La fiebre llegó deprisa y con tanta violencia que Isabelle rezó para que la muerte liberase a su madre con la misma rapidez. Pero la enferma luchó, sudando y gritando en el delirio, por espacio de cuatro días. Al final, cuando llegó el sacerdote de Le Pont de Montvert para administrar los sacramentos a la moribunda, Isabelle cruzó el umbral con una escoba y escupió al clérigo hasta que se marchó. Sólo cuando apareció monsieur Marcel dejó caer la escoba y se apartó para dejarlo pasar.
Cuatro días después regresaron los gemelos con el segundo ciprés.
La multitud congregada delante de la iglesia no estaba acostumbrada al triunfo, ni familiarizada con la manera de llevar a cabo una celebración. El cura se había escabullido, por fin, tres días antes. Tenían la seguridad de que no volvería: Pierre La Forêt, el leñador, lo había visto a bastantes kilómetros de distancia, llevando a la espalda todas las posesiones que era capaz de transportar.
La primera nieve del invierno cubría las partes llanas del suelo con una gasa muy fina, interrumpida en distintos sitios por hojas y piedras. Caería más, con el cielo septentrional del color del peltre, incluso más allá de la cumbre del Mont Lozére. Una capa blanca descansaba también sobre las gruesas tejas de granito del techo de la iglesia. El edificio estaba vacío. No se había dicho misa desde la cosecha: la asistencia fue disminuyendo a medida que monsieur Marcel y sus seguidores se sentían más seguros.
Isabelle escuchaba, junto con sus vecinos, a monsieur Marcel, que, con la severidad que le daba la ropa negra y el pelo canoso, se paseaba por delante de la puerta. Sólo las manos manchadas de rojo debilitaban su autoridad, un recuerdo para todos ellos de que no era, después de todo, más que un simple zapatero remendón.
Al hablar miraba fijamente a un punto por encima de las cabezas de la multitud.
– Este lugar de culto ha sido escenario de corrupción. Pero ahora se encuentra en buenas manos, las vuestras -hizo un gesto como de sembrar.
Un murmullo se alzó de la multitud.
– Hay que purificarlo -continuó-. Purificarlo de sus pecados, de estos ídolos -agitó una mano en dirección al edificio que tenía detrás. Isabelle alzó la vista a la Virgen, desvaído el azul de la hornacina, pero todavía capaz de conmoverla. Ya se había tocado la frente y el pecho antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, pero consiguió detenerse antes de completar la señal de la cruz. Miró a su alrededor para ver si alguien había advertido el gesto. Sus vecinos, afortunadamente, miraban a monsieur Marcel y lo llamaban mientras cruzaba entre ellos y seguía colina arriba hacia la masa de nubes oscuras, las manos rojizas a la espalda. No se volvió para mirar atrás.
Cuando hubo desaparecido, la multitud gritó con más fuerza y manifestó mayor inquietud. Alguien gritó: «¡La ventana!». Otras voces repitieron el grito. Sobre la puerta, en una ventanita circular, se hallaba la única vidriera que conocían los aldeanos. El duque de l'Aigle la había instalado detrás del nicho hacía tres veranos, muy poco antes de que Calvino lo tocara con la Verdad. Desde fuera la ventana parecía de un color marrón apagado, pero desde el interior era verde, amarilla y azul, con un puntito rojo en la mano de Eva. El Pecado. Isabelle no había entrado en la iglesia desde hacía mucho tiempo, pero recordaba bien la escena. La mirada concupiscente de Eva, la sonrisa de la serpiente, la vergüenza de Adán.
Si la hubieran visto una vez más, si el sol hubiera iluminado los colores como un campo lleno de flores estivales, su belleza podría haberla salvado. Pero no lucía el sol y era imposible entrar en la iglesia: el cura había colocado un candado de grandes dimensiones en la puerta. Los aldeanos nunca habían visto uno, varias personas lo examinaron, tiraron de él, ignorantes de su mecanismo. Habría que recurrir a un hacha, utilizada con cuidado, para no destrozarlo.
Sólo el saber que la ventana tenía valor los contenía. Pertenecía al duque, a quien entregaban la cuarta parte de sus cosechas, y de quien recibían protección y la seguridad de unas palabras susurradas en el oído del rey. La vidriera y la estatua eran regalos suyos. Quizá los valorase todavía. Nadie supo con seguridad quién tiró la piedra, aunque después varios se atribuyeron la hazaña. El proyectil alcanzó la vidriera en el centro y la hizo añicos al instante. Fue un ruido tan extraño que la multitud enmudeció. No habían oído nunca cómo sonaba un cristal al romperse. Durante el momento de calma un niño corrió a recoger un fragmento de la vidriera, lanzó un aullido de inmediato y lo dejó caer.
– ¡Me ha mordido! -exclamó, mostrando un dedo ensangrentado.
Los gritos se reanudaron. La madre del pequeño se apresuró a estrecharlo contra su pecho.
– ¡El demonio! -chilló-. ¡Ha sido el demonio!
Etienne Tournier, cabellos como heno tostado, se adelantó con un largo rastrillo. Se volvió para mirar a su hermano mayor, Jacques, que asintió con la cabeza. Etienne alzó los ojos a la estatua y gritó:
– ¡La Rousse!
La multitud se movió, apartándose hasta dejar sola a Isabelle. Etienne se volvió con una sonrisita en los labios, ojos de color azul claro que se posaron sobre ella como unos brazos que la apretaran.
Etienne deslizó una mano mango abajo y levantó el rastrillo, hasta colocar los dientes de metal delante de la muchacha. Se miraron el uno al otro. La multitud guardaba silencio. Finalmente Isabelle agarró los dientes del rastrillo; mientras Etienne y ella lo sostenían cada uno por un extremo, Isabelle sintió que se le encendía un fuego en el bajo vientre.
Etienne sonrió y soltó el rastrillo, con lo que su extremo rebotó contra el suelo. Isabelle sujetó el mango y empezó a bajar las manos, alzando en el aire los dientes del rastrillo hasta alcanzar a Etienne. Mientras ella miraba a la Virgen, Etienne dio un paso atrás y desapareció de su lado. Isabelle sentía la presión de la multitud, amontonados otra vez, inquietos, murmurando.
– ¡Hazlo, La Rousse! -gritó alguien-. ¡A qué esperas!
Entre la multitud, los hermanos de Isabelle no alzaban los ojos del suelo. La muchacha no veía a su padre, pero aunque estuviera allí tampoco podía ayudarla.
Respiró hondo y alzó el rastrillo. Un gritó se levantó con él, y a Isabelle le tembló el brazo. Dejó que los dientes se apoyaran en la pared a la izquierda del nicho y miró a su alrededor, a la multitud de brillantes rostros enrojecidos, que ahora le parecía no haber visto nunca, llenos de dureza y frialdad. Alzó el rastrillo, lo apoyó contra la base de la estatua y empujó. Pero la Virgen no se movió.
Los gritos se hicieron más ásperos cuando empezó a empujar con más fuerza, las lágrimas quemándole los ojos. El Niño miraba el cielo distante, pero Isabelle sentía fijos en ella los ojos de la Virgen.
– Perdóname -susurró. Luego levantó el rastrillo y lo lanzó con toda la fuerza de que disponía contra la estatua. El metal golpeó la piedra con un ruido sordo, pero cortó sólo el rostro de la Virgen; al caerle encima los trozos, la multitud se rió de Isabelle a carcajadas. Movida por la desesperación alzó de nuevo el rastrillo. La argamasa se soltó con el nuevo golpe y la estatua se balanceó un poco.
– ¡Otra vez, La Rousse! -gritó una mujer.
No lo puedo hacer de nuevo, pensó Isabelle, pero el espectáculo de los rostros enrojecidos la obligó a alzar una vez más el rastrillo. La estatua de la mujer sin rostro con el niño en brazos se inclinó hacia adelante y acabó por caer: la cabeza de la Virgen golpeó primero el suelo y saltó hecha pedazos, seguida por el cuerpo. Con el impacto de la caída el Niño se separó de su madre y quedó tendido en el suelo mirando a lo alto. Isabelle dejó caer el rastrillo y se tapó la cara con las manos. Se oyeron vítores ruidosos y silbidos y la multitud se adelantó para rodear la estatua rota.
Cuando Isabelle retiró las manos de la cara tenía delante a Etienne, que sonrió triunfante, extendió las manos y le apretó los pechos. Luego se unió a la multitud para arrojar estiércol al nicho azul.
Nunca volveré a ver un color así, pensó Isabelle.
No resultó nada difícil convencer a Petit Henri y a Gérard. Aunque Isabelle echó la culpa a la capacidad de persuasión de monsieur Marcel, sabía en el fondo de su corazón que se habrían ido de todos modos, incluso sin las palabras melifluas del predicador.
– Dios os sonreirá -había dicho solemnemente- Os ha elegido para esta guerra. Para luchar por vuestro Dios, vuestra religión, vuestra libertad. Regresaréis convertidos en hombres valerosos y fuertes.
– Si es que volvéis -murmuró muy disgustado Henri du Moulin. Sólo le oyó Isabelle. Su padre arrendaba dos campos de centeno y dos de patatas, así como un hermoso castañar. Criaba cerdos y mantenía un rebaño de cabras. Necesitaba a sus hijos; no podía cultivar la tierra sin más ayuda que la de Isabelle.
– Trabajaré menos campos -le dijo-. Sólo uno de centeno; cederé parte del rebaño y unos cuantos cerdos. Así sólo necesitaré un patatal para alimentarlos. Conseguiré otra vez más bestias cuando regresen los gemelos.
No volverán, pensó Isabelle. Había visto cómo les brillaban los ojos al marcharse con otros muchachos de Mont Lozére. Irían a Toulouse, a París, a Ginebra para ver a Calvino. Irían a España, donde los hombres tienen la piel morena, o al océano en el límite del mundo. Pero aquí, no; no volverán a nuestro pueblo.
Una noche se armó de valor mientras su padre, sentado junto al fuego, afilaba la reja del arado.
– Papá -se atrevió a decir-. Si me casara, mi marido y yo podríamos vivir aquí y trabajar contigo.
Henri du Moulin la hizo callar con una palabra.
– ¿Quién? -preguntó, la piedra de afilar suspendida sobre la reja. La habitación había enmudecido sin el rítmico sonido del metal contra la piedra.
Isabelle apartó el rostro.
– Sólo estamos tú y yo, ma petíte -su tono era ecuánime-. Pero Dios es más amable de lo que piensas.
Isabelle se agarró el cuello con nerviosismo, todavía en la boca el sabor de la comunión: el pan áspero y seco cuyo gusto persistía en el fondo de la garganta mucho después de haberlo tragado. Etienne echó mano al turbante de la muchacha. Encontró el extremo, se lo enrolló en la mano y tiró con fuerza. Isabelle empezó a dar vueltas, girando y girando a medida que la tela se le separaba de la cabeza y le soltaba los cabellos. Veía a Etienne a fogonazos con una sonrisa decidida en el rostro, y luego los castaños de su padre, las castañas todavía pequeñas y verdes e imposibles de alcanzar.
Al librarse por completo de la tela, Isabelle tropezó, recobró el equilibrio y vaciló. Miró de frente al joven, pero dio unos pasos hacia atrás. Etienne la alcanzó en dos zancadas, la derribó y se tumbó encima. Con una mano le alzó el vestido, al tiempo que -a manera de peine- enterraba los dedos extendidos de la otra entre los cabellos de Isabelle, envolviéndose la mano con ellos, como había hecho con la tela un momento antes, hasta que su puño descansó sobre la nuca de Isabelle.
– La Rousse -murmuró-. Me has evitado durante mucho tiempo. ¿Estás lista?
Isabelle vaciló primero, pero luego asintió. Etienne le empujó la cabeza hacia atrás para alzarle la barbilla y juntar así las dos bocas.
Pero aún tengo en la boca la comunión de Pentecostés, pensó Isabelle, y esto es el Pecado.
Los Tournier eran la única familia, desde Mont Lozére a Florac, que poseía una Biblia. Isabelle la había visto en los servicios religiosos, cuando Jean Tournier la llevó envuelta en un paño y se la pasó ostentosamente a monsieur Marcel. Inquieto, no la perdió de vista durante toda la ceremonia. Había pagado mucho por ella.
Monsieur Marcel enlazó las manos y sostuvo el libro en la cuna de sus brazos, apoyado sobre la curva de la tripa. Mientras leía se balanceaba de un lado a otro como si estuviera borracho, aunque Isabelle sabía que no era posible, puesto que había prohibido el vino. Los ojos del predicador se movieron de izquierda a derecha y en su boca aparecieron palabras, pero para Isabelle no quedó claro cómo llegaban hasta allí.
Una vez establecida la Verdad en el interior de la antigua iglesia, monsieur Marcel hizo que le trajeran una Biblia de Lyon, y el padre de Isabelle preparó un atril de madera para sostenerla. A partir de entonces no se volvió a ver la Biblia de Tournier, aunque Etienne siguiera presumiendo de ella.
– ¿De dónde vienen las palabras? -le preguntó un día Isabelle después del servicio, sin hacer caso de los ojos fijos en ellos, de la mirada iracunda de Hannah, la madre de Etienne-. ¿Cómo las saca de la Biblia monsieur Marcel?
Etienne jugueteaba pasándose una piedra de una mano a otra. Al lanzarla lejos hizo crujir las hojas caídas antes de detenerse.
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