Adelantándose a mis pensamientos me sostuvo la mirada y dijo:
– Estoy pensando en ti. No en mí. Para mí es diferente. Para los hombres siempre es diferente aquí.
Hablar con tanta sinceridad fue una lección de sensatez que me obligó a pensar.
– Esta cama… -hice una pausa-. Es demasiado grande para una persona. Y no tendrías dos mesillas y dos lámparas si aquí sólo durmieras tú.
Jean-Paul estudió mi expresión. Luego se encogió de hombros; con aquel gesto volvimos de verdad al mundo.
– Viví con una mujer una temporada. Se marchó hace cosa de año y medio. La cama fue idea suya.
– ¿Estabais casados?
– No.
Le puse una mano en la rodilla y apreté.
– Lo siento -dije en francés-. No tendría que haberlo mencionado.
Se encogió de hombros una vez más, luego me miró y sonrió.
– ¿Sabes, Ella Tournier? Tanto hablar en francés anoche ha hecho que te crezca la boca. ¡Estoy seguro!
Me besó y sus pestañas brillaron al sol.
Cuando la puerta de la calle se cerró tras él, todo pareció cambiar. Nunca había sentido tanta extrañeza en una casa ajena. Me senté muy tensa en la cama, me bebí el café y dejé la taza. Escuché a los niños fuera, los coches que pasaban, alguna Vespa de cuando en cuando. Echaba espantosamente de menos a Jean-Paul y quería marcharme cuanto antes, pero me sentía atrapada por los ruidos del exterior.
Finalmente me levanté y me duché. Mi vestido amarillo estaba arrugado y olía a humo y a sudor. Cuando me lo puse me sentí como una cualquiera. Quería irme a casa, pero me obligué a esperar a que las calles estuvieran más tranquilas. Mientras esperaba pasé revista a los libros de la sala de estar. Había muchos sobre historia de Francia, muchas novelas, unos cuantos libros en inglés: John Updike, Virginia Woolf, Edgar Allan Poe. Una extraña combinación. Me sorprendió que no tuvieran ningún orden discernible: la narrativa se mezclaba con los otros géneros y ni siquiera se respetaba el orden alfabético. Al parecer Jean-Paul no traía a casa los hábitos de su trabajo profesional.
Una vez que estuve segura de que la calle se había despejado, me sentí poco dispuesta a marcharme, sabedora de que una vez que me fuera no iba a poder volver. Recorrí de nuevo las habitaciones. Del armario del dormitorio saqué la camisa de color azul pálido que Jean-Paul llevaba la noche anterior, hice un rebujo con ella y me la guardé en el bolso.
Al salir tuve la sensación de hacer una gran entrada teatral, aunque hasta donde me era posible ver carecía de público. Corrí escaleras abajo, me dirigí muy deprisa hacia el centro del pueblo, y respiré más tranquila al llegar a la zona por la que caminaba con frecuencia todas las mañanas, aunque sintiéndome todavía desprotegida. Estaba convencida de que todo el mundo me miraba, veía las arrugas del vestido, las ojeras. Vamos, Ella, siempre te miran, traté de darme ánimos. Te pasa porque sigues siendo una forastera, no porque acabes de… No fui capaz de terminar la frase.
Sólo al llegar a nuestra calle comprendí de pronto que no quería volver al hogar conyugal. Vi nuestra casa y la náusea me golpeó como una ola. Me detuve y me apoyé en la pared de los vecinos. Cuando entre; pensé, no me quedará otro remedio que enfrentarme con la culpa. Me quedé allí mucho tiempo. Luego di media vuelta y me dirigí hacia la estación de ferrocarril. Al menos podía empezar por recuperar el automóvil; aquello me daba una excusa muy concreta para retrasar el resto de mi vida. Hice el viaje en las nubes, con una sensación mitad dulce, mitad agria, y estuve a punto de olvidarme del cambio de trenes en la estación siguiente para tomar el de Lavaur. A mi alrededor viajaban hombres de negocios, mujeres con sus compras, adolescentes que coqueteaban Me parecía muy extraño que hubiera sucedido algo tan extraordinario y que, sin embargo, no lo supiera nadie a mi alrededor. «Tiene usted la más mínima idea de lo que acabo de hacer?», quería decirle a la adusta mujer que hacía punto frente a mí. «Usted también lo habría hecho?»
Pero los sucesos de mi vida le tenían sin cuidado al tren y al resto del mundo. Se seguía cociendo pan, bombeando gasolina, haciendo quiches, y los trenes seguían circulando a su hora. Incluso Jean-Paul trabajaba, aconsejando a señoras ancianas sobre novelas románticas. Y Rick asistía a sus reuniones alemanas en estado de perfecta ignorancia. Contuve el aliento: sólo yo no llevaba el paso, y mi única ocupación era recoger un coche y sentirme culpable.
Tomé café en un bar de Lavaur antes de ir en busca del automóvil. Cuando estaba abriendo la portezuela, oí a mi izquierda «Eh, l'américaine!», y al volverme descubrí al calvo prematuro con el que me había peleado la noche anterior, que se dirigía hacia mí. Tenía ya una barba de tres días. Abrí la portezuela por completo y me recosté en el coche detrás de ella, un escudo entre él y yo.
– Salut -dije.
– Salut, m-adame -comprendí que su uso del «madame» no era casual.
– Je m 'appelle Ella -respondí con frialdad.
– Claude -me tendió la mano y la estreché ceremoniosamente. Me sentía un poco ridícula. Todas las claves de lo que acababa de hacer estaban delante de él como en un escaparate: el coche aún en Lavaur, mi vestido arrugado de la noche anterior, el cansancio patente en mi rostro, todo le llevaría a la misma conclusión. La pregunta era si poseía el tacto necesario para no mencionarlo. Sobre aquello último tenía mis dudas.
– ¿Qué tal un café?
– No, muchas gracias. Acabo de tomarme uno.
Sonrió.
– Vamos, tómate un café conmigo -hizo un gesto como de pastor que reúne a sus ovejas y echó a andar alejándose. No me moví. Se volvió para mirar, se detuvo y empezó a reír-. Vaya, vaya, ¡eres difícil! Como un gatito con las uñas así… -imitó una zarpa con dedos tiesos y doblados- y el pelo erizado. De acuerdo, no quieres un café. Está bien, pero ven a sentarte conmigo en ese banco un momento. ¿Okey? Eso es todo. Tengo algo que decirte.
– ¿Qué?
– Quiero ayudarte. No, eso no es verdad. Quiero ayudar a Jean-Paul. Así que siéntate. Sólo un segundo -se acomodó en un banco cercano y me miró expectante. Acabé por cerrar la portezuela del coche, llegar hasta donde estaba y sentarme a su lado. En lugar de mirarlo, mantuve todo el tiempo los ojos en el jardín que teníamos enfrente, donde cuidadosas combinaciones florales estaban empezando a abrirse.
– ¿Qué es lo que me quiere decir? -tuve buen cuidado de utilizar el usted con él, para contrarrestar su tono familiar conmigo. No sirvió de nada.
– Jean-Paul, quizá no lo sabes, es un buen amigo de Janine y mío. De todos nosotros en La Taverne -sacó un paquete de cigarrillos y me lo ofreció. Lo rechacé con un movimiento de cabeza; él encendió uno, se recostó, cruzó las piernas a la altura de los tobillos y se estiró.
– Sabes que vivió un año con una mujer -continuó.
– Sí. ¿Y qué?
– ¿Te ha contado algo sobre ella?
– No.
– Era americana.
Lancé una rápida ojeada a Claude para ver qué reacción esperaba de mí, pero seguía el tráfico con los ojos y no me reveló nada.
– ¿Y gorda?
Claude rió a carcajadas.
– ¡Caramba! -gritó-. Eres… Entiendo por qué le gustas a Jean-Paul. ¡Una gatita!
– ¿Por qué se marchó la americana?
Se encogió de hombros, al tiempo que se le apagaba la risa.
– Echaba de menos su país y sentía que no encajaba aquí. Decía que la gente no era amable. Se distanció sin remedio.
– Dios santo -murmuré en inglés, incapaz de contenerme. Claude se inclinó hacia adelante, las piernas separadas, los codos en las rodillas, las manos colgando. Lo miré-. ¿Jean-Paul todavía la quiere?
Se encogió de hombros.
– Se ha casado.
Eso no es una respuesta. Mírame, pensé, pero no se lo dije.
– No sé si lo entenderás -prosiguió-, pero protegemos un poco a Jean-Paul. Conocemos a una americana bonita, con mucho genio, como una gatita, que se ha fijado en Jean-Paul pero que está casada, y pensamos… -volvió a encogerse de hombros- que quizá no sea demasiado conveniente para él, aunque sabemos que él no lo ve así. O que lo ve pero que la chica es una tentación de todos modos.
– Pero… -no estaba en condiciones de discutir. Si argumentaba que no todas las americanas se vuelven a casa con el rabo entre las piernas (aunque era cierto que yo había considerado esa posibilidad en los momentos de mayor alienación), Claude se limitaría a sacar a relucir el hecho de que estaba casada. No sabía qué era lo que estaba subrayando más; quizá fuera parte de su estrategia. Me caía demasiado mal para insistir.
Lo que estaba presentando como verdad indiscutible era que yo no le convenía a Jean-Paul
Con aquella idea -a lo que se añadía la falta de sueño y lo absurdo que era estar sentada en aquel banco con aquel individuo que me decía cosas que ya sabía- terminé por venirme abajo. Me incliné hacia adelante, los codos en las rodillas, ahuequé las manos alrededor de los ojos como para protegerlos de la excesiva luz del sol y empecé a llorar en silencio.
Claude se irguió.
– Lo siento, Ella. No he dicho esas cosas para hacerte sufrir.
– ¿De qué otra manera esperaba que reaccionase? -repliqué con tono cortante. Hizo el mismo gesto de derrota con las manos que había hecho la noche anterior.
Me sequé las manos húmedas en el vestido y me puse en pie.
– Tengo que marcharme -murmuré, apartándome el pelo de la cara. No fui capaz ni de darle las gracias ni de despedirme.
Lloré durante todo el camino a casa.
La Biblia era como un reproche encima de la mesa. No soportaba estar sola en una habitación, pero no tenía mucho donde elegir. Necesitaba hablar con una amiga; eran mujeres quienes de ordinario me ayudaban a superar los momentos de crisis. Pero era medianoche en Estados Unidos; además, el teléfono nunca funcionaba bien. Y en Lisle-sur-Tarn no tenía a nadie a quien hacer confidencias. Lo más cerca que había estado de encontrar un alma gemela era Mathilde, pero disfrutó de tal manera coqueteando con Jean-Paul que quizá no le gustara demasiado saber lo que había sucedido.
Más avanzada la mañana recordé que tenía una clase de francés en Toulouse por la tarde. Llamé a madame Sentier y le dije que no podía ir porque estaba enferma. Al preguntarme qué me pasaba, dije que era una fiebre estival.
– Ah, ¡necesita que alguien cuide de usted! -exclamó.
Sus palabras hicieron que me acordase de mi padre, de su miedo a que me sintiera perdida en Europa sin ayuda de nadie. «Llama a Jacob Tournier si tienes problemas», me había dicho. «Cuando surgen dificultades es bueno tener familia cerca.»
Jean-Paul:
Me voy con mi familia. Me ha parecido lo mejor que podía hacer. Si me hubiera quedado en Lisle, el sentimiento de culpa habría acabado conmigo. Me he llevado tu camisa azul.
Perdóname.
Ella
A Rick no le mandé una nota. Llamé a su secretaria y le dejé un mensaje lacónico.
7. El vestido
Nunca estaba sola. Siempre se quedaba alguien con ella: Etienne o Hannah o Petit Jean. Por lo general Hannah, que era lo que Isabelle prefería. Hannah no podía o no quería hablar con ella, y era demasiado mayor y frágil para hacerle daño. Temía las manos de un Etienne que ahora se dejaba llevar por la ira y tampoco se fiaba de Petit Jean, con su navaja y la sonrisa permanente en los ojos.
¿Cómo hemos llegado a esto?, se preguntaba, las manos detrás del cuello y los codos contra el pecho. ¿Cómo es posible que ni siquiera me pueda fiar de mi hijo? Desde el devant-huis contempló, más allá de los monótonos campos blancos, las montañas oscuras y el cielo gris. Hannah estaba en la puerta, tras ella. Etienne siempre sabía lo que su mujer había hecho, aunque Isabelle nunca había sorprendido a su suegra hablando con él.
– ¡Mémé, cierra la puerta! -gritó Petit Jean desde dentro.
Isabelle miró por encima del hombro a la habitación oscura y llena de humo y se estremeció. Habían tapado las ventanas y mantenían cerrada la puerta; el humo se acumulaba hasta convertirse en una nube espesa, asfixiante. A Isabelle le escocían los ojos y la garganta y había empezado a dar vueltas por la habitación pesadamente, con la lentitud de alguien que se mueve dentro del agua. Sólo en el devant-huis podía respirar normalmente a pesar del frío.
Hannah tocó a Isabelle en el brazo, movió la cabeza en dirección al fuego y se apartó para dejarla pasar.
Hilaban todo el día durante el invierno, con innumerables montones de cáñamo que esperaban en el granero. Mientras trabajaba, Isabelle se acordaba de la suavidad de la tela azul, y se hacía la ilusión de que era lo que tenía entre las manos, en lugar de la fibra basta que le raspaba la piel y le llenaba los dedos de cortes diminutos. Nunca conseguía con el cáñamo un hilo tan fino como con la lana de las Cevenas.
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