– No es nada, chérie, no llores -le susurró, acariciándole el pelo-. Sólo empeorarás las cosas. No llores.

Por encima de la cabeza de Marie vio a Hannah, sentada en el rincón más apartado de la habitación. Por un momento pensó que le pasaba algo raro. Su cara parecía diferente, la telaraña de arrugas más pronunciada. Y entonces se dio cuenta de que la anciana sonreía.


Isabelle empezó a esforzarse por no perder de vista a Marie; la enseñó a hilar, a hacer ovillos con el hilo, a tejer vestiditos para su muñeca. Isabelle la tocaba con frecuencia, la cogía del brazo, le acariciaba el pelo, como para asegurarse de que la niña seguía a su lado. Le mantenía la cara limpia, frotándosela con un paño todos los días para que brillara a través de la oscuridad del humo.

– Necesito verte, ma petite -explicaba, aunque Marie nunca le pedía explicaciones.

Isabelle mantenía a Hannah lejos de la niña todo lo que le era posible, colocándose incluso entre las dos. No siempre lo conseguía. Un día Marie se presentó ante Isabelle con labios lustrosos.

– ¡Mémé me ha untado el pan con tocino! -exclamó.

Isabelle frunció el ceño.

– Quizá quiera darte un poco mañana -continuó su hija-, para engordarte también a ti. Te estás quedando muy delgada, mamá. Y estás muy cansada.

– ¿Por qué quiere Mémé que estés gorda?

– Quizás soy especial.

– Nadie es especial a los ojos de Dios -dijo Isabelle con severidad.

– Pero el tocino estaba bueno, mamá. Tan bueno que quiero más.


Una mañana a Isabelle le despertó el ruido del agua y supo que había terminado el invierno.

Etienne abrió la puerta para dejar entrar la luz del sol y un calor que el cuerpo de Isabelle agradeció al instante. La nieve se derretía por todas partes y formaba arroyuelos que corrían hacia el río. Los niños salieron disparados de la casa como si hubieran estado atados, corriendo y riendo, con pellas de barro pegadas a los zapatos.

Isabelle se arrodilló en la huerta y dejó que el barro le empapara las rodillas. Como todos los demás estaban tan ocupados con la llegada de la primavera, la habían dejado sin vigilancia y estaba sola por vez primera desde hacía meses. Inclinó la cabeza y empezó a rezar en voz alta.

– Santa María, no resistiré aquí otro invierno -murmuró-. Este que ha pasado es todo lo que puedo soportar. Por favor, Virgen querida, no permitas que me suceda otra vez -se apretó el vientre con los brazos. Protégenos a mí y a este niño. Tú eres la única que lo sabe.


Isabelle no había vuelto a Moutier desde Navidad. Durante todo el invierno Hannah se había encargado de cocer el pan. Cuando el tiempo era bueno, Etienne llevaba a los niños a la iglesia, pero Isabelle se quedaba en casa con Hannah. Cuando oyeron el silbido del buhonero, que venía a hacerles la visita de primavera, Isabelle esperaba que le dijeran que no podía ir, incluso que Etienne la pegara si se atrevía a preguntarlo. De manera que se quedó en la huerta, plantando hierbas sazonadoras.

Marie vino a buscarla.

– Mamá -dijo-. ¿No vienes?

– No, ma petite. Ya ves que estoy ocupada.

– Pero papá me ha mandado a buscarte, para decirte que vengas.

– ¿Tu padre quiere que vaya al pueblo?

– Sí -Marie bajó la voz-. Mamá, ven por favor. No digas nada. Pero ven.

Isabelle le miró la cara, ojos azules brillantes y llenos de sensatez, cabellos rubios muy claros por encima y más oscuros debajo, como en otro tiempo los de su padre. Los cabellos rojos habían empezado a aparecer otra vez, uno cada día. Ahora se encargaba Hannah de arrancárselos.

– Eres demasiado pequeña para ser tan prudente.

Marie dio varias vueltas sobre sí misma, arrancó una flor de la nueva mata de espliego y se alejó corriendo.

– ¡Vamos al pueblo, todos! -gritó.

Isabelle trató de sonreír cuando se reunieron con la multitud en torno al carro del buhonero. Sentía que la gente la miraba. No tenía la menor idea de lo que todas aquellas personas pensaban de ella, ignoraba si Etienne había alentado o sofocado los rumores, si, en realidad, alguien hablaba de ella.

Monsieur Rougemont se acercó.

– Es un placer verte de nuevo, Isabelle -dijo muy envarado, dándole la mano-. Te veremos también el domingo, espero.

– Sí -replicó Isabelle. No trataría así a una bruja, pensó, aunque no muy convencida.

Pascale vino a reunirse con ella, el rostro tenso de preocupación.

– ¿Has estado enferma?

Isabelle miró a Hannah, a su lado, incómoda.

– Sí -dijo-. Enferma con el invierno. Pero ahora ya estoy mejor, creo.

– ¡Bella! -oyó detrás, y se volvió; el buhonero se inclinaba hacia ella desde su carro. Extendió el brazo, le cogió la mano y se la besó-. ¡Ah, qué alegría verla, madame! Una gran alegría -no le soltó la mano y, abriéndose paso entre sus mercancías, fue llevándola alrededor del carro y alejándola de Etienne, Hannah y los niños, que los miraron pero no los siguieron. Era como si el buhonero los hubiera hechizado, inmovilizándolos donde estaban.

Finalmente soltó la mano de Isabelle, se acuclilló en el borde del carro y la miró detenidamente.

– Estás muy triste, Bella -dijo en voz baja-. ¿Qué te ha sucedido? ¿Cómo puedes estar tan triste cuando puedes ver esa tela azul tan maravillosa?

Isabelle negó con la cabeza, incapaz de dar explicaciones. Cerró los ojos para ocultar las lágrimas.

– Escucha, Bella -dijo, todavía en voz muy baja-. Escucha. Tengo algo que preguntarte.

Isabelle abrió los ojos.

– ¿Te fías de mí, verdad que sí?

Lo miró hasta el fondo de sus ojos oscuros.

– Sí, me fío de usted -susurró.

– Has de decirme de qué color tienes el pelo.

Maquinalmente, Isabelle se llevó la mano al paño que le cubría la cabeza.

– ¿Por qué?

– Me han dado un mensaje que quizá sea para ti, pero sólo estaré seguro cuando me digas de qué color tienes el pelo.

Isabelle negó con la cabeza.

– La última noticia que me dio usted fue que había muerto mi cuñada. ¿Por qué tendría que oír nada más?

El buhonero se acercó más.

– Porque estás triste y quizá este mensaje te alegre, te quite la tristeza. Te lo prometo, Bella. Nada de malas noticias. Además -hizo una pausa, mirándole a la cara-, el invierno ha sido malo para ti, ¿no es cierto? Lo que oigas no será peor que lo que has vivido.

Isabelle bajó los ojos hacia el barro que contorneaba sus zapatos. Respiró hondo.

– Rojo -dijo-. Es rojo.

El buhonero sonrió.

– Pero eso es muy hermoso, ¿no es cierto? El color de los cabellos de la Virgen, que Dios la bendiga. ¿Por qué avergonzarse? ¡Y además es la respuesta acertada! Ahora te puedo transmitir el mensaje. Es de un pastor que encontré en Alés durante el invierno. Te describió y luego me pidió que te buscara. Tiene el pelo oscuro y una cicatriz en la mejilla. ¿Lo conoces?

Isabelle se inmovilizó. De entre el humo, el agotamiento, el miedo que le impedía pensar, surgió un tenue rayo de luz.

– Paul -susurró.

– ¡Sí, sí, así se llama! Quiere que te diga -el buhonero cerró los ojos y pensó- que todavía te busca en verano junto al nacimiento del Tarn. Te busca siempre.

Isabelle empezó a llorar. Afortunadamente fue Marie y no Etienne o Hannah quien vino a su lado y la cogió de la mano.

– ¿Qué te pasa, mamá? ¿Qué te ha dicho ese mal hombre? -añadió, mirando al buhonero con el ceño fruncido.

– No es un mal hombre -dijo Isabelle entre lágrimas.

El buhonero rió y le pasó la mano por el pelo a Marie.

– Tú, bambina, eres como un barquito, como una góndola. Te balanceas arriba y abajo y te sostienes en el agua; eres valiente pero muy pequeña.

Siguió pasando los dedos por el pelo de la niña hasta que encontró un cabello rojo que se le había pasado a Hannah.

– ¿Ves? -le dijo a Isabelle-, no vergonzoso sino hermoso.

– Cuéntele que con el pensamiento estoy siempre allí -intervino Isabelle.

Marie los miró a los dos.

– ¿Contar a quién?

– No es nada, Marie. Sólo hablábamos. Gracias -le dijo al buhonero.

– Sé feliz, Bella.

– Lo procuraré.


El jueves Santo llegó el bloque de granito.

Etienne y los chicos araban mientras Isabelle y Hannah limpiaban la casa, liberándola del humo invernal y de la oscuridad. Restregaban los suelos y las paredes, escaldaban las ollas, lavaban la ropa, cambiaban la paja de los colchones y sacaban el estiércol del establo. No iban a encalar todavía las paredes. En todas las casas del valle se encalaban las habitaciones una vez al año, en primavera, pero los Tournier esperarían a que estuviera construida la chimenea

Isabelle removía una cuba llena de ropa humeante cuando vio que se acercaba el carro, el caballo esforzándose mucho por el peso de la piedra.

– Marie, ve a contar a papá que ha llegado el granito -dijo. Marie soltó el palo con el que había estado empujando las telas empapadas y corrió hacia los campos.

Cuando Etienne y los chicos llegaron, el transportista consumía un cuenco de estofado en la mesa recién fregada. Comía deprisa, la boca muy cerca del cuenco. Cuando terminó alzó la cabeza.

– Necesitaremos dos hombres más para levantarlo. Etienne hizo una indicación a Petit Jean.

– Ve a buscar a Gaspard -dijo.

Mientras esperaban, Etienne explicó cómo construiría la chimenea.

– Primero cavaré un lecho para colocarla, de manera que quede a la altura del suelo -dijo.

Hannah, que se había colocado detrás de Etienne, recogió el cuenco del otro, volvió a llenarlo, y golpeó con él la mesa al ponérselo delante.

– ¿Por qué no lo hace ahora? -preguntó el transportista-. De esa manera podríamos colocar la piedra enseguida.

– Se tardaría demasiado -replicó Etienne incómodo-. El suelo todavía sigue helado, como puede ver. No quiero hacerle esperar.

El otro dio una patada en el suelo.

– A mí no me parece helado.

– Todavía sigue muy duro. De todos modos estaba trabajando en el campo y no he tenido tiempo de cavar. Además, pensaba que llegaría usted más adelante. Después de Pascua.

Eso no es verdad, pensó Isabelle, mirando fijamente a Etienne, que mantenía los ojos en el suelo, en el sitio donde el otro había dejado una marca con el pie. Gaspard les había dicho que lo esperasen antes de Pascua. Era muy raro oír a su marido mentir con tanta desfachatez.

El transportista terminó su segundo cuenco.

– Las mujeres de su casa no tienen problemas para cocinar con ese fuego -dijo, señalando con un movimiento de cabeza las llamas del rincón-. ¿Por qué cambiarlo?

Etienne se encogió de hombros.

– Estamos acostumbrados a tener chimenea.

– Pero ahora viven en un país nuevo. Con costumbres nuevas, que deberían pasar a ser las suyas.

– Algunas viejas costumbres siguen con nosotros para siempre, vayamos donde vayamos -dijo Isabelle-. Son parte de nosotros. Nada las puede reemplazar por completo.

Todos la miraron fijamente y en el rostro de Etienne apareció una expresión muy desagradable.

¿Por qué he hablado? pensó. Sé que callar es lo más seguro. ¿Por qué he dicho una cosa así? Ahora me pegará, igual que durante el invierno. Y quizá haga daño al niño. Se tocó el vientre.

Una vez que llegaron los que venían a ayudar, Etienne estuvo demasiado ocupado para desahogar su indignación. Se necesitaron cuatro personas, todas hombres fornidos, para sacar el bloque de granito del carro e introducirlo a trompicones en la casa, donde lo apoyaron en la pared junto a la puerta. Jacob le pasó las manos arriba y abajo. Marie se extendió contra él como si fuese una cama.

– Está tibio, mamá -dijo-. Como nuestra casa.


La Pascua era una época de redención, cuando se explicaban los rigores del invierno. Isabelle sacó la ropa negra para el servicio religioso y se cambió con una naturalidad que creía haber perdido.

A esto se le llama esperanza, pensó. Esto es lo que había olvidado.

Se preguntaba si Etienne le prohibiría ir a la iglesia por decir lo que le había dicho al transportista, pero ni siquiera lo mencionó. La audacia de Isabelle quedaba compensada por su mentira.

Ayudó a Marie a vestirse. Su hija estaba inquieta, daba saltos por la habitación, se reía para sus adentros. Cuando llegó el momento de salir, la niña tomó una mano de Isabelle, Jacob la otra, y los tres caminaron por el estrecho sendero codo con codo, detrás de Etienne y de Hannah. Petit Jean corría por delante.

Isabelle no se atrevía a pensar en la Virgen de Chaliéres. Me basta con asistir al primer servicio y ver a otras personas, caminar al sol, pensó. No espero nada más.

Al final de la ceremonia matutina en Saint Pierre, Etienne se dirigió hacia la casa de Gaspard sin hablar con Isabelle; el resto de la familia lo siguió. Pascale se acercó y caminó al lado de su amiga, sonriendo.