Empecé por el libro. Estaba encuadernado en piel de becerro color hueso un poco grasienta, la portada adornada con una antigua anotación musical y un texto en latín. La primera letra de cada línea era más grande y de color rojo y azul. Lo abrí por la primera página, que procedí a alisar; era emocionante tocar algo tan antiguo. El texto estaba escrito con tinta marrón y, aunque muy nítido, parecía hecho más para ser admirado que leído: no entendí una sola palabra. Varias letras eran prácticamente idénticas y, cuando por fin empecé a reconocer unas cuantas palabras aquí y allí, me di cuenta de que daba lo mismo; me había topado con un idioma desconocido. Luego empecé a estornudar.
La archivera reapareció veinte minutos después para ver qué tal me iba. Le expliqué que había avanzado diez páginas, que había encontrado algunas fechas y que poco a poco iba reconociendo lo que parecían ser nombres. Alcé los ojos:
– ¿Está en francés este documento?
– Francés antiguo.
– Ah -no había pensado en esa posibilidad.
Mi interlocutora examinó la página y recorrió varias líneas con una uña rosada.
– Una mujer embarazada ahogada en el río Lot, mayo de 1574. Une inconnue, la pauvre -murmuró-. Esas muertes no le sirven de gran cosa, ¿verdad?
– Imagino que no -respondí antes de volver a estornudar sobre el libro.
La archivera rió y yo me disculpé.
– Todo el mundo estornuda. Mire a su alrededor, ¡pañuelos por todas partes!
Oímos un estornudo muy discreto de un anciano al otro extremo de la sala y se nos escapó una risa ahogada.
– Descanse un poco del polvo -dijo-. Venga a tomarse un café conmigo. Me llamo Mathilde -me tendió la mano y sonrió-. Es lo que hacen los americanos, ¿verdad? ¿No se dan la mano cuando se conocen?
Nos sentamos en el café a la vuelta de la esquina y pronto hablábamos ya como viejas amigas. Pese a la velocidad con la que se expresaba era fácil hablar con ella. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos la compañía femenina. Mathilde me hizo un millón de preguntas sobre los Estados Unidos y, más en particular, sobre California.
– ¿Qué haces aquí? -suspiró por fin, cuando empezamos a tutearnos-. ¡Yo me iría a California sin pensármelo dos veces!
Me esforcé por pensar una respuesta que dejase claro cómo, al venir a Francia, no me había limitado a seguir a Rick, que era lo que Jean-Paul había dado a entender. Pero Mathilde siguió hablando antes de que pudiera contestarla y comprendí que no pretendía que le explicara mi comportamiento.
Tampoco le sorprendía mi interés por unos antepasados remotos.
– La gente se interesa por su historia familiar constantemente -comentó.
– Me siento mas bien estúpida haciéndolo -confesé-. ¡Es tan poco probable que encuentre algo!
– Cierto -admitió-. Si he de ser sincera, la mayoría de la gente fracasa cuando se remonta tan atrás. Pero no te desanimes. De todos modos, los registros son interesantes, ¿no te parece?
– Si, pero me cuesta demasiado entender lo que dicen. En realidad sólo distingo las fechas y en algunos casos los nombres.
Mathilde sonrió.
– Si te parece que ese libro es difícil de leer, ¡espera a las microfichas! -se echó a reír al ver mi expresión-. Hoy no tengo demasiado que hacer -continuó-. Sigue con el libro y yo miraré las microfichas. ¡Estoy acostumbrada a esa letra antigua!
Le agradecí el ofrecimiento. Mientras ella se sentaba ante el aparato para ver las microfichas, pasé a la caja, cuyo contenido, según la explicación de Mathilde, era un libro de compoix, registros de impuestos sobre cosechas. La letra, siempre la misma, resultaba casi incomprensible. Me llevó el resto del día examinarlo. Al final estaba exhausta, pero a Mathilde parecía desilusionarla que no hubiera nada más que consultar.
– ¿De verdad es esto todo lo que hay? -preguntó, hojeando el inventario una vez más-. Attends, hay un libro de compoix de 1570 en la mairie de Le Pont de Montvert. ¡Claro, monsieur Jourdain! Hace un año le ayudé a hacer el inventario de esos registros.
– ¿Quién es monsieur Jourdain?
– El secretario de la mairie.
– ¿Crees que merece la pena?
– Bien sûr. Y aunque no encuentres nada, Le Pont de Montvert es un sitio precioso. Un pueblecito al pie de Mont Lozére -miró su reloj de pulsera-. Mon Dieu…, tengo que recoger a Sylvie! -agarró el bolso y me sacó fuera casi a empujones, riendo entre dientes mientras cerraba la puerta con llave detrás de mí-. Te divertirás con monsieur Jourdain. ¡Si no te come viva, claro!
A la mañana siguiente me puse temprano en camino y elegí la ruta turística para ir a Le Pont de Montvert. A medida que subía por la carretera que lleva a la cima de Mont Lozére el paisaje se fue abriendo e iluminando, al tiempo que se hacia más yermo. Pasé por pueblitos polvorientos donde los edificios eran únicamente le granito, incluidas las tejas, sin apenas un toque de pintura para distinguirlos de la tierra circundante. Muchas casas estaban abandonadas, desaparecidos los techos, chimeneas desmoronadas, postigos torcidos. Vi pocas personas y, por encima de cierta altura, ningún automóvil. Muy pronto sólo quedaron bloques de granito, retamas, brezos y algún que otro grupo de pinos de cuando en cuando.
Esto ya se parece más a lo que imaginaba, pensé.
Me detuve cerca de la cumbre, en un lugar llamado Le Col de Finiels, y me senté en el capó del coche. Al cabo de unos minutos se detuvo el ventilador automático y el silencio me pareció maravilloso; me puse a escuchar y oí el canto de algunos pájaros y el sordo bramido del viento Según el mapa, hacia el este, a través de un pinar y más allá de una colina, se hallaba el nacimiento del Tarn. Tuve la tentación de ir en su busca.
Pero lo que hice fue descender por el otro lado del ponte, zigzagueando, hasta que la última revuelta me llevó por la simple fuerza de la gravedad, hasta Le Pont de Montvert, donde pasé un hotel, un colegio, un restaurante y unas cuantas tiendas y bares. De la carretera salían caminos que luego serpenteaban entre las casas construidas colina arriba. Por encima de los techos más bajos vi el tejado de una iglesia con un campanario de piedra.
Vislumbré el agua del otro lado de la carretera, donde, oculto por una valla baja de piedra, corría el Tarn. Aparqué junto a un viejo puente, por el que entré a pie, para contemplar el río desde arriba.
Allí el Tarn había cambiado por completo. En lugar de ser ancho y pausado, no tenía más allá de seis metros de orilla a orilla y galopaba como un torrente. Contemplé los cantos rodados de intensos colores rojos y amarillos que brillaban bajo el agua. Me costó trabajo apartar los ojos.
Esta agua recorrerá todo el camino hasta Lisle, pensé. Todo el camino hasta donde vivo.
Eran las diez de la mañana de un miércoles. Quizá Jean-Paul estuviera sentado en el café, contemplando también el río.
Basta, Ella, me dije, enérgica. Piensa en Rick o no pienses en nadie.
Por fuera la mairie -un edificio gris con postigos marrones y una bandera francesa que colgaba, flácida, de una de las ventanas- era bastante presentable. Dentro, en cambio, aquello parecía un baratillo; el sol se filtraba a través de una niebla hecha de polvo. En el rincón más distante, junto a una mesa, monsieur Jourdain leía el periódico. Era bajo y rollizo, de ojos saltones, piel cetrina y una de esas barbas de mala calidad que desaparecen a mitad de camino cuello abajo y desdibujan la línea de la mandíbula. Su mirada era de desconfianza mientras yo me abría camino entre gastados muebles antiguos y montones de papeles.
– Bonjour, monsieur Jourdain -le saludé con tono decidido.
Gruñó algo y siguió mirando el periódico.
– Me llamo Ella Turner…, Tournier -continué, pronunciando el francés con mucho cuidado-. Me gustaría examinar algunos registros que conservan ustedes aquí, en la mairie. Más concretamente un compoix de 1570. ¿Podría verlo?
Me miró brevemente y luego continuó leyendo el periódico.
– ¿Monsieur? Es usted monsieur Jourdain, ¿no es cierto? En Mende me dijeron que tenía que hablar con usted.
Monsieur Jourdain se pasó la lengua por los dientes. Miré su periódico. Leía la sección deportiva, las páginas de las carreras de caballos.
Dijo algo que no entendí.
– Pardon?-le pregunté.
Volvió a hablar de manera incomprensible y me pregunté si estaba borracho. Cuando le pedí una vez más que repitiera lo que había dicho, agitó las manos y me salpicó de saliva, soltando un torrente de palabras. Di un paso atrás.
– ¡Dios mío! ¡Menuda caricatura! -murmuré en inglés.
Entornó los ojos y volvió a gruñir; di media vuelta Y me marché. Estuve un rato echando chispas mientras me tomaba un café en un bar, luego busqué el teléfono de los archivos de Mende y llamé a Mathilde desde una cabina.
Lanzó un grito cuando le expliqué lo sucedido.
– Déjamelo a mí -me aconsejó-. Vuelve dentro de media hora.
Lo que Mathilde le dijo por teléfono a monsieur Jourdain dio resultado, porque, pese a lo hostil de su mirada, me llevó por un pasillo hasta una habitación poco espaciosa que albergaba una mesa desbordada de papeles.
– Attendez -murmuró antes de marcharse.
Me pareció estar en un almacén; mientras esperaba fisgoneé un poco. Había cajas y libros por todas partes, algunos muy antiguos. Montones de papeles que parecían documentos oficiales descansaban directamente sobre el suelo, y sobre la mesa había muchas cartas sin abrir, todas dirigidas a Abraham Jourdain.
Al cabo de diez minutos el secretario de la mairie reapareció con una caja grande y la dejó caer sobre la mesa. Luego, sin mirarme ni dirigirme la palabra, se volvió a marchar.
La caja contenía un libro similar al compoix de Mende, aunque más grande y peor conservado. La encuadernación de cuero estaba tan estropeada que ya no mantenía unidas las hojas. Lo traté con el mayor cuidado posible, pero incluso así algunos trocitos y esquinas quedaron reducidos a polvo o se rompieron. Me guardé disimuladamente los fragmentos en los bolsillos, ante el temor de que monsieur Jourdain los encontrase y me gritara.
A mediodía me echó. Sólo llevaba una hora trabajando cuando apareció en el umbral, me miró iracundo y gruñó algo. Sólo me enteré de lo que decía por los golpes que se daba en el reloj de pulsera. Caminó a grandes zancadas por pasillo y vestíbulo para abrir la puerta principal, cerrándola con un portazo cuando hube salido; luego corrió el cerrojo. Me quedé parpadeando al sol, deslumbrada después del tiempo pasado en aquella habitación oscura y polvorienta.
Enseguida me rodearon los niños que salían de un vecino patio de recreo.
Respiré hondo. Gracias a Dios, pensé.
Me compré cosas para almorzar cuando ya estaban cerrando las tiendas: queso, melocotones y un pan de color rojo oscuro que, según me explicó el tendero, era una especialidad local, hecho con castañas. Por un camino entre las casas de granito subí hasta la iglesia, en lo más alto del pueblo.
Era un sencillo edificio de piedra, casi tan ancho como alto. La que me pareció ser la entrada principal estaba cerrada con llave, pero en un lateral encontré una puerta abierta, con la fecha 1828 grabada encima, y me metí dentro. La nave estaba llena de bancos de madera. Había galerías a lo largo de los muros laterales. También un órgano de madera, un facistol y una mesa con una Biblia, abierta, de gran tamaño. Eso era todo. Ningún adorno: ni estatuas, ni crucifijos ni vidrieras. Nunca habla visto una iglesia tan desnuda. Ni siquiera había un altar que diferenciara el lugar del pastor del de los fieles.
Me acerqué a la Biblia, el único objeto en todo el edificio que no era puramente funcional. Parecía antigua, aunque no tanto como el compoix que había estado consultando. Empecé por hojearla. Me llevó algún tiempo -ignoraba el orden de los diferentes libros-, pero a la larga encontré lo que quería. Empecé a leer el salmo treinta y uno: J'ai mis en toi mon espérance: garde-moi donc, Seigneur. Cuando llegué al primer verso de la tercera estrofa, Tu es ma tour et forteresse, los ojos se me habían llenado de lágrimas. Dejé de leer y me fui corriendo.
Tonta, más que tonta, me reñí, recostada en el muro que rodeaba la iglesia, mientras me secaba las lágrimas. Me forcé a comer, parpadeando bajo el brillante resplandor del sol. El pan de castañas sabia dulce, estaba muy seco y se me atragantaba. Durante el resto del día me quedó la sensación de que seguía allí.
Cuando regresé a la mairie, monsieur Jourdain, las manos entrelazadas, estaba otra vez en su mesa. No leía el periódico; de hecho daba toda la sensación de estar esperándome.
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