– ¿Qué milagro? -Jacob miró al buhonero con los ojos marrones muy abiertos.
– El tejedor tenia una hijita a la que quería mucho y un buen día desapareció, como sucede a menudo con los niños en Venecia. Se caen a los canales, ¿sabes? Y se ahogan -el buhonero se santiguó-. De manera que su hijita no volvió a casa y el tejedor fue a San Zacarías para rezar por su alma. Rogó a la Virgen durante horas. Y al regresar a casa se encuentra allí a la niña, ¡vivita y coleando! Y en acción de gracias fabrica esta tela, este azul tan especial, ¿te das cuenta?, para que lo lleve su hija y viva sana y salva para siempre bajo la protección de la Virgen. Otros han tratado de copiarla, pero nadie puede. El color tiene un secreto y ahora sólo lo sabe su hijo. Un secreto de familia.
Isabelle miró fijamente la tela y luego, arrasados en lágrimas, alzó los ojos al buhonero.
– No tengo nada -dijo.
– Voy a darte, entonces, Bella, una pequeñez. Un regalo de azul.
Se inclinó sobre el paño y de un extremo algo deshilachado sacó una hebra de la longitud de un dedo. Con una profunda reverencia, se la entregó.
Isabelle pensaba con frecuencia en el paño azul. No tenia con qué comprarlo; y aunque lo tuviera, Etienne y Hannah no lo admitirían en su casa.
– ¡Tela de los católicos! -habría murmurado Hannah si pudiera hablar.
Se escondió el hilo en el bajo del vestido y sólo lo sacaba cuando estaba a solas con Jacob, que hablaba muy poco y no diría nada sobre aquella pizca de color que compartían.
Luego una de sus cabras parió con retraso un tercer cabrito e Isabelle tuvo un último secreto que guardar. La cabra había parido dos crías, las había limpiado a lametones, las había amamantado y dormía con ellas apretadas contra sus ubres hinchadas. Cuando Isabelle dejó el trabajo en el campo para ver cómo iba, advirtió la presencia de otra cabeza que pugnaba por salir. Tiró del cuerpecillo diminuto, comprobó que vivía y se lo puso delante a la madre para que lo limpiara. Mientras el nuevo cabrito se alimentaba, Isabelle se sentó, lo miró y pensó. Sus secretos la estaban haciendo audaz.
El bosque alrededor de Moutier era tan extenso que Isabelle conocía sitios adonde nadie llegaba. Se llevó al recién nacido a uno de aquellos lugares, preparó un refugio con leña y heno, le dio de comer y lo cuidó durante todo un verano sin que nadie lo supiera.
Con una excepción. Cuando un día estaba dejando que el cabrito mamara de una bolsa llena de leche de su madre, Jacob salió de detrás de un haya. Acuclillándose junto a Isabelle, puso la mano en el lomo del animal.
– Papá pregunta que dónde estás -dijo mientras lo acariciaba.
– ¿Desde cuándo sabes tú que vengo aquí?
Jacob se encogió de hombros y jugó con el pelo del cabrito, aplastándolo en una dirección y luego en otra.
– ¿Me vas a ayudar a cuidarlo?
El niño alzó los ojos para mirarla.
– Claro que sí, mamá.
Sonreía tan pocas veces que verlo era como recibir un regalo.
Esta vez estaba preparada cuando oyó el silbato del buhonero, que sonrió de oreja a oreja al verla. Isabelle le devolvió la sonrisa. Mientras miraba sus telas junto con Hannah, Jacob subió al carro y empezó a enseñarle sus cantos rodados, al tiempo que le transmitía en voz baja el mensaje de su madre. El buhonero asintió, al mismo tiempo que admiraba los extraños colores y formas de las piedras.
– Tienes buen ojo, bambino mio -dijo-. Buenos colores, buenas formas. Miras y no hablas mucho, ¡a diferencia de mí! A mí me encantan las palabras, pero a ti te gusta mirar y ver las cosas, ¿no es cierto? Sí.
Cuando empezó a transmitir mensajes, los ojos se le iluminaron al mirar a Isabelle y chasqueó los dedos.
– Ah, sí, ¡ya lo recuerdo! Sí, ¡encontré a tu familia en Alés!
Muy a su pesar, hasta Etienne y Hannah lo miraron expectantes. Y el buhonero se esforzó por no decepcionarlos.
– Sí, sí -dijo, moviendo las manos de manera un tanto exagerada-. Los vi en el mercado de Alés. ¡Ah, bella famiglia! Les hablé de ustedes y se alegraron de saber que están bien.
– ¿Y ellos cómo están? -preguntó Isabelle-. ¿Tienen un pequeñín?
– Sí, sí, una niñita. Bertrand, Deborah e Isabella, ahora lo recuerdo.
– No; Isabelle soy yo. Usted quiere decir Susanne. -Isabelle deseaba creer que el buhonero se había equivocado.
– No, no; son Bertrand y las dos niñas, Deborah e Isabella, sólo un bebé, Isabella.
– Pero ¿y Susanne? ¡La madre!
– Ah -el otro hizo una pausa, mirándolos desde arriba y acariciándose, nervioso, el mostacho-. Sí, claro. Murió en el parto, al dar a luz a la pequeña, a Isabella.
Se volvió entonces, incómodo por transmitir malas noticias, y se ocupó en buscar correas de cuero para un arnés que le pedía un cliente. Isabelle inclinó la cabeza, los ojos empañados por las lágrimas. Etienne y Hannah salieron del grupo y guardaron silencio a cierta distancia, la cabeza baja.
Marie se agarró a la mano de Isabelle.
– Mamá -susurró-. Algún día veré a Deborah, ¿verdad que sí?
El buhonero se reunió más tarde con Jacob, carretera adelante. El trueque se hizo en la oscuridad, cabra por azul. El niño escondió la tela en el bosque. Al día siguiente Isabelle y él la extendieron y contemplaron durante mucho tiempo el bloque de color ondulante. Luego lo envolvieron en un trozo de tela blanca y lo escondieron en el colchón de paja que Jacob compartía con Marie y Petit Jean.
– Haremos algo con él -prometió Isabelle-. Dios me dirá qué.
Aquel otoño cosecharon su propio cáñamo. Un día Etienne mandó a Petit Jean al bosque a cortar gruesas varas de roble que utilizarían para quebrantar el cáñamo. Los demás instalaron caballetes y empezaron a traer del granero brazadas de cáñamo para extenderlas. Petit Jean regresó con cinco varas sobre el hombro y el nido con el pelo de Marie.
– Mira lo que he encontrado, Mémé -dijo, mostrándole el nido a Hannah; al hacerlo girar el rojo reflejó la luz.
– ¡Oh! -exclamó Marie sin poder evitarlo. Isabelle se estremeció.
Etienne miró primero a Marie y luego a Isabelle. Hannah estudió el nido, luego el peló de Marie. Después miró iracunda a Isabelle y entregó el nido a Etienne.
– Id al río -ordenó Etienne a los niños.
Petit Jean dejó en el suelo las varas y acto seguido tiró del pelo de Marie con todas sus fuerzas. La niña empezó a sollozar y su hermanó sonrió, con una mirada que hizo pensar a Isabelle en el Etienne de su primera juventud. Mientras se alejaba, Petit Jean sostenía su navaja por la punta; enseguida la arrojó lejos y fue a clavarse con limpieza en un tronco de árbol.
Tiene diez años, pensó, pero ya se comporta y piensa cómo un hombre.
Jacob tomó a Marie de la manó y se la llevó, volviéndose a mirar a Isabelle con los ojos muy abiertos. Etienne no dijo nada hasta que se hubieron marchado los niños. Luego hizo un gestó en dirección al nido.
– ¿Qué es eso?
Isabelle lo miró y luego bajó los ojos al suelo. No estaba lo bastante ducha en guardar secretos como Para saber qué hacer cuando salían a la luz.
De manera que dijo la verdad.
– Es el pelo de Marie -susurró-. Le salen cabellos rojos Y yo se los arrancó en el bosque. Los pájaros se los han llevado para hacer un nido -tragó saliva-. No quería que se burlaran de ella. O que la juzgaran.
Cuando vio la mirada que intercambiaron Etienne y Hannah, sintió en el estómago un pesó como de piedras. Lamentó entonces no haberles mentido.
– ¡Estaba ayudándola! -exclamó-. ¡Para ayudarnos a todos! ¡No quería hacer daño a nadie!
Etienne fijó la mirada en el horizonte.
– Se han oído rumores -dijo despacio-. He oído cosas.
– ¿Qué cosas?
– Jacques La Barbe, el leñador, dijo que le parecía que te había visto con un cabrito en el bosque. Y otro encontró una mancha de sangre en el suelo. Hablan de ti, La Rousse. ¿Es eso lo que quieres?
Hablan de mí, pensó. Incluso aquí. Mis secretos no son secretos, después de todo. Y llevan a otros secretos. ¿Acabarán también por descubrirlos?
– Y una cosa más. Estuviste con un hombre cuando dejamos Mont Lozére. Un pastor.
– ¿Quién dice eso? -era un secretó incluso para ella, porque no se permitía pensarlo. Su secretó más secretó.
Miró a Hannah y lo supo de repente. Habla, se dijo Isabelle. Y cuando quiere habla con mi maridó. Nos vio en Mont Lozére. Aquel descubrimiento la hizo estremecerse.
– ¿Qué tienes que decir, La Rousse?
Isabelle guardó silenció, sabedora de que las palabras no la ayudarían y con el temor de que, si abría la boca, salieran volando más secretos.
– ¿Qué es lo que escondes? ¿Qué hiciste con la cabra? ¿Matarla? ¿Sacrificarla al demonio? ¿O hiciste un trueque con el buhonero católico que te miraba de aquel modo?
Etienne se apoderó de una de las varas, sujetó a su mujer por la muñeca y la arrastró al interior de la casa. La hizo quedarse en un rincón mientras buscaba por todas partes: tiró las ollas, removió el fuego, abrió el colchón de paja del matrimonio y luego el de Hannah. Al llegar al colchón de los niños Isabelle contuvo la respiración.
Esto es el fin, pensó. Madre santa, ayúdame.
Etienne dio la vuelta al colchón y sacó toda la paja.
La tela no estaba allí.
El golpe fue una sorpresa; Etienne no le había pegado nunca. De un puñetazo la arrojó a unos metros de distancia.
– No nos arrastrarás con tus brujerías, La Rousse -dijo con suavidad. Luego tomó la vara que había cortado Petit Jean y la golpeó hasta que todo quedó a oscuras.
6. La Biblia
Me despertó el humo o el aire frío que entraba por la ventanilla abierta. Al abrir los ojos vi el resplandor naranja de un cigarrillo encendido, luego la mano que lo sostenía, apoyada en el volante. Sin mover la cabeza seguí el brazo hasta el hombro y luego hasta el perfil. Miraba por encima del volante como si todavía estuviese conduciendo, pero el coche no se movía, el motor apagado, ni siquiera se oía el ruido que aún hace nada más cerrar la llave de contacto. No tenía ni idea del tiempo que llevábamos allí.
Estaba acurrucada de costado en el asiento vecino al conductor, mirándolo, la mejilla aplastada contra la tosca trama del reposacabezas; el pelo se me había caído sobre la cara y me había entrado en la boca. Miré por el hueco entre los asientos; la Biblia estaba en el de atrás, dentro de una bolsa de plástico.
Aunque no me había movido ni había hablado, Jean-Paul volvió la cabeza. Nos estuvimos mirando mucho tiempo sin decir nada. El silencio era agradable, aun que no sabía en qué pensaba él: su rostro no carecía de expresión, pero tampoco era un libro abierto.
Cuánto tiempo lleva superar dos años de matrimonio? ¿Otros dos de una relación nueva? Nunca había tenido tentaciones; una vez que encontré a Rick di por terminado el proceso. Había escuchado las confidencias de mis amigas sobre su búsqueda del hombre perfecto, sus citas desastrosas, sus desengaños, sin ponerme nunca en su lugar. Era como ver un documental de promoción turística sobre un país al que sabes que no irás nunca, Albania, Finlandia o Panamá. Ahora, sin embargo, me parecía tener en la mano un billete de avión para Helsinki.
Le puse una mano en el brazo. La piel estaba tibia. Moví la mano por encima del pliegue del codo y el aro de tela de la camisa arremangada. A mitad de camino hacia el hombro, todavía sin estar segura de lo que iba a hacer a continuación, Jean-Paul me cubrió la mano con la otra suya, deteniéndola en la curva del bíceps.
Sin soltarle el brazo, me incorporé en el asiento y me aparté el pelo de la cara. La boca me sabía a las aceitunas de los martinis que Mathilde había pedido para mí por la tarde. La chaqueta negra de Jean-Paul me cubría los hombros; era suave y olía a cigarrillos, hojas y piel tibia. Nunca me había puesto las americanas de Rick: era mucho más alto y ancho que yo, por lo que sus chaquetas hacían que pareciese una caja y las mangas me inmovilizaban los brazos. Ahora tenía la sensación de llevar algo que era mío desde hacía años.
Antes, cuando estábamos con los otros en el bar, Jean-Paul y yo habíamos hablado en francés todo el tiempo, y me había jurado que seguiría haciéndolo. De manera que dije: «Nous sommes arrivés chez nous?», e inmediatamente me arrepentí. Lo que había dicho era correcto gramaticalmente, pero el chez nous parecía indicar que vivíamos juntos. Como tantas otras veces con mi francés, mi control sólo se extendía al significado literal, pero no a las connotaciones de las palabras.
Si Jean-Paul advirtió aquella implicación gramatical, no lo dejó traslucir.
– Non, le Fina -dijo.
– Gracias por conducir -continué, en francés
"El azul de la Virgen" отзывы
Отзывы читателей о книге "El azul de la Virgen". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "El azul de la Virgen" друзьям в соцсетях.