Pascale negó con la cabeza.

– Me gusta estar aquí. Me siento más segura que en Lyon. Había demasiada gente y muchísimas personas de las que no te podías fiar.

– Segura sí que me siento. Pero echo de menos el cielo -dijo Isabelle-. El cielo tan ancho que te permite verlo todo hasta el límite del mundo. Aquí las montañas cierran el cielo. En las Cevenas lo abrían.

– Echo de menos las castañas -declaró Marie, apoyándose contra su madre. Isabelle asintió.

– Cuando las teníamos siempre no pensábamos en ellas. Como el agua. No piensas en el agua hasta que tienes sed y no hay.

– Pero corríais peligro donde estabais, ¿no es verdad?

– Sí -Isabelle tragó saliva, al acordarse del olor a carne quemada. No mencionó aquel recuerdo.

– Esos gorros redondos son curiosos, ¿no te parece? -dijo en cambio, señalando un grupo de mujeres-. ¿Te imaginas llevando uno sobre tu pañuelo para la cabeza? Rieron las dos.

– Quizá un día los llevaremos, y las recién llegadas se reirán de nosotras -añadió Isabelle.

De entre la multitud retumbó la voz de Gaspard:

– ¡Soldados! ¡Os puedo contar dos o tres cosas sobre los ejércitos católicos que os pondrán los pelos de punta!

A Pascale se le heló la sonrisa. Miró al suelo, tenso el cuerpo, puños apretados. Nunca hablaba de cómo habían escapado, pero Isabelle ya se lo había oído describir a Gaspard en detalle varias veces, tal como ahora se lo estaba repitiendo a un nuevo amigo.

– Cuando los católicos tuvieron noticia de la matanza de París, enloquecieron y se presentaron en la posada dispuestos a destrozarnos -explicó Gaspard-. Al irrumpir los soldados, se me ocurrió: la única manera de salvarnos es sacrificar el vino. De manera que, sin pensármelo dos veces, se lo ofrecí gratis. Aux frais de la maison! grité una y otra vez. Aquello los detuvo. Ya conoces a los católicos, ¡les gusta beber! Ésa era la base de nuestro negocio. Pronto estuvieron tan borrachos que se olvidaron de para qué habían entrado en la posada. Mientras Pascale los mantenía ocupados, recogí todas nuestras pertenencias ¡en sus mismísimas narices!

La hija de Gaspard dejó bruscamente a Isabelle y desapareció detrás de la iglesia. ¿Cómo es que su padre no se da cuenta de que Pascale tiene un problema?, pensó Isabelle mientras el antiguo posadero seguía hablando y riendo. Al cabo de unos instantes fue en busca de la joven. Había vomitado y estaba recostada en la pared, limpiándose la boca con manos temblorosas. Isabelle advirtió su palidez y sus ojos hinchados y calculó para sus adentros, Han pasado tres meses, se dijo, y no tiene marido.

– Isabelle, eras comadrona, ¿verdad? -preguntó Pascale finalmente.

Isabelle negó con la cabeza.

– Mi madre me enseñó, pero Etienne… Su familia no me permitió seguir después de casarnos.

– Pero sabes…, tienes conocimientos sobre partos, y…

– Sí.

– ¿Qué sucede si…, si el niño desaparece, también entiendes de eso?

– Te refieres a si Dios quiere que desaparezca, ¿no es eso?

– Sí…, claro, me refiero a eso. Si Dios lo quiere.

– Sí, tengo conocimientos.

– Hay algo…, ¿una oración especial?

Isabelle pensó unos instantes.

– Reúnete conmigo dentro de dos días en el desfiladero y rezaremos juntas.

Pascale vaciló.

– Fue en Lyon -dijo de pronto-. Cuando íbamos a marcharnos. Habían bebido demasiado. Papá no lo sabe…

– Ni lo sabrá.

Isabelle se adentró hasta lo más profundo del bosque para encontrar el enebro y la ruda. Cuando la hija de Gaspard se reunió con ella dos días después, entre las rocas en lo alto del desfiladero, Isabelle le dio una pasta para que comiera, luego se arrodilló con ella y rezaron a santa Margarita hasta que el suelo enrojeció de sangre.

Aquél fue el primer secreto de su nueva vida.


Durante sus primeras Navidades en Moutier, Isabelle descubrió que la Virgen la había estado esperando. Existían dos iglesias. Los seguidores de Calvino se habían apoderado de la iglesia católica de Saint Pierre, donde quemaron las imágenes de los santos y dieron la vuelta al altar. Los canónigos habían huido, cerrando la abadía, que tenía siglos de historia y que había sido testigo de muchos milagros. La capilla anexa a la abadía, la iglesia de Chaliéres, se utilizaba ahora como parroquia de Perrefitte, el villorrio cercano a Moutier. Cuatro veces al año, los días de fiesta, los habitantes de Moutier asistían a las celebraciones matutinas de Saint Pierre y a las de la tarde en Chaliéres.

Aquella primera Navidad -Pascale y Gaspard les prestaron la ropa negra-, a los Tournier les costó trabajo entrar en la capillita. Estaba tan abarrotada que Isabelle tuvo que ponerse de puntillas para intentar ver al oficiante. Renunció enseguida y se dedicó a mirar -por encima de él- los murales en verde, rojo, amarillo y marrón de las paredes del coro: Cristo con el Libro de la Vida en el techo curvo, los doce apóstoles en los paneles de más abajo. Isabelle no había visto ninguna iglesia decorada desde la vidriera y la estatua de la Virgen con el Niño de sus años infantiles.

De puntillas nuevamente para contemplar las figuras pintadas a la altura de los ojos, Isabelle reprimió un grito. A la derecha del pastor había una imagen borrosa de la Virgen que miraba con tristeza hacia la lejanía. Aunque los ojos se le llenaron de lágrimas, mantuvo el rostro inexpresivo. Siguió mirando al celebrante pero, de cuando en cuando, lanzaba ojeadas al mural.

La Virgen la miró y le sonrió un instante antes de recobrar su expresión lastimera. Nadie lo vio, excepto Isabelle.

Aquél fue su segundo secreto.

A partir de entonces, Isabelle se apresuraba siempre los días de fiesta para llegar a Chaliéres cuanto antes y colocarse muy cerca de la Virgen.


El sol primaveral trajo el tercer secreto. De la noche a la mañana la nieve se derritió y formó cascadas que se desplomaron desde las montañas circundantes y llenaron el río. Reapareció el sol, el cielo se volvió azul, renació la hierba. Pudieron dejar abiertas la puerta y las ventanas, los niños y el humo salieron fuera, Etienne se estiró al sol como un gato y sonrió brevemente a Isabelle. El pelo gris le hacía parecer viejo.

Isabelle agradecía el sol, pero no descuidaba la vigilancia. Todos los días llevaba a Marie al bosque y le inspeccionaba el cabello, arrancándole cualquier hebra roja. Marie lo soportaba con paciencia y no respondía con gritos a las punzadas de dolor. Le pidió a su madre que le permitiera guardar el pelo que le arrancaba, y fue escondiendo un ovillo cada vez mayor en el agujero de un árbol cercano

Un día Marie corrió hacia donde estaba Isabelle y ocultó la cabeza en su regazo.

– Ha desaparecido mi pelo -susurró entre lágrimas, sin olvidar ni siquiera entonces que no debía decir nada a los demás. Isabelle miró a Etienne, a Hannah y a los chicos. Excepto la expresión agria de Hannah, nada en sus rostros sugería desconfianza.

Estaba ayudando a Marie a buscar de nuevo en el árbol cuando miró hacia lo alto y vio el nido de un pájaro que brillaba al sol.

– ¡Allí! -señaló. Marie se echó a reír y aplaudió.

– ¡Tomadlo! -les gritó a los pájaros, alzándose el pelo por las puntas y dejándolo caer en una lenta cascada-. ¡Tomadlo, es vuestro! Ahora sabré siempre dónde está. Giró varias veces en círculo y cayó al suelo riendo.


El silbido, muy agudo, subió y bajó antes de terminar en un trémolo como de pájaro. Se oyó por todo el valle. Al cabo de algún tiempo les llegaron también los traqueteos, los tintineos y los crujidos de un carro que rebotaba sobre las rocas, mucho más arriba, mientras se encaminaba hacia los campos donde plantaban el esparto. Etienne envió a Jacob para que se enterase de quién era el que llegaba. Cuando regresó, tomó a Isabelle de la mano y la llevó, seguida por el resto de la familia, sendero adelante, hasta el límite del pueblo. El carro se había detenido allí, rodeado por una multitud.

El buhonero era bajo y moreno, con barba, largo mostacho rizado en complicadas espirales, y gorro a rayas rojas y amarillas con forma de cubo volcado, que se calaba hasta por debajo de las orejas. Encaramado muy por encima de ellos en un carro cargado de mercancías, se movía y saltaba con la seguridad de quien conoce todos los puntos de apoyo para manos y pies. Al tiempo que trepaba, hablaba sin parar por encima del hombro con un peculiar acento cantarín que hizo sonreír a Isabelle y mirar con desconfianza a Etienne.

– ¡Naranjas! ¡Naranjas! ¡Aquí tenéis naranjas, aceitunas, limones de Sevilla! ¡Podéis comprar una hermosa olla de cobre. O un bolsillo de cuero. Y aquí están vuestras hebillas. ¿No quiere hebillas para esos zapatos, hermosa señora? ¡Claro que sí! ¡Y le daré botones que hagan juego! Traigo hilo y también encajes; sí, encajes de la mejor calidad. ¡Venid! Venid a ver y a tocar, no tengáis miedo. Ah, Jacques la Barbe, bonjour encore! Su hermano dice que regresará pronto de Ginebra, pero que su hermana se queda cerca de Lyon. ¿Por qué no se reúne aquí con usted en este lugar tan encantador? No importa. Por lo que hace a Abraham Rougemont, en Bienne tiene un caballo esperándolo. Una buena compra, lo he visto con estos mismos ojos. Dele un paseo por el pueblo a esa guapa hija suya. Y monsieur le régent, he estado con su hijo…

Y seguía hablando sin interrupción, transmitiendo mensajes al tiempo que vendía sus mercancías. La gente reía y le gastaba bromas; era una aparición familiar y bien venida que regresaba todos los años una vez pasado lo peor del invierno y también durante la fiesta de la cosecha. En medio del bullicio se inclinó hacia Isabelle.

– Che bella, ¡no había reparado en ti! -exclamó-. ¿Quieres ver mis cosas? -dio palmadas a las piezas de tela que tenía cerca-. ¡Acércate!

Isabelle sonrió tímida e inclinó la cabeza; Etienne frunció el ceño. No tenían nada con que comerciar; incluso menos que nada, porque debían favores a todo el mundo en Moutier. Al llegar se les había hecho entrega de dos cabras, un saquito de simientes de cáñamo y esparto para cada uno, mantas, ropa. No había necesidad de pagar a nadie por todo aquello, pero se esperaba que fuesen igual de generosos cuando llegasen, con las manos vacías, los siguientes refugiados. Los Tournier se quedaron mucho tiempo viendo las cosas que compraban los demás, admirando los encajes, los arreos nuevos, los vestidos de hilo blanco.

Isabelle oyó que el buhonero mencionaba Alés.

– Quizá sepa -le susurró a Etienne.

– No preguntes -silbó entre dientes su marido.

No lo quiere saber, pensó, pero yo sí.

Antes de acercarse al hombre del mostacho, esperó a que Etienne y Hannah se hubieran ido, y a que Petit Jean y Marie se cansaran de correr una y otra vez alrededor del carro y se fueran al río.

– Por favor, monsieur -susurró.

– Ah, Bella, ¡quieres mirar! ¡Ven, ven! Isabelle negó con la cabeza.

– No, quiero preguntarle… ¿Ha estado en Ales?

– En Navidades, sí. ¿Por qué? ¿Deseas que dé algún mensaje?

– Mi cuñada y su marido están allí…, quizá estén allí. Susanne Tournier y Bertrand Bouleaux. Tienen una hija, Deborah, y quizá un pequeñín, si Dios lo quiere.

Por primera vez el buhonero guardó silencio, pensando. Parecía repasar todos los rostros y nombres que había visto y oído en sus viajes y que almacenaba en la memoria.

– No -dijo por fin-. No los he visto. Pero los buscaré para ti. En Alés. ¿Y tú cómo te llamas?

– Isabelle. Isabelle du Moulin. Y mi marido, Etienne Tournier.

– Isabelle, che bella. ¡Un nombre perfecto que no se me va a olvidar! -le sonrió-. Y te voy a enseñar la cosa mas perfecta que tengo, la más especial -bajó la voz-. Trés cher… No se lo enseño a la mayoría de la gente.

Llevó a Isabelle hasta el carro y empezó a buscar entre paquetes hasta que encontró una pieza envuelta en una tela blanca. Jacob apareció junto a Isabelle y el buhonero le animó con un gesto.

– Ven, ven, ¡te gusta ver cosas! Te lo noto en los ojos, Ahora mira esto.

Se situó sobre ellos, retiró la tela blanca que lo cubría y apareció el secreto número cuatro, el color que Isabelle había pensado que nunca volvería a ver. Se le escapó una exclamación, extendió el brazo y acarició la tela con los dedos. Era una lana muy suave, perfectamente teñida. Isabelle inclinó la cabeza y tocó el paño con la mejilla.

El buhonero asintió con la cabeza.

– Conoces este azul -dijo satisfecho-. Ya veo que sí. Es el azul de la Virgen en la Chiesa di San Zaccaria.

– ¿Dónde está eso? -Isabelle alisó la tela.

– Ah, una hermosa iglesia de Venecia. Este azul tiene una historia, no sé si lo sabes. El tejedor que hizo esta tela se inspiró en la túnica de la Virgen pintada en San Zacarías. Lo hizo para darle las gracias por el milagro.