Isabelle, atenta a todos los ruidos, esperó junto al carro mientras los demás dormían. Sabía que muy cerca se hallaba el nacimiento del Tarn, que iniciaba allí su largo descenso montaña abajo. Nunca volvería a ver el río, nunca sentiría su contacto. En silencio, empezó a llorar por vez primera desde que el administrador del duque los despertara a media noche.

Entonces sintió unos ojos que la miraban, aunque no eran los ojos de un desconocido. Era una sensación familiar, la sensación del río en su piel. Al buscar con la vista, lo encontró recostado en una roca a muy poca distancia. El pastor no se movió cuando ella lo miró.

Después de secarse las lágrimas, se acercó a donde estaba. Se miraron fijamente. Isabelle extendió el brazo y le tocó la cicatriz de la mejilla.

– ¿Cómo te la hiciste?

– Me lo ha hecho la vida.

– ¿Cómo te llamas?

– Paul.

– Nos vamos. A Suiza.

Él asintió, calmándola con sus ojos oscuros.

– Acuérdate de mí.

Paul asintió de nuevo.

– Vamos, Isabelle -oyó susurrar a Etienne a su espalda-. ¿Qué haces ahí?

– Isabelle -repitió Paul en voz baja. Sonrió, los dientes brillantes bajo el claro de luna. Un instante después había desaparecido.


– La casa. El establo. Nuestra cama. La cerda con sus cuatro lechones. El cubo en el pozo. El chal marrón de Mémé. La muñeca que me hizo Bertrand. La Biblia.

Marie enumeraba todo lo que hablan perdido. Al principio Isabelle no la oía por el ruido de las ruedas. Luego entendió.

– ¡Calla! -exclamó.

Marie guardó silencio. O por lo menos dejó de enumerar en voz alta. Isabelle le veía el movimiento de los labios.

Nunca mencionaba al abuelo Jean.

Luego sintió una opresión en el pecho al pensar en la Biblia.

– ¿Estará todavía allí? -le preguntó en voz baja a Etienne. Habían alcanzado el río Lot, al fondo de la otra vertiente de Mont Lozére; Isabelle ayudaba a Etienne a guiar el caballo mientras cruzaban la corriente.

– Escondida en el nicho de la chimenea -añadió- Quizá la haya protegido del fuego. Nunca la encontrarán.

Su marido la miró cansinamente.

– No nos queda nada y papá ha muerto -replicó-. La Biblia no nos va a ayudar ahora. No tiene ningún valor para nosotros.

Pero las palabras de la Biblia lo valen todo, pensó Isabelle. ¿No son el motivo de que nos vayamos, precisamente esas palabras?


A veces, cuando Isabelle descansaba en el carro de espaldas al sentido de la marcha y contemplaba el camino que dejaban atrás, creía ver a su padre corriendo tras ellos. Entonces cerraba los ojos con fuerza un momento; cuando los volvía a abrir Henri du Moulin había desaparecido. A veces una persona de carne y hueso ocupaba su lugar, una mujer inmóvil junto al camino, hombres que segaban, rastrillaban o cavaban en los campos, alguien a lomos de un borrico. Todos se quedaban quietos y los miraban pasar.

A veces niños de la edad de Jacob les tiraban piedras y Etienne tenía que sujetar a Petit Jean para que no se peleara. Marie se ponía de pie en el extremo mismo del carro, mirando a aquellos desconocidos. Las piedras no la alcanzaban nunca. En una ocasión sí dieron a Hannah: solo cuando Etienne se volvió para hablar con ella, mucho después de que los muchachos hubieran desaparecido, vio las gotas de sangre que, desde lo alto de la cabeza, le caían por la mejilla. Su madre siguió mirando al frente mientras Isabelle se inclinaba para limpiarle suavemente la sangre con un trozo de tela humedecido.


Marie empezó a enumerar lo que veía.

– Un granero. Un cuervo. Un arado. Un perro. Y la aguja de una iglesia. Y un montón de heno ardiendo. Y una valla. Y un tronco. Un hacha. Un árbol. Y un hombre en el árbol.

Isabelle alzó los ojos cuando Marie guardó silencio. Lo habían colgado de la rama de un olivo pequeño que apenas soportaba su peso. Se detuvieron y contemplaron el cadáver, desnudo a excepción de un sombrero negro encajado hasta los ojos. El pene se le alzaba rígido como una rama. Luego Isabelle vio las manos rojas, examinó más detenidamente el rostro y se le cortó la respiración.

– ¡Es monsieur Marcel! -exclamó sin poder contenerse.

Etienne chasqueó la lengua y echó a correr, llevándose al caballo, y muy pronto dejaron atrás el olivo, aunque los niños volvieron varias veces la cabeza antes de que el cuerpo se perdiera de vista.

Después, durante unas cuantas horas, Marie no dijo nada. Más tarde empezó de nuevo a enumerar objetos, pero evitó mencionar cualquier cosa hecha por seres humanos. Cuando llegaron a un pueblo se limitó a repetir:

– Y está el suelo. El suelo -una y otra vez hasta que lo atravesaron.


Se habían detenido junto a un arroyo para que bebiera el caballo cuando apareció un anciano en la otra orilla.

– No os paréis aquí -dijo con brusquedad-. No paréis en ningún sitio hasta llegar a Vienne. Aquí está todo muy mal. Tampoco os acerquéis ni a Saint Etienne ni a Lyon.

Luego desapareció en el bosque.

No se detuvieron aquella noche. El caballo caminó pesadamente, exhausto, mientras Hannah y los niños dormían en el carro y Etienne e Isabelle se turnaban para guiar al animal. Durante el día se escondieron en un pinar. Cuando se hizo de noche, Etienne enganchó de nuevo el caballo y se pusieron otra vez en marcha. Unos instantes después, un grupo de hombres salió de entre los árboles a ambos lados del camino hasta rodearlos.

Etienne detuvo el caballo. Uno de los hombres encendió una antorcha; Isabelle vio las hachas y las horcas que llevaban. Etienne pasó el ronzal a Isabelle, buscó dentro del carro y sacó el hacha. Con cuidado apoyó la pala de acero en el suelo y sujetó con fuerza el extremo del mango.

Todo el mundo se quedó quieto. Sólo los labios de Hannah se movieron en una plegaria silenciosa.

Los hombres parecían indecisos sobre cómo empezar. Isabelle miró fijamente al de la antorcha, contemplando cómo su nuez subía y bajaba muy deprisa. Luego sintió un cosquilleo en la oreja: Marie se había acercado al costado del carro y le estaba cuchicheando algo.

– ¿Qué dices? -murmuró Isabelle, sin dejar de mirar al individuo de la antorcha y tratando de no mover los labios.

– El hombre del fuego. Háblale de Dios. Dile lo que Dios quiere que haga.

– ¿Qué quiere Dios que haga?

– Que sea bueno y que no peque -replicó Marie con firmeza-. Y dile que no nos vamos a quedar aquí.

Isabelle se humedeció los labios. Tenía la boca seca,

– Monsieur -empezó, dirigiéndose al individuo de la antorcha. Etienne y Hannah volvieron bruscamente la cabeza al sonido de su voz.

– Monsieur, vamos camino de Ginebra. No nos detendremos aquí. Por favor, permítannos pasar.

Los otros golpearon el suelo con los pies. Unos pocos rieron entre dientes. El de la antorcha dejó de tragar saliva.

– ¿Por qué tendríamos que hacerlo? -preguntó.

– Porque Dios no quiere que peque. Porque matar es pecado.

Estaba temblando y no pudo decir nada más. El hombre de la antorcha dio un paso adelante e Isabelle vio el largo cuchillo de caza sujeto al cinto.

Entonces habló Marie, y el metal de su voz resonó entre los árboles.

– Notre Pére qui es aux cieux, ton nom soit sanctifié -exclamó.

El de la antorcha se detuvo.

– Ton régne vienne, ta volonté soit faite sur la terre comme au ciel.

Una pausa, luego dos voces continuaron.

– Donne-nous aujourd'hui notre pain quotidien -la de Jacob sonaba como guijarros al pisarlos-. Pardonne-nous nos péches, comme aussi nous pardonnons ceux qui nous ont offencés.

Isabelle, después de respirar hondo, añadió su voz a la de los niños.

– Et ne nous induis point dans la tentation, mais délivre-nous du malin; car á toi appartient le régne, la puissance, et la gloire á jamais. Amen.

El individuo de la antorcha siguió inmóvil entre ellos y el grupo de hombres. Miró fijamente a Marie, el silencio más denso que nunca.

– Si nos haces daño -dijo la niña-, Dios te hará daño a ti. Te hará mucho daño.

– ¿Y qué es lo que nos hará, ma petite?-preguntó el otro, divertido.

– ¡Calla, Marie! -susurró Isabelle.

– ¡Te arrojará al fuego! Y no morirás, no de inmediato. Caerás dentro y luego tus entrañas empezarán a rezumar y a cocerse. Y te crecerán los ojos más y más hasta que ¡plaf! ¡Explotarán!

Aquello no era una lección de monsieur Marcel. Isabelle recordó el episodio. Petit Jean había tirado una vez una rana al fuego y los niños se habían reunido en torno al hogar para presenciar su fin.

El hombre de la antorcha hizo algo que Isabelle nunca habría esperado de una persona así en semejante sitio: se echó a reír.

– Eres muy valiente, ma pauvre -le dijo a Marie-, pero un poco alocada. Me gustaría que fueses hija mía.

Isabelle apretó la mano de Marie y el otro lanzó una nueva carcajada.

– Pero ¿qué haría yo con una niña? -se preguntó entre dientes-. ¿Acaso sirven para algo?

Giró bruscamente la cabeza para mirar a sus compañeros y apagó la antorcha. Todos desaparecieron enseguida en el bosque.

La familia Tournier esperó mucho tiempo; nadie se presentó. Finalmente Etienne chasqueó la lengua y el caballo reemprendió la marcha, más despacio que antes.

Por la mañana Isabelle descubrió la primera hebra roja en el pelo de Marie. Se la arrancó y la quemó.

4. La búsqueda

Volví corriendo al despacho, con una postal en la mano que reproducía el cuadro de Tournier. Rick estaba sentado en una banqueta alta delante de su tablero de dibujo, y la luz de un flexo destacaba la silueta de sus pómulos y la flecha de su mandíbula. Aunque miraba fijamente el croquis que tenía delante, su imaginación, sin duda, se había trasladado más allá del papel. Con frecuencia se pasaba horas visualizando en detalle lo que acababa de diseñar: accesorios, instalación eléctrica, fontanería, ventanas, ventilación. Se lo imaginaba todo y lo mantenía en la cabeza; se paseaba por allí, se sentaba, vivía en el sitio, buscándole los defectos.

Me quedé mirándolo, luego metí la postal en el bolso de mano y me senté, la euforia anterior en franco retroceso. De repente no quería compartir con él mi descubrimiento.

Pero tendría que decírselo, argumenté conmigo misma. Voy a decírselo.

Rick alzó la vista del tablero con una sonrisa.

– ¿Qué tal? -preguntó.

– Lo mismo digo. ¿Todo en orden? ¿Estructura sólida?

– Sólida hasta el momento. Y buenas noticias -agitó un fax-. Una empresa alemana quiere que vaya a verlos dentro de una semana o dos. Si sale bien, conseguiremos un contrato enorme. Este despacho tendrá trabajo para años.

– ¿De verdad? ¡Eres toda una estrella! -sonreí y le dejé que hablara de aquello unos cuantos minutos.

– Escucha, Rick -empecé cuando hubo terminado- He encontrado una cosa en un museo cercano. Mira -saqué la postal y se la pasé. La colocó bajo la luz del flexo.

– Es el azul del que me has hablado, ¿verdad?

– Sí -me coloqué detrás y le pasé los brazos alrededor del cuello. Advertí una rigidez momentánea; me aseguré de que ninguna de las manchas de psoriasis estuviera en contacto con su piel.

– ¿Adivinas quién es el autor? -le apoyé la barbilla en el hombro.

Hizo intención de volver la postal pero le detuve.

– Adivina.

Rió entre dientes.

– Vamos, cielo, te consta que no sé nada de pintura -estudió el cuadro-. Uno de esos pintores italianos del Renacimiento, supongo.

– No. Es francés.

– Ah, bueno, uno de tus antepasados, en ese caso.

– ¡Rick! -le golpeé el brazo-. ¡Has mirado!

– ¡Claro que no! Bromeaba -le dio la vuelta a la postal-. ¿De verdad es un pariente tuyo?

– Sí. Me da el pálpito que sí.

– ¡Caramba!

– ¿Verdad que sí? -le sonreí. Rick me pasó un brazo por la cintura y me besó mientras movía el brazo para abrirme la cremallera del vestido. Había llegado ya a la cintura antes de que me diera cuenta de que iba en serio-. Un momento -jadeé-. ¡Vamos a esperar a llegar a casa!

Se echó a reír y cogió una grapadora.

– ¡Cómo! ¿No te gusta mi grapadora? ¿Qué tal el cartabón? -cambió la dirección del flexo para que el haz de luz rebotara en el techo-. ¿No te excita mi iluminación ambiental?

Le di un beso y me subí la cremallera.

– No es eso. Me parece que deberíamos…, quizá no es el mejor momento para hablar de ello, pero creo que no estoy tan segura de querer un hijo. Tal vez deberíamos esperar un poco más antes de intentarlo.

Puso cara de sorpresa.

– Pero lo habíamos decidido -a Rick le gustaba atenerse a sus decisiones.