaban, aullidos a los que contestaban otros perros por todo el valle. En el pueblo saben lo que sucede, pensó. ¿Vendrán a ayudar? ¿Se esconderán? Miró a los niños, Marie y Jacob con los ojos muy abiertos e inmóviles, Petit Jean recorriendo el bosque con la mirada.

– Allez -dijo. Sin pronunciar una palabra, Petit Jean guió a los otros dos por entre la maleza.

Isabelle abandonó los árboles y bordeó el campo. A lo lejos veía el sitio donde habían trabajado aquel día: todos los haces de centeno que Petit Jean, Jacob y ella habían preparado juntos humeaban. Se oían gritos distantes y risas, un sonido que le erizó el vello de los brazos. Al acercarse más le llegó olor a carne quemada, algo a la vez familiar y extraño. Los cerdos, pensó. Los cerdos y… Cayó en la cuenta de lo que habían hecho los soldados.

– Sainte Vierge, aide-nous -musitó al tiempo que se santiguaba.

Había tanto humo en el extremo de la huerta que era como si hubiese caído la noche. Isabelle se deslizó entre las hortalizas y a mitad de camino encontró a Hannah de rodillas, abrazando una col contra el pecho, mientras las lágrimas abrían surcos en su rostro ennegrecido.

– Viens, Mémé -susurró Isabelle, rodeando con sus brazos los hombros de Hannah y alzándola-. Viens.

La anciana lloraba en silencio, y permitió que Isabelle la condujera hacia los campos cultivados. Por detrás oyeron a los soldados que entraban al galope en la huerta, pero la pared de humo las mantuvo ocultas. No se apartaron de la linde del campo, y siguieron la valla baja de granito que Jean había construido muchos años antes. Hannah se paraba una y otra vez para mirar hacia atrás, e Isabelle tenía que animarla, rodeándola con un brazo, tirando de ella.

El soldado surgió tan de repente que pareció como si Dios lo hubiera dejado caer del cielo. Lo habrían esperado por detrás; pero vino, en cambio, del bosque mismo al que se dirigían. Cruzó el campo a galope tendido, la espada levantada y, como Isabelle comprobó al tenerlo más cerca, con la sonrisa en los labios. Isabelle gimió y empezó a retroceder a trompicones, arrastrando a Hannah consigo.

Cuando el jinete estaba tan cerca que ya se olía su sudor, una masa gris se separó del suelo y se alzó, agitando distraídamente una pata trasera. El caballo se encabritó al instante, relinchando. El soldado perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Su corcel giró en redondo y se dirigió, descontrolado, por el campo hacia el castañar.

Hannah miró al lobo, luego a Isabelle y después otra vez al lobo, que las contempló tranquilamente, atentos los ojos amarillos. Ni siquiera miró al soldado, que yacía inmóvil.

– Merci -dijo Isabelle en voz baja, haciendo un gesto al lobo con la cabeza-. Merci, maman.

A Hannah se le abrieron mucho los ojos. Esperaron a que el lobo se diera la vuelta y se alejase al trote y desapareciese en el campo vecino después de saltar la valla de poca altura. Luego Hannah avanzó de nuevo. Isabelle empezó a seguirla, pero se detuvo y se volvió para mirar, contemplando fijamente al soldado y temblando. Al final se dio la vuelta y regresó junto a él con aire cansino. Apenas lo miró, pero se agachó junto a su espada y la estudió con atención. Hannah la esperó, cruzados los brazos, inclinada la cabeza.

Isabelle se alzó bruscamente.

– Nada de sangre -dijo.


Cuando llegaron al bosque Isabelle empezó a llamar a los niños en voz baja. A lo lejos oía al caballo sin jinete galopando entre los árboles. Supuso que había llegado al límite del bosque cuando cesó el ruido de los cascos Los niños no aparecían.

– Deben de haberse marchado -murmuró Isabelle-. No había sangre en la espada. Por favor, que hayan seguido adelante. Seguro que sí -repitió en voz más, alta para dar ánimos a Hannah.

Al no obtener respuesta, añadió:

– ¿Eh, Mémé? ¿No crees que han seguido adelante?

Su suegra se limitó a encogerse de hombros. Echaron a andar, atravesando campos, hacia la granja del padre de Isabelle, pendientes de los soldados, de los niños, del caballo, de cualquier cosa. Pero no encontraron nada.

Había oscurecido cuando llegaron, tambaleándose, al patio. La casa estaba a oscuras y cerrada a cal y canto, pero cuando Isabelle llamó con suavidad a la puerta y susurró «Papá, c'est moi», les dejaron entrar. Los niños estaban dentro, con su abuelo, a oscuras. Marie se puso en pie de un salto y corrió hacia su madre, apoyando la cara contra el costado de Isabelle.

Henri du Moulin hizo una breve inclinación Hannah, que miró en otra dirección. Luego se volvió hacia Isabelle.

– ¿Dónde están?

Isabelle negó con la cabeza.

– No lo sé. Creo… -miró a los niños y se interrumpió.

– Esperaremos -dijo su padre con tono grave.

– Sí.

Esperaron durante horas, los niños durmiéndose uno tras otro, los adultos sentados, inmóviles y a oscuras, en torno a la mesa. Hannah se mantenía muy erguida las manos unidas sobre la mesa y los ojos cerrados. Con cada nuevo ruido los volvía a abrir y miraba hacia la puerta.

Isabelle y su padre callaban. La hija contemplaba con tristeza lo que la rodeaba. Incluso a oscuras era evidente el deterioro de la casa familiar. Cuando Henri du Moulin supo que habían muerto sus dos hijos varones dejó de ocuparse de la granja: los campos permanecían en barbecho, había goteras, las cabras se escapaban, los ratones hacían sus nidos entre el grano. El interior de la casa estaba sucio y húmedo, pese al calor y la sequedad de la poca de la cosecha.

Isabelle oía correr a los ratones en la oscuridad.

– Necesitas un gato -susurró.

– Tenía uno -replicó su padre-, pero se fue. Aquí no se queda nadie.

Cuando estaba a punto de amanecer oyeron un movimiento en el patio, el ruido apagado de un caballo. Jacob se levantó deprisa.

– Es nuestro caballo -dijo.

Al principio no reconocieron a Etienne. A la figura que se balanceaba en el umbral no le quedaban más que unas pocas manchas de pelo chamuscado en el cuero cabelludo. Cejas y pestañas rubias habían desaparecido, le manera que sus ojos parecían flotarle en la cara sin sujeción alguna. Se le había quemado la ropa y estaba cubierto de hollín de pies a cabeza.

Todos se quedaron inmóviles a excepción de Petit Jean, que tomó una mano de aquella figura entre las suyas.

– Ven, papá-dijo, conduciendo a Etienne a uno de los bancos de la mesa.

Etienne hizo un gesto hacía su espalda.

– El caballo -susurró mientras se sentaba. El caballo esperaba pacientemente en el patio, los cascos envueltos en tela para apagar el ruido. Tenía quemadas la crin y la cola, pero por lo demás parecía ileso.

El pelo que le creció a Etienne -algunos meses después y a muchos kilómetros de distancia- era gris, Nunca recuperó ni las cejas ni las pestañas.


Etienne y Hannah siguieron inmóviles ante la mesa de Henri du Moulin, aturdidos, incapaces de pensar o de actuar. Isabelle y su padre trataron durante todo el día de hablar con ellos, pero sin éxito. Hannah no decía nada y Etienne se limitaba a anunciar que tenía sed o que estaba cansado; a continuación cerraba los ojos.

Isabelle, por fin, los sacó de la apatía gritando desesperada:

– Tenemos que marcharnos cuanto antes. Los soldados seguirán buscándonos y a la larga alguien les dirá que miren aquí.

Conocía a la gente del pueblo: eran leales. Pero si se les ofrecía lo suficiente, o se los amenazaba de verdad, revelarían un secreto, incluso a un católico.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Etienne.

– Quizá debáis esconderos en el bosque hasta que sea posible regresar sin peligro -sugirió Henri du Moulin.

– No podemos volver allí -replicó Isabelle- Las cosechas están arrasadas, la casa ya no existe. Sin el duque carecemos de protección frente a los católicos. Seguirán buscándonos. Y -eligió las palabras con cuidado, para convencerlos con su propio argumento- sin la casa nunca estaremos seguros.

Y además no quiero regresar a tanto sufrimiento, añadió para sus adentros.

Etienne y su madre se miraron.

– Podríamos ir a Alés -continuó Isabelle-. A reunirnos con Susanne y Bertrand.

– No -dijo Etienne con firmeza-. Tomaron su decisión, que fue abandonar esta familia.

– Pero… -Isabelle se interrumpió, temerosa de que una discusión echara a perder la poca influencia que aún le quedaba. Tuvo una visión repentina del vientre de Susanne abierto de un tajo por el soldado encontrado en el campo y comprendió que Bertrand había tomado la decisión correcta.

– La carretera de Alés será peligrosa -dijo su padre-. Podría suceder allí lo mismo que ha sucedido aquí.

Los niños habían escuchado en silencio. Pero ahora intervino Marie.

– Mamá, ¿dónde podemos estar a salvo? -preguntó-. Dile a Dios que queremos estar a salvo.

Isabelle asintió con un gesto de cabeza.

– Calvino -anunció-. Podemos ir con Calvino. A Ginebra, donde estaremos a salvo. Donde la Verdad es libre.


Esperaron a que cayera la noche, inquietos y acalorados. Isabelle hizo que los niños limpiaran la casa mientras ella cocía pan en la parrilla de la chimenea. Su madre, su hermana y también ella habían utilizado aquella parrilla todos los días; ahora tuvo que limpiarla de excrementos de ratones y telarañas. El hogar parecía no utilizarse nunca, y se preguntó qué comía su padre.

Henri du Moulin se negó a marcharse con ellos, aunque su relación con los Tournier lo convertía también en blanco de represalias.

– Ésta es mi granja -dijo con aspereza-. Los católicos no me van a echar de aquí.

Insistió en que se llevaran el carro, la única pertenencia de valor que aún le quedaba, además del arado. Lo limpió, reparó una de las ruedas y, para que pudieran sentarse, colocó la tabla en su sitio, sobre el armazón. Al hacerse de noche lo sacó al patio y lo cargó con un hacha, tres mantas y dos sacos.

– Castañas y patatas -le explicó a Isabelle.

– ¿Patatas?

– Para el caballo y para ti.

Hannah le oyó y manifestó su desagrado poniéndose tensa. Petit Jean, que sacaba el caballo del establo, se echó a reír.

– ¡Las personas no comen patatas, abuelo! Sólo los mendigos.

Al padre de Isabelle las manos se le hicieron puños.

– Ya verás cómo las agradeces cuando os saquen de un apuro, mon petit. Todos los seres humanos son pobres a los ojos de Dios.

Una vez preparados, Isabelle contempló a su padre con detenimiento, deseosa de aprenderse todas sus facciones para guardarlas siempre en la cabeza.

– Ten cuidado, papá -susurró-. Quizá vengan los soldados.

– Lucharé por la Verdad -replicó-. No tengo miedo -la miró y, alzando brevemente la barbilla, añadió-: Courage, Isabelle.

Su hija apretó las comisuras de la boca hasta conseguir una sonrisa que contuviera las lágrimas, luego le puso las manos en los hombros y, de puntillas, lo besó tres veces.

– Bah, has aprendido a besar como los Tournier -murmuró.

– Calla, papá. Ahora soy una Tournier.

– Pero tu apellido sigue siendo du Moulin. No lo olvides.

– No -hizo una pausa-. Acuérdate de mí.

Marie, que nunca lloraba, derramó lágrimas durante una hora después de que lo dejaran, inmóvil al borde del camino.


El caballo no podía con todos. Hannah y Marie se sentaban en el carro mientras los demás caminaban detrás, con Etienne o Petit Jean conduciendo al animal. A veces, uno de ellos subía al carro para descansar, y el caballo avanzaba más despacio.

Tomaron la dirección de Mont Lozére. La luna brillaba en el cielo, iluminándoles el camino, pero haciéndolos también más visibles. Cada vez que oían un ruido extraño se salían del camino. Finalmente alcanzaron la cumbre, el Col de Finiels, y escondieron el carro mientras Etienne, con el caballo, salía en busca de los pastores, que sin duda conocerían la ruta hacia Ginebra.