– No. Fue un golpe después de vivir en ciudades grandes, por supuesto, pero aprendí a ser discreto.

– ¿Y llama ser discreto a desaparecer para luego reunirse así conmigo? Ahora sí que parecemos culpables.

– No es exactamente así. Lo que más los ofende es que las cosas sucedan en el pueblo, frente a sus narices.

– Delante de sus narices -sonreí, a pesar de todo.

– Delante de sus narices -me devolvió una sonrisa sombría-. Es una psicología diferente.

– Bueno, el caso es que la advertencia no ha servido Aquí estamos, después de todo.

No volvimos a hablar durante el resto del viaje.


La cubierta estaba quemada a medias, las hojas carbonizadas e ilegibles, a excepción de la primera. Con trazos delgados e inseguros, y con desvaída tinta marrón, alguien había escrito lo siguiente:


Jean Tournier n. 16 de agosto de 1507

c. Hannah Tournier 18 de junio 1535

Jacques n. 28 de agosto 1536

Etienne n. 29 de mayo de 1538

c. Isabelle du Moulin 28 de mayo de 1563

Jean n. 1 de enero de 1563

Jacob n. 2 de julio de 1565

Marie n. 9 de octubre de 1567

Susanne n. 12 de marzo de 1540

c. Bertrand Bouleaux 29 de noviembre de 1565

Deborah n. 16 de octubre de 1567


Me contemplaban los ojos de cuatro personas: los de Jean-Paul, Mathilde, monsieur Jourdain, que, para sorpresa mía, estaba sentado junto a Mathilde tomándose un whisky con soda cuando entramos, y una niñita rubia, subida a un taburete con una coca-cola en la mano, los ojos dilatados por la emoción, y que nos fue presentada como Sylvie, hija de Mathilde.

Me sentí un poco mareada, pero me apreté la Biblia contra el pecho y les sonreí.

– Oui -me limité a decir-. Oui.

5. Los secretos

Las montañas eran la diferencia más evidente.

Isabelle contempló las laderas de los alrededores; cerca de la cumbre la superficie de roca al descubierto parecía capaz de desprenderse en cualquier momento. Los árboles eran distintos, apretados unos contra otros como musgo, dejando de cuando en cuando sitio para el destello brillante de un prado.

Las montañas de las Cevenas son como un vientre de mujer, pensó. Pero estas otras del Jura son como sus hombros. Más afiladas, más definidas, menos acogedoras. Mi vida será diferente en montañas como éstas. Isabelle se estremeció.

Formaban parte de un grupo que, procedente de Ginebra, buscaba un lugar donde establecerse y se había detenido junto a un río en el límite de Moutier. Isabelle quería suplicarles que no se quedaran allí, que siguieran adelante hasta encontrar un hogar menos inhóspito. Nadie compartía su inquietud. Etienne y otros dos varones dejaron a los demás junto al río y se dirigieron a la posada del pueblo en busca de trabajo.

El río que atravesaba el valle era pequeño y oscuro, con hileras de abedules plateados en las orillas. Excepción hecha de los árboles, el Birse no era muy distinto del Tarn, pero parecía más hostil. Aunque ahora no llevaba mucha agua, su caudal se triplicaría en primavera. Mientras las personas mayores deliberaban, los niños corrieron hacia el agua; Petit Jean y Marie metieron las manos, mientras Jacob se acuclillaba en el borde, contemplando los cantos rodados del fondo. Con mucho cuidado acabó por sacar una piedra negra, parecida por su forma a un corazón, y la sujetó entre dos dedos para que la vieran los demás.

– Bravo, mon petit! -gritó Gaspard, un individuo jovial que había perdido un ojo. Su hija, Pascale, y él regentaban una hostería en Lyon y habían escapado de allí con un carro cargado de alimentos que compartían con cualquiera que lo necesitase. Los Tournier se los encontraron en la carretera de Ginebra cuando ya se les habían acabado las castañas y sólo les quedaban patatas para un día. Gaspard y Pascale les dieron de comer, y rechazaron tanto el agradecimiento como los ofrecimientos de pago.

– Es la voluntad de Dios -dijo Gaspard, riendo como si hubiera contado un chiste. Pascale se limitó a sonreír, e hizo que Isabelle se acordara de Susanne, de su rostro sereno y de su amabilidad.

Cuando los hombres regresaron de la posada, había una expresión de asombro en el rostro de Etienne, los ojos muy abiertos y enloquecidos por la ausencia de pestañas y cejas que los anclaran.

– Aquí no hay un duque de l'Aigle -dijo, moviendo la cabeza-. No hay propietarios que arrienden tierras ni que necesiten mano de obra.

– ¿Para quién trabajan, entonces? -quiso saber Isabelle.

– Cada uno sus tierras -no parecía muy convencido-, Algunos granjeros necesitan ayuda para la cosecha de cáñamo. Podemos quedarnos algún tiempo.

– ¿Qué es cáñamo, papá? -preguntó Petit Jean.

Etienne se encogió de hombros.

No quiere reconocer que no lo sabe, pensó Isabelle. Se detuvieron en Moutier. En el tiempo que quedaba hasta la llegada de las nieves, un granjero tras otro contrataron a los Tournier. El primer día los llevaron a un cañamar, para que cortaran el cáñamo y lo pusieran a secar. Los recién llegados contemplaron aquellas plantas, duras y fibrosas, tan altas como Etienne.

Finalmente, Marie dijo lo que todos estaban pensando.

– Mamá, ¿cómo se comen?

El granjero se echó a reír.

– Non, non, ma petite fleur -dijo-, esta planta no es para comer. La hilamos, para hacer tela y cuerdas. ¿Ves esta camisa? -señaló la prenda gris que llevaba-. Está hecha con cáñamo. ¡Vamos, tócala!

Isabelle y Marie notaron entre los dedos la solidez y aspereza de la tela.

– ¡Esta camisa durará hasta que mi nieto tenga hijos!

Explicó que cortaban y secaban el cáñamo, lo ponían en remojo para ablandar y separar la fibra del resto de la planta, y después lo secaban de nuevo antes de golpearlo para separar por completo la fibra, que a continuación se cardaba y se hilaba.

– Eso es lo que haréis durante el invierno -señaló con la cabeza a Isabelle y a Hannah-. Fortalece las manos.

– Pero ustedes ¿qué es lo que comen? -perseveró Marie.

– ¡No nos falta de nada! Vendemos el cáñamo en el mercado de Bienne a cambio de trigo, cabras, cerdos y otras cosas. No tengas miedo, fleurette, no pasarás hambre.

Etienne e Isabelle guardaron silencio. En las Cevenas raras veces habían hecho trueques en el mercado: vendían sus excedentes al duque de l'Aigle. Isabelle se llevó una mano al cuello. No le parecía bien cultivar cosas que no se pudieran comer.

– Tenemos huertas -la tranquilizó el granjero-. Y algunas personas cultivan trigo de invierno. No os preocupéis, no nos falta de nada. Mirad este pueblo, ¿es que veis hambre? ¿Hay pobres aquí? Dios provee. Trabajamos mucho y Dios provee.

Sin duda Moutier era más rico que su antiguo pueblo. Isabelle cogió una guadaña y entró en el cañamar. Tuvo la sensación de que se tumbaba boca arriba en el río y de que, con un poco de confianza, lograría flotar.


Al este de Moutier el Birse torcía hacia el norte, atravesaba la cordillera y dejaba atrás una altísima garganta de rocas grises y amarillas, sólida en algunos sitios, pero que se desmoronaba por los bordes. La primera vez que Isabelle la vio sintió deseos de ponerse de rodillas: le recordaba a una iglesia.

La granja a la que se trasladaron no estaba a orillas del Birse, sino junto a un arroyo que discurría más al este. Tenían que atravesar la garganta cada vez que iban a Moutier o venían de allí. Cuando Isabelle lo hacía sola se santiguaba.

Su casa estaba hecha de una piedra que no conocían, menos pesada y más suave que el granito de las Cevenas. Había sitios en los que la argamasa se había caído, por lo que en el interior había corrientes y humedad. Los marcos de las ventanas y de la puerta eran de madera, al igual que el techo, muy bajo, e Isabelle temía que se produjera un incendio. La antigua granja de los Tournier había estado toda ella edificada en piedra.

Lo mas extraño de todo era que no tenía chimenea; aunque en eso no se diferenciaba de las restantes granjas del valle. Por otra parte, el techo bajo de madera era falso, el humo se acumulaba en el espacio que quedaba hasta el tejado, y se escapaba por agujeros de poco tamaño hechos debajo de los aleros. Allí se colgaba la carne para ahumarla, aunque aquélla parecía ser la única ventaja. Todo lo que había en la casa estaba cubierto por una capa de hollín y el aire se volvía oscuro y viciado siempre que se cerraban puertas y ventanas.

A veces, durante el primer invierno, cuando Isabelle, el pelo cubierto con una tela grasienta de color gris, hilaba interminablemente, tratando de evitar que sus dedos ensangrentados mancharan el áspero hilo de cáñamo, o se sentaba a la mesa en medio del humo que todo lo oscurecía, tosiendo y sintiendo que le faltaba el aire, sin poder olvidar que en el exterior el cielo era bajo y estaba cargado de nieve y que seguiría así por espacio de meses, temía volverse loca. Echaba de menos el sol en las rocas, las retamas heladas, los días luminosos y fríos, el enorme hogar de los Tournier, que irradiaba calor y enviaba fuera el humo. Pero no decía nada. Era una suerte que dispusieran de una casa.

– Algún día construiré una chimenea -prometió Etienne un oscuro día de invierno, cuando los niños no cesaban de toser. Miró a Hannah, que asintió con la cabeza-. Una casa necesita una chimenea y un hogar de verdad -continuó-. Pero primero tenemos que ocuparnos de las cosechas. Cuando pueda la construiré y la casa estará completa. Y segura -miró hacia el rincón, sin buscar los ojos de Isabelle.

Su mujer salió de la habitación para ir al devanthuis, un espacio abierto entre la casa, el granero y el establo, aunque cubierto con el mismo techo. Allí se podía estar de pie y mirar fuera sin ser zarandeado por el viento o barrido por la nieve. Se llenó los pulmones de aire fresco y suspiró. La puerta daba al sur, pero allí no aparecía un sol luminoso y cálido. Contempló las laderas blancas que tenía enfrente y vio una figura gris agazapada en la nieve. Después de regresar a las sombras más oscuras del devanthuis vio cómo trotaba hasta desaparecer entre los árboles.

– Ahora me siento segura -les dijo en voz baja Etienne y a Hannah-. Y no tiene nada que ver con vuestra magia.


Cada pocos días Isabelle recorría el camino helado que atravesaba la garganta amarilla hasta el horno común de Moutier. En Francia siempre había cocido el pan en casa de los Tournier o en la de su padre, pero allí sólo se utilizaba un lugar. Esperó a que se abriera la puerta del horno, a que la ola de calor la alcanzara mientras deslizaba dentro sus hogazas. A su alrededor, mujeres que llevaban gorros redondos de lana hablaban en voz baja. Una de ellas le sonrió.

– ¿Qué tal están Petit Jean, Jacob y Marie? -preguntó.

Isabelle le devolvió la sonrisa.

– Quieren salir fuera. No les gusta pasar tanto tiempo dentro. En nuestra casa no hacía tanto frío. Aquí se pelean más.

– Ahora su casa es ésta -la corrigió su interlocutora con amabilidad-. Dios cuidará de ustedes. Ya les está dando un invierno menos frío que otros años.

– Claro -reconoció Isabelle.

– Dios la guarde, madame -dijo la otra al marcharse, las hogazas sujetas bajo los brazos.

– Y a usted.

Aquí me llaman madame, pensó Isabelle. Nadie ve que tengo el pelo rojo. Nadie lo sabe. Un pueblo de trescientos habitantes que nunca me llama La Rousse. Que no sabe nada de los Tournier excepto que somos seguidores de la verdad. Cuando me marche no hablarán de mí a mis espaldas.

Aquello sí que lo agradecía. Por aquello estaba dispuesta a vivir entre montañas agrestes y ásperas, cultivos extraños, inviernos muy duros. Quizá incluso pudiera resistir sin chimenea.


Isabelle veía con frecuencia a Pascale en el horno común y en la iglesia. Al principio la muchacha le hablaba muy poco, pero con el tiempo superó la timidez, hasta que, a la larga, fue capaz de describirle su vida anterior con detalle.

– En Lyon trabajaba en la cocina siempre que podía -le contó un domingo delante de la iglesia, entre la multitud, antes del servicio religioso-. Cuando mamá murió de la peste tuve que ponerme a servir. No me gustaba estar entre tantos desconocidos que me tocaban donde se les antojaba -se estremeció-. Y luego servir tanto vino, cuando se sabe que no debemos beberlo, me parecía mal. Prefería esconderme. Siempre que podía -guardó silencio un momento-. Pero a papá le encanta -continuo-. Ya sabes que quiere quedarse con Le Cheval Blanc si se marchan los actuales propietarios. Y sin cerrarlo un solo día. Se ha hecho muy amigo suyo, por si acaso. En Lyon la posada también se llamaba Le Cheval Blanc. Lo considera una señal.

– ¿Y no echas de menos tu antigua vida?