– Me alegro de que vengas al segundo servicio -susurró-. Es una bendición que estés hoy aquí.

En la casa Isabelle se sentó al lado de Pascale, junto al fuego, y escuchó todas las habladurías del invierno de las que no estaba enterada.

– Pero, ¡seguro que sabes eso! -exclamaba Gaspard cada vez que le contaba una historia nueva-. Hannah tiene que haberlo oído cuando venía a cocer el pan; ¡seguro que te lo contó! ¡Oh! -se tapó la boca con la mano, demasiado tarde para impedir que salieran las palabras, y miró a Hannah, que estaba sentada junto a Etienne en el otro banco, con los ojos cerrados. Los abrió y miró a Gaspard, que rió nervioso.

– Eh, Hannah -dijo muy deprisa-, sabes todas las habladurías, n’est-ce pas? Oír, oyes, aunque no hables.

Hannah se encogió de hombros y volvió a cerrar los ojos.

Se hace vieja, pensó Isabelle. Y además está cansada. Pero todavía es capaz de hablar, no me cabe la menor duda. Petit Jean desapareció pronto con los hijos de un vecino, pero Jacob y Marie se quedaron, inquietos, ambos con ojos relucientes, expectantes. Finalmente Pascale dijo en voz más alta:

– Venid, os voy a enseñar los cabritos nuevos. Tú no, Isabelle. Sólo estos dos -se llevó a los dos niños al establo.

Cuando regresaron reían tontamente, sobre todo Marie, que se paseó por la habitación, la cabeza muy alta como si llevara una corona.

– ¿Cómo eran los cabritos? -preguntó Isabelle.

– Suaves -replicó Jacob, y Marie y él, los dos, estallaron en carcajadas.

– Ven aquí, petit souris -dijo Gaspard-, ¡o te tiraré al río!

Marie gritó mientras Gaspard la perseguía por la habitación y luego, al capturarla, empezó a hacerle cosquillas.

– Luego no se estará quieta en la iglesia si haces eso -dijo Etienne con severidad.

Gaspard soltó bruscamente a Marie.

Pascale regresó para sentarse al lado de Isabelle. Lucía una sonrisa que Isabelle no entendió. Pero tampoco preguntó. Había aprendido a no preguntar.

– De manera que vas a tener pronto una chimenea -dijo Pascale.

– Sí. Etienne colocará el hogar después de la siembra, con ayuda de Gaspard, por supuesto. El granito pesa mucho. A continuación construirá la chimenea.

– No más humo -Pascale sonaba envidiosa e Isabelle sonrió.

– No, no más humo.

Pascale bajó la voz.

– Tienes mejor aspecto que cuando te vi por última vez.

Isabelle miró a su alrededor. Etienne y Gaspard estaban absortos en su conversación; Hannah parecía dormir.

– Sí, he salido más -replicó, cautelosa-. He tomado el aire.

– No es sólo eso. Pareces más feliz. Como si alguien te hubiera contado un secreto.

Isabelle pensó en el pastor.

– Quizás lo haya hecho alguien.

Pascale abrió mucho los ojos e Isabelle rió.

– No tiene importancia -dijo-. Sólo la primavera y una chimenea.

– De manera que los niños no te han dicho nada.

Isabelle se irguió en el asiento.

– ¿Qué tendrían que decirme?

– Nada. Ahora deberíamos comer. Pronto será hora de ir a Chaliéres -Pascale se puso en pie antes de que Isabelle pudiera añadir nada más.

Después de comer se trasladaron sin mucho orden a la capilla. Etienne y Gaspard iban delante, con Hannah muy cerca de su hijo; luego las mujeres, con Marie cogida de la mano de Isabelle; a continuación Petit Jean y sus amigos en un grupo agitado, entre empujones y gritos; y, detrás de todos ellos, Jacob, solo, las manos en los bolsillos, sonriendo.

Llegaron pronto; la capilla estaba sólo llena a medias y pudieron acercarse lo suficiente para ver al celebrante sin dificultad. Isabelle mantuvo los ojos bajos pero se colocó de una manera que le permitiese ver a la Virgen cuando se atreviera a levantar la vista. Marie se quedó a su lado, abrazándose el pecho entre risitas.

– Mamá -susurró-. ¿Te gusta mi vestido?

– Tu vestido es el más adecuado, ma fille. Negro para los Días Santos.

Marie volvió a reír, pero se mordió el labio cuando Jacob la miró frunciendo el ceño.

– Estáis jugando a algo, vosotros dos -los reconvino Isabelle.

– Sí, mamá -respondió Jacob.

– Aquí no se juega: ésta es la casa de Dios.

Durante el servicio Isabelle pudo mirar varias veces a la Virgen. De cuando en cuando sentía fijos en ella los ojos de Etienne, pero mantuvo el gesto severo, escondiendo su alegría.

Monsieur Rougemont habló durante mucho tiempo sobre el sacrificio de Cristo y la necesidad de vivir la virtud de la pureza.

– Dios ha elegido ya a los que, entre vosotros, seguirán a su Hijo al cielo -afirmó lisa y llanamente-. Vuestro comportamiento aquí indica su decisión. Si elegís pecar, si perseveráis en viejas costumbres cuando se os ha mostrado la Verdad, si adoráis ídolos falsos -Isabelle bajó los ojos al suelo-, si no renunciáis a los malos pensamientos, no tendréis posibilidad alguna de lograr el perdón de Dios. Pero si lleváis vidas de pureza, de trabajo duro y de devociones sencillas, quizá podáis demostrar todavía que estáis entre los elegidos de Dios y que sois dignos del sacrificio de su Hijo. Recemos.

A Isabelle le ardían las mejillas. Está hablándome a mí, pensó. Sin mover la cabeza miró, nerviosa, a Etienne y a Hannah; para sorpresa suya comprobó, por sus rostros, que sentían miedo. Miró en la dirección opuesta y, con la excepción de los rostros serenos de los niños, reconoció los mismos sentimientos en todos los que la rodeaban.

Quizá ninguno de nosotros figure entre los elegidos, pensó. Y todos lo sabemos.

Alzó la vista a la Virgen.

– Ayúdame -rezó-. Ayúdame para que sea perdonada.

Monsieur Rougemont terminó la ceremonia sacando la copa de vino y las delgadas obleas para la comunión.

– Los niños primero -dijo-. Benditos sean los inocentes.

– Ve -Isabelle dio un empujón a Marie, y la pequeña, Jacob y Petit Jean se reunieron con los otros niños arrodillados delante del ministro.

Mientras los adultos esperaban, Isabelle alzó de nuevo los ojos a la Virgen. Mírame, le rogó en silencio. Muéstrame que se me han perdonado mis pecados.

Los ojos de la Virgen observaban algo situado por debajo de ella. Isabelle siguió la mirada de la Virgen hasta Marie. Su hija, arrodillada pacientemente, esperaba su turno, el vestido negro recogido alrededor de las piernas. Debajo, sin embargo, la ropa interior no era blanca, sino azul. Marie llevaba puesta la tela.

Al verla se le escapó un grito ahogado, lo que hizo que sus vecinos volvieran la cabeza, al igual que Etienne y Hannah. Isabelle trató de apartar los ojos del azul pero no pudo.

Otros empezaron también a verlo. Codazos y susurros se extendieron rápidamente por la capilla. Jacob, arrodillado junto a Marie, miró primero hacia atrás y después a las piernas de Marie. Hizo un movimiento como para bajarle el vestido negro, pero luego cambió de idea.

Cuando Etienne lo vio por fin, palideció antes de enrojecer. Se abrió camino entre la multitud y puso de pie Marie Al alzar la vista, la sonrisa de la niña desapareció. Dio la impresión de esconderse dentro de sí misma. Etienne la arrastró entre los fieles hasta la puerta; luego los dos desaparecieron.

Jacob se había levantado y miraba fijamente a la puerta de la iglesia, inmóvil delante de los otros niños arrodillados. Isabelle, al volverse para seguir a su marido, vio de refilón a Pascale, que había empezado a llorar.

Se abrió camino hasta la puerta. Fuera, Etienne había levantado la falda negra de Marie para dejar al descubierto la otra, azul, que llevaba debajo.

– ¿Quién te ha dado esto? ¿Quién te ha vestido? preguntó. Marie no dijo nada. Etienne la obligó a arrodillarse.

– ¿Quién te lo ha dado? ¿Quién?

Al ver que Marie seguía sin contestarle, la golpeó con fuerza en la cabeza, y la niña cayó hacia adelante, dando con la cara en el suelo.

– He sido yo -mintió Isabelle. Etienne se volvió.

– Debería haber imaginado que nos engañarías, La Rousse. Pero nunca más. No volverás a hacernos daño. Levántate -le dijo a Marie.

La niña se incorporó despacio. La sangre que le salía de la nariz le había llegado hasta la barbilla

– Mamá -susurró.

Etienne se interpuso entre las dos

– No la toques -le dijo entre dientes a Isabelle. Tiró de Marie hasta levantarla y miró alrededor-. Petit Jean, viens-dijo cuando su hijo mayor apareció en la puerta. Petit Jean se acercó a él.

– Pascale -anunció- Ha sido Pascale papá

Cogió el otro brazo de Marie. Entre los dos empezaron a alejarse con ella. La niña volvió la cabeza para mirar a Isabelle.

– Por favor, mamá -dijo. Tropezó y Etienne y petit Jean la sujetaron con más fuerza.

Hannah y Jacob habían aparecido en el umbral de la capilla. Jacob fue a colocarse junto a Isabelle.

– Los cantos en el suelo -le dijo su madre sin mirarlo-. Eran para el contorno del vestido.

– Sí -respondió el niño en voz baja-. Eran para protegerla. Como dijo el buhonero. Para que no se ahogara.

– ¿Por qué vuestro padre contó también los guijarros? ¿Para qué querría saber el tamaño de Marie? Jacob la miró con los ojos muy abiertos.

– No lo sé.

8. La granja

Fui en avión de Toulouse a Ginebra y luego tomé el tren a Moutier. Todo sucedió deprisa y sin problemas: había un vuelo, un tren, y en la voz de Jacob capté más alegría que sorpresa al avisarle con tan poco tiempo de que quería visitarle. Poquísimo tiempo: le llamé por teléfono a las doce del mediodía y a las seis el tren se detenía en Moutier.

En el trayecto desde Ginebra la cabeza empezó a funcionarme de nuevo. Estuve completamente aturdida durante el vuelo, pero después el ritmo del tren, más natural que el del avión, consiguió despertarme. Empecé a mirar alrededor.

Enfrente tenía a una robusta pareja de mediana edad; él, con chaqueta cruzada de color chocolate y corbata a rayas, leía un periódico cuidadosamente doblado; ella, con vestido gris de lana, chaqueta de un gris más oscuro, pendientes de clip que eran lazos de oro y zapatos italianos, acababa de salir de la peluquería y llevaba el pelo muy ahuecado y recién teñido de un castaño rojizo no muy diferente del mío si se exceptúa que parecía sintético. En su regazo descansaba un elegante bolso de piel y estaba escribiendo algo que parecía ser una lista en una agenda diminuta.

Probablemente hace ya la lista de felicitaciones de Navidad, pensé, avergonzada de mi ropa mustia y arrugada. No se dirigieron la palabra durante la hora que permanecí sentada frente a ellos. Cuando me levanté para cambiar de tren en Neuchâtel, el caballero alzó los ojos brevemente y me hizo una inclinación de cabeza. «Bonne journée, madame», dijo con una cortesía que sólo las personas de más de cincuenta años manejan con soltura. Sonreí y les hice una inclinación de cabeza a él y a su compañera. Era así como se funcionaba en Suiza.

Trenes silenciosos, limpios y puntuales. Pasajeros igualmente silenciosos y limpios, vestidos con sobriedad, que escogían sus lecturas y se movían pausadamente. No había parejas dándose el lote, ni varones que mirasen con descaro, ni faldas demasiado breves, ni pechos apenas cubiertos, ni borrachos tumbados en dos asientos; todo ello espectáculo habitual en el tren de Lisle a Toulouse. No era un país de gente tumbada; los suizos no ocupan dos asientos si sólo han pagado uno.

Tal vez necesitaba un orden así después del caos que había dejado atrás. Era típico en mi caso establecer con exactitud los rasgos de una personalidad nacional después de pasar sólo una hora en un país, alcanzar una opinión que podía modificar sobre la marcha para incluir a la gente que iba conociendo. Si realmente me lo hubiera propuesto, quizás habría encontrado sordidez en algún lugar de aquellos trenes, ropas desgarradas y voces destempladas, novelas románticas, alguien inyectándose en el lavabo, un poco de pasión, algo de miedo. Pero contemplé lo que me rodeaba y me agarré a la normalidad que vi.

El nuevo paisaje me fascinó: las sólidas montañas del Jura alzándose, vertiginosas, desde las vías del tren, las hileras de abetos de color verde oscuro, las marcadas líneas de las casas, el orden nítido de los campos y las granjas. Me sorprendía que fuese tan diferente de Francia, aunque lógicamente no había motivo. Era un país distinto, después de todo, como yo misma se lo había señalado a mi padre. La verdadera sorpresa fue darme cuenta de que el paisaje francés que había dejado atrás -las suaves colinas, los viñedos de un verde brillante, el color ladrillo de la' tierra, la luz plateada- ya no me resultaba extraño.

Jacob había dicho por teléfono que me esperaría en la estación. No sabía nada de él, ni siquiera su edad, aunque sospechaba que estaba más cerca de la de mi padre que de la mía. Cuando pisé el andén de Moutier lo localicé al instante: me recordó a mi padre, aunque su pelo no era gris sino castaño, el mismo color del mío antes del cambio. Era muy alto y llevaba un jersey de color crema, estirado, hasta perder la forma, sobre unos hombros que descendían como los brazos de un arco. Cara larga y delgada, casi demacrada, barbilla delicada y brillantes ojos marrones, así como el aire enérgico de un hombre cercano a los sesenta, todavía impulsado por el trabajo, que no se ha incorporado aún al grupo de los que aceptan el descanso de la jubilación, pero consciente de que pronto se incorporará, sin saber aún cómo administrará tanta libertad.