– No, eso es una coincidencia. Se está dejando seducir por las coincidencias.

– Y usted por suposiciones.

– El que usted viva cerca de Toulouse y él trabajara en Toulouse no significa que sean ustedes parientes. Y el apellido Tournier no es tan poco frecuente. Y en cuanto a que haya soñado con su azul, bueno, se trata de un azul fácil de recordar en un sueño porque es un color muy intenso. Sería más difícil recordar un azul más oscuro, ¿no es cierto?

– Dígame, ¿por qué se empeña tanto en demostrar que no es pariente mío?

– Porque basa usted todo su argumento en coincidencias e intuiciones y no en pruebas concretas. Está deslumbrada por un cuadro, un determinado azul, y por eso y por el apellido del pintor decide que es antepasado suyo. No. No soy yo quien tiene que convencerla de que Nicolas Tournier no es pariente suyo; es usted quien tiene que convencerme de lo contrario.

Tengo que hacerlo callar, pensé Dentro de poco habré perdido toda esperanza.

Quizá mi cara reflejó lo que estaba pensando, porque cuando Jean-Paul volvió a hablar su tono fue más amable.

– Creo que ese tal Nicolas Tournier no le va a ser de ayuda. Creo que quizá sea, ¿cómo lo dicen ustedes?, una huella falsa.

– ¿Cómo? -me eché a reír-. Quiere decir una pista falsa. Puede que tenga razón -hice una pausa-. Pero lo cierto es que el tal Nicolas ha tomado el poder. Ni siquiera recuerdo lo que tenía intención de hacer sobre este asunto de mis antepasados antes de que apareciera.

– Se había propuesto encontrar a sus parientes de las Cevenas, tanto tiempo perdidos.

– Puede que todavía lo haga -la cara que puso me hizo reír-. Sí que lo voy a hacer. ¿Sabe? Toda su argumentación sólo me da más ganas de demostrar lo equivocado que está. Quiero encontrar pruebas; sí, pruebas concretas que hasta usted tenga que aceptar, sobre mis antepasados «tanto tiempo perdidos». Sólo para hacerle ver que los presentimientos no siempre se equivocan.

Nos quedamos los dos callados. Pasé a apoyarme en la otra pierna; Jean-Paul entornó los ojos para evitar el sol del atardecer. Tuve clara conciencia de que estábamos los dos en una callecita francesa. Separados sólo por medio metro de aire, pensé. Podría…

– ¿Y su sueño? -preguntó-. ¿Todavía se repite?

– No, no. Parece haber desaparecido.

– Entonces, ¿quiere que llame al archivo de Mende y les diga que va a ir?

– ¡No! -mi grito hizo que los peatones volvieran la cabeza-. Eso es exactamente lo que no quiero que haga -susurré-. No intervenga a no ser que pida su ayuda, ¿de acuerdo? Si necesito ayuda se la pediré.

Jean-Paul alzó los brazos como si lo apuntara con una pistola.

– Perfecto, Ella Tournier. Trazamos una línea aquí y yo me quedo en mi lado, ¿no es eso? -dio un paso atrás a partir de la línea imaginaria y la distancia entre nosotros aumentó.


La noche siguiente, mientras cenábamos en el patio, le conté a Rick que quería ir a las Cevenas para ver los registros de la familia.

– ¿Te acuerdas de que escribí a Jacob Tournier en Suiza? -le expliqué-En su respuesta me contaba que los Tournier eran originariamente de las Cevenas. O al menos eso parece lo más probable -sonreí para mis adentros. Estaba aprendiendo a relativizar mis afirmaciones-. Quiero echar una ojeada.

– Pero yo creía que ya te habías informado sobre tu familia, con el pintor y todo lo demás.

– Bueno, eso no es definitivo, en realidad. Todavía no -añadí muy deprisa-. Quizá encuentre allí algo para probarlo.

Para sorpresa mía frunció el ceño.

– Supongo que es algo que se ha inventado Jean-Pierre.

– Jean-Paul. No, ni mucho menos. Más bien lo contrario. Cree que no voy a encontrar nada.

– ¿Quieres que vaya contigo?

– Tengo que hacerlo durante la semana, cuando está abierto el archivo.

– Podría dejar el despacho un par de días e ir contigo.

– Pensaba hacerlo la semana que viene.

– No; la semana que viene no puedo. El despacho es una pura locura con el contrato alemán. Quizá más adelante, durante el verano, cuando se calmen las cosas. En agosto.

– ¡No puedo esperar hasta agosto!

– Ella, ¿por qué te interesas ahora tanto por tus antepasados? Nunca lo habías hecho antes.

– Nunca había vivido en Francia.

– Sí, pero parece que le das muchísima importancia. ¿Qué esperas conseguir con ello?

Me disponía a decir algo sobre el deseo de que me aceptaran los franceses, sobre sentir que el país era algo mío, pero lo que me encontré diciendo fue:

– Quiero que desaparezca la pesadilla azul.

– ¿Crees que si averiguas algo sobre tu familia te librarás de una pesadilla?

– Sí -me recosté y contemplé la parra. Empezaban a aparecer diminutos racimos de uvas verdes. Sabía que carecía de sentido, que no existía un vinculo entre el sueño y mis antepasados. Pero en mi cabeza la conexión estaba hecha, de todos modos, y decidí tercamente no renunciar a ella.

– ¿Irá Jean-Pierre contigo?

– ¡No! Escucha, ¿por qué te parece todo tan mal? No lo haces nunca. Esto es algo que me interesa. Es la primera cosa que realmente he querido hacer desde que llegamos. Lo menos que podías hacer es echarme una mano.

– Pensaba que lo que realmente querías era tener un hijo. Y en eso sí que te he echado una mano.

– Sí, pero… -no deberías limitarte a echarme una mano en algo tan importante, pensé. Deberías quererlo además.

Últimamente había empezado a pensar muchas cosas que mi censura personal rechazaba.

Rick se me quedó mirando, el ceño fruncido; luego hizo un esfuerzo deliberado para relajarse.

– Tienes razón. Claro que tienes que ir, cariño. Si te hace feliz es lo que tienes que hacer.

– No, Rick, no… -me callé. No servía de nada criticarlo. Trataba de colaborar sin entender lo que sucedía. Al menos lo intentaba.

– Escucha, me voy a ir unos días, eso es todo. Si descubro algo, estupendo. Si no, tampoco pasa nada. ¿De acuerdo?

– Ella, si descubres algo te invitaré al mejor restaurante de Toulouse.

– Vaya, gracias. Eso hace que me sienta mucho mejor.

El sarcasmo es la forma más mezquina del humor, según mi madre. Mi observación aún lo resultó más por la expresión dolorida que apareció en los ojos de Rick.


La mañana de mi marcha era fresca y soleada; las tormentas con aparato eléctrico de la noche anterior habían hecho desaparecer la tensión en la atmósfera. Le di a Rick un beso de despedida cuando se dirigía a la estación de ferrocarril, luego cogí el coche y salí en dirección contraria. Era un alivio marcharme. Lo celebré con música ruidosa, abriendo las dos ventanillas y plegando la capota para dejar que el aire me azotara.

La carretera, que seguía el Tarn hasta Albi, ciudad catedralicia llena de turistas de junio, se dirigía luego hacia el norte, alejándose del río. Me encontraría de nuevo con el Tarn en las Cevenas, camino de su nacimiento. Más allá de Albi el paisaje empezó a cambiar, primero se amplió el horizonte a medida que subía, luego se estrechó cuando las colinas me rodearon y el cielo pasó de azul a gris. A las amapolas y a las zanahorias silvestres se les añadían flores nuevas: arísaros de color rosa, margaritas y, en especial, retama, con su olor fuerte, como a moho. Los arboles se oscurecieron. Los campos ya no estaban cultivados, sino convertidos en prados donde pastaban vacas y cabras de color oscuro. Los ríos se hacían más pequeños, más rápidos y más ruidosos. De repente las casas cambiaron: la piedra caliza de color claro se convirtió en duro granito de color gris pardo, al tiempo que los techos se hacían más angulares, cubiertos con pizarra plana más que con tejas curvas. Todo se hizo más pequeño, más oscuro, más serio.

Cerré las ventanillas y la capota y apagué la música. Mi estado de ánimo parecía ligado al paisaje. No me gustaba contemplar aquella tierra hermosa y triste. Hacía que me acordara del azul.

La ciudad de Mende puso el colofón tanto al paisaje como a mi humor. Sus calles estrechas estaban rodeadas por una avenida circular repleta de tráfico que daba la sensación de encerrar la ciudad. La catedral ocupaba el centro, y las dos agujas de diferentes dimensiones creaban una apariencia torpe, improvisada. El interior era oscuro y deprimente. Escapé y, desde los escalones de la entrada, contemplé los grises edificios de piedra que me rodeaban. ¿Es esto las Cevenas?, pensé. Luego me reí de mí misma: había dado por sentado, claro está, que la tierra de los Tournier tenía que ser hermosa.

El viaje desde Lisle había sido largo; incluso las carreteras nacionales se curvaban y ascendían, exigiendo más concentración que las rectas autopistas americanas.

Estaba cansada y de humor poco caritativo, situación que no mejoró con una habitación de hotel oscura y angosta y una cena solitaria en una pizzería donde todos los clientes eran parejas o viejos. Pensé en llamar a Rick, pero me di cuenta de que en lugar de animarme sólo serviría para que me sintiera peor, recordándome el vacío que estaba creciendo entre nosotros.


El archivo provincial se hallaba en un edificio nuevo, hecho de piedra de color salmón y blanco, y de metal pintado de azul, verde y rojo. La sala para los investigadores era grande y espaciosa y las mesas estaban casi llenas de personas que examinaban documentos. Todo el mundo parecía saber exactamente lo que hacía allí. Me sentí como con frecuencia me sucedía en Lisle: en mi calidad de extranjera, mi lugar estaba en el límite exterior, desde donde podía ver y admirar a los indígenas pero nunca participar.

Una mujer alta, de pie detrás del escritorio principal, me miró y me sonrió. Era más o menos de mi edad, cabellos rubios cortos y gafas amarillas. Ah, gracias a Dios, no es otra madame, pensé. Me acerqué al escritorio y dejé el bolso.

– No sé lo que estoy haciendo aquí -dije-. Por favor, ¿podría ayudarme?

Su carcajada resultó el grito más improbable para un lugar tan tranquilo.

– Alors, ¿qué es lo que busca? -me preguntó, sin dejar de reír, los ojos azules aumentados por los gruesos cristales. Nunca había visto a nadie llevar unas gafas así con tanta elegancia.

– Cabe que un antepasado mío, llamado Etienne Tournier, viviera en las Cevenas en el siglo XVI. Me gustaría saber más sobre él.

– ¿Sabe cuándo nació o murió?

– No. Sé que la familia se trasladó a Suiza en algún momento, pero no sé cuándo, aunque debió de ser antes de 1576.

– ¿No sabe fechas de nacimientos ni de muertes? ¿Qué me dice de sus hijos? ¿O incluso de sus nietos?

– Sé que tuvo un hijo, Jean, quien, a su vez, tuvo un hijo en 1590.

La archivera hizo un gesto de asentimiento.

– De manera que su hijo Jean nació entre, pongamos, 1550 y 1575; y Etienne, el padre, entre veinte y cuarenta años antes, digamos que a partir de 1510. En consecuencia busca usted entre 1510 y 1575, algo por el estilo, no es cierto?

Hablaba francés tan deprisa que no pude contestarle de inmediato: me estaba abriendo camino a través de sus cálculos.

– Creo que sí -repliqué por fin, preguntándome si debería mencionar además a los pintores Tournier, Nicolas y André y Claude.

No me dio la oportunidad.

– Tiene usted que mirar registros de bautismos, matrimonios y defunciones -me informó-. Y quizá también compoix, registros de tributos. Veamos, ¿de qué pueblo procedían?

– No lo sé.

– Ah, eso es un problema. Las Cevenas es una región muy grande, ¿sabe? Por supuesto no hay demasiados registros de aquella época. Por entonces todo eso lo conservaban las iglesias parroquiales, pero muchos se quemaron o se perdieron durante las guerras de religión. De manera que quizá no sea demasiado lo que tenga que mirar. Si supiera usted el nombre del pueblo, le podría decir inmediatamente lo que tenemos, pero no se preocupe, vamos a ver lo que podemos encontrar.

Revisó un inventario de documentos que se conservaban allí y en otros archivos del département. Estaba en lo cierto: en toda la región sólo había un puñado de documentos del siglo XVI. Los pocos que quedaban debían de haber sobrevivido de manera totalmente casual. Estaba claro que sería pura suerte que apareciera un Tournier en los registros disponibles.

Solicité las colecciones pertinentes que se conservaban en el edificio y que se correspondían con las fechas indicadas por la archivera. No tenía seguridad alguna sobre lo que iba a encontrar: había estado utilizando el término «registro» de manera amplia, y esperaba algún equivalente, en siglo XVI, a mi propio certificado de nacimiento o acta de matrimonio. Cinco minutos después la archivera se presentó con unas cuantas cajas de microfichas, un libro cubierto con papel marrón protector y una caja enorme. Sonrió para darme ánimos y me dejó con todo aquello. La miré mientras volvía al escritorio y sonreí para mis adentros ante sus zapatos de plataforma y su minifalda de cuero.