Hubo un silencio incómodo. Jean-Paul se volvió hacia mí y dijo en inglés:
– ¿Qué tal sus investigaciones en Mende? Me encogí de hombros con indiferencia.
– No muy bien. Nada útil. Nada en absoluto, a decir verdad -pero no era indiferencia lo que sentía: pensaba, con un sentimiento de culpa y de placer, que Jean-Paul había llamado a Mathilde y que yo no le había llamado; que el incómodo inglés de Jean-Paul era lo único que revelaba su agitación interior; que Rick y él eran muy distintos; que los dos me vigilaban estrechamente.
– ¿De manera que va a otras ciudades para hacer ese trabajo?
Traté de no mirar a Rick.
– Fui a Pont de Montvert también, pero no encontré nada. No es mucho lo que queda de aquella época. No es tan importante, de todos modos. Da un poco lo mismo, en realidad.
La sonrisa sarcástica de Jean-Paul me decía tres cosas: está mintiendo, creía que iba a ser fácil y ya se lo advertí.
Pero no dijo nada de todo aquello y se quedó mirándome el pelo con fijeza.
– El pelo se le está volviendo rojo -comentó.
– Sí -le sonreí. Lo había expresado de la manera justa: sin preguntas ni acusaciones. Por un momento, mi marido y el mercado desaparecieron.
Rick me deslizó una mano espalda arriba hasta colocármela en el hombro. Reí, nerviosa, y dije:
– Bueno, nos tenemos que ir. Me alegro de verle.
– Au revoir, Ella Tournier -dijo Jean-Paul.
Rick y yo tardamos unos minutos en hablar. Fingí estar absorta en la compra de miel y Rick sopesó berenjenas con las manos. Finalmente dijo:
– De manera que es ése, ¿verdad?
Le lancé una mirada feroz.
– Es el bibliotecario, Rick. Nada más.
– ¿Seguro?
– Sí -hacía mucho tiempo que no le mentía.
Una tarde, al volver de clase de yoga, oí sonar el teléfono cuando todavía estaba en la calle. Corrí para contestar y conseguí decir un «¿diga?» completamente sin aliento antes de que una voz aguda, emocionada, empezase a hablar tan rápidamente que tuve que sentarme y esperar a que terminara. Por fin conseguí hacerme escuchar en francés.
– ¿Quién habla?
– Mathilde, soy Mathilde. Escucha, ¡es maravilloso, tienes que verlo!
– Mathilde, más despacio. No entiendo lo que dices ¿Qué es maravilloso?
Mathilde respiró hondo.
– Hemos encontrado algo sobre tu familia, sobre los Tournier.
– Espera un momento quiénes lo habéis encontrado?
– Monsieur Jourdain y yo ¿Recuerdas que te hablé de que había colaborado antes con él en Le Pont de Montvert?
– Sí
– Bien; hoy no tenia que trabajar en el mostrador principal, de manera que se me ocurrió coger el coche y hacerle una visita, ver la habitación de la que me hablaste. ¡Menudo basurero! De manera que monsieur Jourdain y una servidora empezamos a mirar lo que había por allí. ¡Y en una de las cajas de libros encontró a tu familia!
– ¿Qué quieres decir? ¿Un libro sobre mi familia?
– No, no, apuntada en un libro. Se trata de una Biblia. La primera página de una Biblia. Era donde las familias anotaban los nacimientos, las defunciones y los matrimonios, si es que la tenían.
– Pero ¿cómo había llegado allí?
– Muy buena pregunta. Monsieur Jourdain no se ha portado nada bien. ¡Imagínate dejar desatendidas antigüedades tan valiosas! Al parecer, alguien se presentó con una caja grande llena de libros viejos. Hay todo tipo de cosas, registros antiguos de la parroquia, viejas escrituras de propiedad, pero lo más valioso es la Biblia. Bueno, quizá no tan valiosa, dado el estado en que se encuentra.
– ¿Qué le pasa?
– Se quemó. La mayoría de las páginas están ennegrecidas. Pero enumera a muchos Tournier. Son tus Tournier, de eso monsieur Jourdain está convencido.
Guardé silencio, asimilando lo que oía.
– ¿Puedes venir a verlo?
– Claro. ¿Dónde estás?
– Todavía en Le Pont de Montvert. Pero nos podemos reunir en algún punto intermedio. En Rodez, por ejemplo, dentro de tres horas -pensó durante un momento-. Ya sé. Podemos quedar en el bar Crazy Joe. Está a la vuelta de la esquina desde la catedral, en el barrio viejo. ¡Es americano y te podrás tomar un martini! -rió histéricamente y colgó.
Al salir en coche de Lisle pasé por delante del hôtel de ville. Sigue adelante, Ella, pensé. Jean-Paul no tiene nada que ver con esto.
Paré el coche, salté fuera, corrí al edificio y subí las escaleras. Abrí la puerta de la biblioteca y asomé la cabeza. Jean-Paul estaba solo detrás de su mesa, leyendo un libro. Alzó los ojos para mirarme pero, por lo demás, no se movió.
Me quedé en la puerta.
– ¿Está ocupado? -pregunté.
Se encogió de hombros. Después de la escena del mercado unos días atrás, su distanciamiento no tenía nada de sorprendente.
– He encontrado algo -dije sin levantar la voz-. O más bien debería decir que alguien me ha encontrado algo. Pruebas concretas. Algo que le gustará.
– ¿Tiene que ver con su pintor?
– Me parece que no. Venga conmigo a verlo.
– ¿Dónde?
– Lo han encontrado en Le Pont de Montvert, pero me voy a reunir con ellos en Rodez -miré al suelo-. Quiero que venga conmigo.
Jean-Paul me miró un momento, luego hizo un gesto de asentimiento.
– De acuerdo. Cerraré pronto aquí. ¿Se puede reunir conmigo en la gasolinera Fina de la carretera de Albi dentro de un cuarto de hora?
– ¿La estación de servicio? ¿Por qué? ¿Cómo llegará usted hasta allí?
– Iré en mi coche. Nos reuniremos y seguiremos en uno de los dos automóviles.
– ¿Por qué no puede venir ahora conmigo? Le espero fuera.
Jean-Paul suspiró.
– Dígame, Ella Tournier, ¿ha vivido alguna vez en un pueblo pequeño antes de venir a Lisle?
– No, pero…
– Se lo explicaré cuando estemos en el coche.
Jean-Paul se presentó en la gasolinera con un maltrecho Citroën Dos Caballos blanco, uno de esos coches que parecen un Volkswagen Escarabajo muy endeble y tienen una capota que se enrolla como la tapa de una lata de sardinas. El motor hace un ruido inconfundible, un simpático zumbido como de batidora que siempre me hacía sonreír cuando lo oía. Había imaginado a Jean-Paul propietario de un coche deportivo, pero un Dos Caballos resultaba mucho más razonable.
Tenía un aire tan furtivo cuando salió de su coche y entró en el mío que me eché a reír.
– ¿De manera que en su opinión la gente hablará de nosotros? -pregunté mientras nos poníamos en camino por la carretera de Albi.
– Lisle-sur-Tarn es un pueblo pequeño. Muchas ancianas no tienen otra ocupación que vigilar y comentar lo que ven.
– Seguro que lo hacen sin mala intención.
– Ella, le voy a describir un día cualquiera de una de esas mujeres. Se levanta por la mañana y desayuna en la terraza, de manera que ve a toda la gente que pasa. Luego hace la compra; va a todas las tiendas todos los días, habla con otras mujeres y ve lo que hace todo el mundo. Vuele a casa, se queda delante de la puerta y habla con sus vecinas mientras sigue vigilando. Duerme una hora por la tarde cuando sabe que todo el mundo también está dormido y que no se pierde nada. Luego se instala en la terraza el resto de la tarde, leyendo el periódico, pero en realidad vigilando a todos los que pasan por la calle. A última hora sale a dar otro paseo y habla con todas sus amigas. Habla y vigila mucho durante todo el día. Ésa es su principal ocupación.
– Pero yo no he hecho nada en público que les dé ocasión de hablar.
– Aprovecharán cualquier cosa y la retorcerán.
Tomé una curva demasiado abierta.
– No he hecho nada en este pueblo que alguien pueda de algún modo encontrar interesante o escandaloso o cualquier otra cosa parecida.
Jean-Paul no abrió la boca durante un momento. Luego dijo:
– Disfruta con sus quiches de cebolla, ¿me equivoco?
Me puse rígida un momento, pero luego me eché a reír.
– Sí, es una verdadera adicción, lo reconozco. Para escándalo de todas las chismosas, claro.
– Creyeron que estaba… -se detuvo. Lo miré; parecía avergonzado-. Embarazada -concluyó por fin.
– ¿Qué?
– Que tenía un antojo.
Me salió una risa nerviosa.
– ¡Pero eso es absurdo! ¿Por qué iban a pensar una cosa así? ¿Y por qué tendría que interesarles?
– En un sitio pequeño todo el mundo sabe lo que hacen los demás. Se creen con derecho a saber si alguien va a tener un hijo. Pero ahora de todos modos ya saben que eso no es cierto.
– Muy bien -murmuré. Luego lo miré indigna- ¿Cómo saben que no estoy embarazada?
Para sorpresa mía, Jean-Paul pareció avergonzarse todavía más.
– Nada, nada, sólo que… -dejó la frase sin terminar y jugueteó con el bolsillo de la camisa.
– ¿Qué? -empecé a sentirme enferma de repugnancia al pensar en qué era lo que podían saber. Jean-Paul se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo.
– ¿Conoce la máquina expendedora de Durex que está junto a la plaza? -me preguntó por fin.
– Ah -alguien debió de ver a Rick comprándolos aquella noche. Dios del cielo, pensé, ¿qué no habrán olfateado ya? ¿Pregona el médico cada visita que hace? ¿Repasan lo que tiramos a la basura? ¿Qué más cosas han dicho?
– No hace falta que lo sepa.
– ¿Qué más han dicho? Jean-Paul miró por la ventanilla.
– Se fijan en todo lo que compra usted en las tiendas. El cartero les informa sobre las cartas que recibe. Saben cuándo sale durante el día, y se fijan en si sale mucho con su marido. Y, bueno, si no usa los postigos, también miran, claro -parecía desaprobarme más a mí por no cerrar las contraventanas que a ellos por mirar.
Sentí un escalofrío al acordarme del bebé que se ahogaba, de todas aquellas espaldas vueltas contra mí.
– ¿Qué es lo que han dicho concretamente?
– ¿Quiere saberlo?
– Sí.
– Están las quiches y los antojos. Luego piensan que se da aires porque ha comprado una lavadora.
– Pero ¿por que?
– Piensan que tendría que lavar a mano como ellas. Sólo a las personas con hijos les está permitido tener electrodomésticos. Y también creen que el color con que pintó los postigos es vulgar y desentona con Lisle. Piensan que carece de refinamiento. Que no debería llevar vestidos sin mangas. Que es de mala educación que hable a la gente en inglés. Que es una mentirosa porque le dijo a madame Rodin, la de la boulangerie, que vivía aquí cuando todavía no era cierto. Y arrancó espliego de la plaza, que es algo que nadie hace. De hecho, ésa fue la primera impresión que tuvieron de usted. Y eso es difícil de cambiar.
Guardamos silencio unos minutos. Tenía lágrimas en los ojos, pero sentía, al mismo tiempo, ganas de reír. En público sólo había hablado una vez en inglés, pero eso contaba mucho más que todas las veces que lo había hecho en francés. Jean-Paul encendió un cigarrillo y bajó un poco el cristal de su ventanilla.
– ¿Le parece que soy una maleducada y que carezco de refinamiento?
– No -sonrió-. Y creo que debería llevar vestidos sin mangas con más frecuencia.
Me sonrojé.
– ¿Así que no tienen nada agradable que decir sobre mí?
Pensó un momento.
– Les parece que su marido es muy apuesto, incluso con la… -se llevó la mano a la nuca.
– Coleta.
– Sí. Pero no entienden por qué corre y opinan que sus pantalones cortos son demasiado cortos.
Sonreí para mis adentros. Sí que parecía fuera de lugar hacer footing en un pueblo francés, pero a Rick le tenían sin cuidado las miradas de la gente. Luego se me heló la sonrisa.
– ¿Por qué sabe usted todas esas cosas sobre mí? -pregunté-. ¿Sobre quiches y estar embarazada y los postigos y la lavadora? Se comporta como si estuviera por encima de todas esas habladurías, pero sabe tanto como los demás.
– No soy chismoso -dijo Jean-Paul con firmeza, echando el humo hacia la rendija de la ventanilla- Alguien me contó todo eso a manera de advertencia.
– ¿Qué clase de advertencia?
– Ella, cada encuentro nuestro es un acontecimiento público. No está bien que la vean conmigo. Me han dicho que cuentan chismes sobre nosotros. Yo debería haber tenido más cuidado. Por lo que a mi respecta, no me importa, pero usted es mujer y siempre es peor para las mujeres. Ahora me va a decir que todo eso es absurdo -siguió, pese a mis intentos de interrumpirlo-, pero absurdo o no, es la verdad. Y está casada. Y es extranjera. Y todo eso empeora la situación.
– Pero es insultante que sus opiniones le parezcan más importantes que las mías. ¿Qué tiene de malo vernos? No hacemos nada malo, por el amor de Dios. Estoy casada con Rick, ¡pero eso no significa que no pueda hablar con otro hombre!
Jean-Paul no dijo nada.
– ¿Cómo lo soporta? -dije, sin poder contenerme-. ¿Esa vida pueblerina de continuos chismorreos? ¿Saben todo lo que hace?
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