Me puse tensa. No habíamos vuelto a hablar de pintor desde nuestra violenta discrepancia por causa suya

– ¡Yo podría decir lo mismo sobre ti! -repliqué- Elegimos diferentes coincidencias por las que interesarnos, eso es todo

– Me interesaba Nicolas Tournier hasta que descubrí que no era familia tuya. Le di una oportunidad Y también le doy una oportunidad a esta coincidencia.

– De acuerdo; ¿por qué tendría que ser esto algo más que una coincidencia?

– Se trata de la fecha y del día de la boda. Los dos malos.

– ¿Qué quieres decir con malos?

– En el Languedoc estaba muy extendida la creencia de que no había que casarse ni en mayo ni en noviembre

– ¿Por qué no?

– Mayo es el mes de la lluvia, de las lágrimas, y noviembre el mes de los muertos.

– Pero eso no es más que superstición. Creía que hugonotes trataban de no ser supersticiosos. Que era vicio católico.

Aquello lo detuvo un momento. No era el único que había estado leyendo libros.

– Sin embargo, es verdad que había menos bodas esos meses. Y además el veintiocho de mayo de 1563 fue lunes, y la mayoría de las ceremonias eran en martes o sábado, los días preferidos.

– Un momento ¿Cómo puedes saber que fue lunes?

– He encontrado un calendario en Internet.

El más insólito de los empollones. Suspiré.

– Es evidente que has elaborado una teoría sobre que sucedió. No sé por qué me molesto en pensar que tengo algo que decir en todo esto.

Me miró.

– Pardon. Te he robado tu investigación, ¿no es eso?

– Sí. Escucha, agradezco tu ayuda, pero cuando haces algo, no utilizas más que la cabeza, falta el corazón. entiendes?

Hizo algo parecido a un mohín con los labios y asintió con la cabeza.

– De todos modos, me gustaría oír tu teoría. Pero es más que una teoría, ¿no es cierto? No necesito renunciar a mi idea de que fue una boda de penalti.

– No. Quizá los padres de Etienne se oponían a matrimonio hasta que se enteraron de la existencia de bebé. Entonces apresuraron la boda de manera que los vecinos creyeran que los padres siempre habían estado d acuerdo.

– Pero ¿no lo habría sospechado la gente, dadas la fechas? -no me costaba imaginar una versión de Madame, la boulangére, sacando las conclusiones pertinentes

– Quizá, pero siempre sería mejor que se les viera dar su consentimiento.

– Por mor de las apariencias.

– Sí.

– De manera que nada ha cambiado mucho en le últimos cuatrocientos años, a decir verdad.

– ¿Esperabas otra cosa?

La bibliotecaria apareció en el umbral. Debíamos dar la impresión de estar absortos en nuestra tarea, pon que se limitó a sonreírnos y volvió a desaparecer.

– Hay una cosa más -dijo Jean-Paul-. Una pequeñez. El nombre Marie. Es extraño que una familia de hugonotes le pusiera ese nombre a una niña.

– ¿Por qué?

– Calvino quería que la gente dejara de venerar a la Virgen. Creía en el contacto directo con Dios sin intermedio de una figura como la suya. Se la consideraba una distracción que apartaba de Dios. Y la Virgen es parte del catolicismo. Es extraño que pusieran a su hija el nombre de la Virgen.

– Marie -repetí-

Jean-Paul cerró la Biblia. Vi cómo tocaba la cubierta, cómo seguía con el dedo el contorno de una hoja dorada.

– Jean-Paul.

Se volvió hacia mí, los ojos brillantes.

– Ven a casa conmigo -ni siquiera me había dado cuenta de que iba a decir aquello.

Exteriormente su rostro siguió igual, pero el cambio entre nosotros fue como si el viento invirtiera su dirección.

– Ella, estoy trabajando.

– Después del trabajo.

– ¿Y tu marido?

– Se ha marchado -empezaba a sentirme humillada-.

– Olvídalo -murmuré-. Olvida que te lo he pedido -empecé a levantarme, pero puso la mano encima de la mía y me detuvo. Al dejarme caer de nuevo en el asiento, Jean-Paul miró hacia la puerta y retiró la mano.

– ¿Vendrás a un sitio esta noche? -preguntó.

– ¿Dónde?

Jean-Paul escribió algo en un trozo de papel.

– Las once es una buena hora.

– Pero ¿de qué se trata?

Negó con la cabeza.

– Una sorpresa. Limítate a venir. Ya lo verás.


Me di una ducha y estuve más tiempo arreglándome del que había empleado en mucho tiempo, a pesar de que no tenía ni idea de adónde iba: Jean-Paul se había limitado a garrapatear una dirección en Lavaur, un pueblo a unos veinte kilómetros de distancia. Podía ser un restaurante la casa de un amigo o una bolera, porque no me ha dado ninguna pista.

Su comentario de la noche anterior sobre mi ropa no se me iba de la cabeza. Aunque no estaba segura de que tratase de una crítica, busqué en mi guardarropa algo que tuviera color. Al final me puse de nuevo el vestido amarillo pálido sin mangas, lo más cercano a un color vivo. Al menos me sentía cómoda con él, y con unas sandalias marrones y un poco de carmín no tenia demasiado mal aspecto. No estaba en condiciones de competir con las francesas, que resultaban elegantes con vaqueros y una camiseta, pero podía pasar.

Acababa de cerrar a mi espalda la puerta de la calle cuando sonó el teléfono. Tuve que darme mucha prisa para llegar antes de que se pusiera en marcha el contestador.

– Hola, ¿te he sacado de la cama?

– Hola, Rick. No, de hecho me disponía…, a salir a pasear. Hasta el puente.

– ¿Un paseo a las once de la noche?

– Sí, hace calor y me aburría. ¿Dónde estás?

– En el hotel.

Traté de recordar: ¿era Hamburgo o Fráncfort?

– ¿Qué tal la reunión?

– ¡Estupenda! -me habló de lo que había hecho durante el día, dándome tiempo para serenarme. Pero cuando me preguntó qué había estado haciendo yo, no se me ocurrió nada que pudiera gustarle oír.

– No gran cosa -contesté a toda prisa-. ¿Cuándo vuelves?

– El domingo. He de pasar primero por París antes de volver a casa. Oye, cariño, ¿qué llevas puesto? -era un viejo juego al que solíamos dedicarnos por teléfono: uno describía la ropa que llevaba y el otro cómo quitársela. Me miré el vestido y los zapatos. No podía decirle lo que llevaba, ni por qué no quería jugar,

Afortunadamente me salvó el mismo Rick, que dijo:

– Vaya, tengo una llamada en espera. Será mejor que conteste.

– Claro. Hasta dentro de unos días.

– Te quiero, Ella -y colgó.

Esperé unos minutos, angustiada, para asegurarme de que no volvía a llamar.

En el coche me repetí a cada poco: puedes dar la vuelta Ella. No tienes que hacer esto. Puedes llegar hasta allí, aparcar, acercarte a la puerta de donde sea y regresar a casa. Puedes incluso ver a Jean-Paul y pasar tiempo con él y será algo perfectamente inocente y regresarás pura y no adulterada. Literalmente.

Lavaur es una ciudad catedralicia unas tres veces mayor que Lisle-sur-Tarn, con un barrio antiguo y cierta apariencia de vida nocturna: un cine, varios restaurantes, un par de bares. Consulté un mapa, aparqué junto a la catedral -un pesado edificio de ladrillo con una torre octogonal- y fui andando hasta el barrio antiguo. Pese a las tentadoras actividades nocturnas, no había nadie en la calle; todos los postigos estaban cerrados, todas las luces apagadas.

Encontré sin problemas la dirección que buscaba: era difícil no verla, señalada por un llamativo cartel luminoso que anunciaba una taberna. La entrada estaba en un callejón, y en los postigos de la ventana vecina habían pintado lo que parecían soldados sin rostro custodiando a una mujer con una larga túnica. Me detuve y estudié aquella iconografía. La imagen me turbó; me apresuré a entrar.

El contraste entre el exterior y el interior no podía ser mayor. Me encontraba en un bar pequeño, mal iluminado, ruidoso, abarrotado y lleno de humo. Los pocos bares en los que había estado en pequeñas ciudades francesas eran en general sitios deprimentes, masculinos y nada acogedores. Aquél era como un rayo de luz en medio de la oscuridad. Algo tan inesperado que me detuve en el umbral y me quedé allí mirando.

Exactamente frente a mí una mujer muy atractiva vaqueros y una blusa de seda marrón cantaba Every Time We Say Goodbye, la famosa canción de Cole Porter, con marcado acento francés. Y aunque me daba la espalda, supe de inmediato que era Jean-Paul quien se inclinaba sobre el piano blanco, con su camisa de color azul pálido. Se miraba las manos todo el tiempo, aunque de cuando en cuando se volvía hacia la cantante, con gesto de concentración, pero también sereno.

Entraron más personas a continuación y me vi obligada a mezclarme con la multitud. No podía apartar los ojos de Jean-Paul. Cuando terminaron la canción se oyeron gritos de entusiasmo y prolongados aplausos. Jean-Paul recorrió el local con la vista, me localizó y sonrió. Un individuo a mi derecha me dio palmaditas en el hombro.

– Tenga mucho cuidado… ¡ése de ahí es un lobo! -gritó, al tiempo que reía y movía la cabeza en dirección al piano.

Me puse colorada y me alejé de allí. Cuando Jean-Paul y la cantante iniciaron otra pieza, me abrí camino hasta la barra y milagrosamente encontré un taburete libre.

La piel aceitunada de la cantante parecía iluminada desde el interior, y las cejas oscuras estaban perfectamente dibujadas. Llevaba los largos cabellos castaños ondulados y alborotados y mientras cantaba atraía la atención hacia ellos pasándose los dedos, agitando la cabeza, alzando las muñecas hasta las sienes cada vez que atacaba una nota muy alta. Jean-Paul resultaba menos llamativo: su presencia tranquila equilibraba la teatralidad de la cantante, al tiempo que su manera de tocar subrayaba la brillantez de su voz. Funcionaban muy bien juntos: tranquilos, con la confianza suficiente para juguetear y gastarse bromas. Sentí una punzada de celos.

Dos canciones después se tomaron un descanso y Jean-Paul vino hacia mí, aunque deteniéndose antes para hablar con uno de cada dos clientes. Yo me tiraba nerviosa del vestido, queriendo ahora que me cubriera las rodillas. Cuando llegó a mi lado dijo:

– Salut, Ella -y me besó en las dos mejillas como había hecho con otras diez personas. Empecé a serenarme, aliviada pero vagamente desconcertada al ver que no se me prestaba atención especial. ¿Qué es lo que quieres, Ella?, me pregunté, furiosa. Jean-Paul debió de notar la confusión en mi rostro-. Ven, te voy a presentar a algunos amigos -dijo con sencillez.

Me bajé del taburete, cogí la cerveza, y luego tuve que esperar mientras Jean-Paul conseguía un whisky del barman. Hizo un gesto en dirección a una mesa al otro lado del local y me puso la mano en mitad de la espalda para guiarme, manteniéndola allí mientras nos abríamos paso entre la multitud, y retirándola cuando llegamos junto a sus amigos.

Seis personas, la cantante incluida, estaban sentadas en bancos a ambos lados de una mesa larga. Se apretaron para hacernos sitio. Terminé junto a la cantante, con Jean-Paul frente a mí, nuestras rodillas tocándose en el reducido espacio disponible. Contemplé la mesa, cubierta de botellas de cerveza y vasos de vino y sonreí para mis adentros.

El grupo hablaba de música, citaba cantantes franceses de los que yo no había oído hablar nunca y reía estrepitosamente con referencias culturales que no significaban nada para mí. Era tanto el ruido y hablaban tan deprisa que al cabo de un rato renuncié a escuchar. Jean-Paul encendió un cigarrillo y respondía con risas sosegadas a los chistes, pero por lo demás no intervenía. Sentía que sus ojos se posaban en mí de cuando en cuando; en una ocasión, cuando le devolví la mirada, dijo:

– Ça va?

Asentí con la cabeza.

Janine, la cantante, se volvió hacia mí y dijo:

– ¿A quién prefiere, Ella Fitzgerald o Billie Holiday?

– Oh, no oigo mucho a ninguna de las dos -aquello sonaba descortés; después de todo, me estaba dando una oportunidad de intervenir en la conversación. Por otra parte, yo quería convencerme de que no estaba celosa de ella, de su belleza y de la naturalidad de su estilo, de su relación con Jean-Paul-. Me gusta Frank Sinatra -añadí muy deprisa.

Un individuo con una pronunciada calvicie, cara de niño y barba de dos días, que estaba sentado junto a Jean-Paul, resopló.

– Demasiado sentimental. Demasiado «mundo del espectáculo» -utilizó el término inglés y agitó las manos cerca de los oídos al tiempo que me obsequiaba con una sonrisa protocolaria-. Nat King Cole, sí, ¡eso ya es diferente!

– Sí, pero… -empecé. Toda la mesa me miró expectante. Recordaba algo que mi padre había dicho sobre la técnica de Sinatra y trataba, desesperadamente, de traducirlo deprisa en la cabeza: justo lo que madame Sentier me había explicado que no debía hacer nunca.

– Frank Sinatra canta sin respirar -empecé, pero no seguí. No era aquello lo que quería decir; trataba de explicar que cantaba con tanta suavidad que no se le oía respirar, pero me falló el francés-. Su…