– Vuelan -replicó con decisión-. Monsieur Marcel abre la boca y las marcas negras del papel le vuelan tan deprisa hasta la boca que no se ven. Luego las escupe.

– ¿Sabes leer?

– No; pero sí escribir.

– ¿Qué escribes?

– Pongo mi nombre. Y también el tuyo -añadió, seguro de sí mismo.

– Déjame verlo. Enséñame.

Etienne sonrió, mostrando a medias los dientes. Con la mano se apoderó de un trozo de la falda de Isabelle y tiró.

– Te enseñaré, pero tienes que pagar -dijo en voz baja, los ojos tan entornados que apenas se le veía el azul.

Otra vez el Pecado: las hojas de los castaños crepitando en sus oídos, miedo y dolor, pero también la terrible emoción de sentir debajo el suelo y, sobre su cuerpo, el peso del de Etienne.

– Sí -dijo finalmente, apartando los ojos-. Pero enséñame antes.

Etienne tuvo que conseguir los materiales a escondidas: la pluma de un cernícalo, con la punta cortada y afilada; la esquina de pergamino robada de una de las páginas de la Biblia; un hongo seco que se convertiría en negro al mezclarlo con agua sobre una lámina de pizarra. Luego se llevó a Isabelle a la montaña, lejos de las granjas, a una roca de granito con una superficie plana que les llegaba a la cintura. Los dos se inclinaron sobre ella.

Como por arte de magia, Etienne trazó seis marcas hasta formar ET.

Isabelle lo miró fijamente.

– Quiero escribir mi nombre -dijo. Etienne le pasó la pluma y se colocó detrás de ella, su cuerpo apretado contra el de la muchacha a todo lo largo de la espalda. Isabelle sentía el bulto cada vez más prominente en la parte inferior del vientre del joven y una chispa de deseo temeroso la atravesó velozmente. Etienne colocó su mano sobre la de Isabelle y la guió primero a la tinta y luego al pergamino, empujándola hasta reproducir las seis marcas. ET, escribió. Isabelle comparó las dos.

– Pero son las mismas -dijo, desconcertada- ¿Cómo pueden ser tu nombre y el mío al mismo tiempo?

– Lo has escrito tú, luego es tu nombre. ¿No lo sabías? Las marcas son de quien las escribe.

– Pero… -dejó de hablar y mantuvo abierta la boca, esperando a que las marcas le volaran hasta allí. Pero cuando habló, pronunció el nombre de Etienne, y no el suyo

Ahora tienes que pagar -dijo su profesor, sonriendo. La empujó contra la roca, se colocó detrás, le levantó la falda y se bajó los calzones. Le separó las piernas con las rodillas y con la mano las mantuvo apartadas de manera que pudiera penetrarla de repente, con un rápido empujón. Isabelle se agarró a la roca mientras Etienne avanzaba contra ella. Luego, con un grito, le empujó los hombros, obligándola a inclinarse de manera que su rostro y su pecho se aplastaran con fuerza contra la roca.

Al apartarse Etienne, Isabelle se incorporó, temblorosa. El pergamino se le había pegado a la mejilla y revoloteó hasta el suelo. Etienne la miró y sonrió.

– Ahora tienes tu nombre en la cara -dijo.


Aunque no se hallaba lejos de la de su padre, río abajo, Isabelle no había entrado nunca en la granja de los Tournier. Era la más grande de la zona, aparte de la del duque, situada aún más abajo en el valle, a medio día de camino hacia Florac. Se decía que había sido construida cien años atrás, con añadidos a lo largo del tiempo: una pocilga, una era, un techo de tejas para reemplazar el bálago. Jean y su prima Hannah se habían casado tarde, tenían sólo tres hijos y eran prudentes, poderosos y distantes. Las visitas a su hogar a última hora de la tarde eran poco frecuentes.

A pesar de su influencia, el padre de Isabelle nunca había ocultado su desprecio por los Tournier.

– Se casan entre primos -se mofaba Henri du Moulin-. Dan dinero a la iglesia, pero no regalarían una castaña mohosa a un mendigo. Y se besan tres veces, como si dos no fueran suficientes.

La granja, con forma de L, se extendía por una ladera y tenia la entrada en la intersección, cara al sur. Etienne condujo a Isabelle al interior. Sus padres y dos jornaleros estaban sembrando; Susanne, su hermana, trabajaba al fondo de la huerta.

Dentro todo estaba tranquilo y en silencio. Isabelle sólo oía los gruñidos apagados de los cerdos. Admiró la cochiquera y el establo, dos veces mayor que el de su padre. Se detuvo en la amplia cocina y cuarto común y tocó suavemente la larga mesa de madera con las yemas de los dedos como para tranquilizarse. La habitación estaba limpia, recién barrida, ollas y sartenes colgadas de las paredes a intervalos regulares. El hogar ocupaba todo un extremo, y era tan grande que toda su familia y los Tournier cabrían dentro; toda su familia antes de que empezara a perderla. Su hermana, muerta. Su madre, muerta. Sus hermanos, soldados. Sólo quedaban su padre y ella.

– La Rousse.

Se dio la vuelta, vio los ojos de Etienne, su manera de andar, y retrocedió hasta que el granito le tocó la espalda. Él dio otros tantos pasos y le puso las manos en las caderas.

– Aquí no -dijo Isabelle-. No en casa de tus padres, sobre el hogar. Si tu madre…

Etienne dejó caer las manos. Mencionar a su madre bastaba para calmarlo.

– ¿Se lo has preguntado?

Isabelle no recibió respuesta. Los anchos hombros de Etienne se hundieron y apartó la vista hacia un rincón.

– No les has dicho nada.

– Cumpliré pronto los veinticinco y entonces podré hacer lo que quiera. No necesitaré permiso.

Claro está que no quieren que nos casemos, pensó Isabelle. Mi familia es pobre, no tenemos nada, y ellos son ricos, poseen una Biblia, un caballo, saben escribir. Se casan entre primos, son amigos de monsieur Marcel. Jean Tournier es el representante del duque de l'Aigle, y se encarga de cobrarnos los impuestos. Nunca aceptarán como nuera a una muchacha a la que llaman La Rousse.

– Podríamos vivir con mi padre -sugirió Isabelle-. Su vida ha sido muy dura desde que se marcharon mis dos hermanos. Necesita…

– Jamás.

– Así que tenemos que vivir aquí.

– Si.

– Sin el consentimiento de tus padres.

Etienne cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra, se recostó contra el borde de la mesa y se cruzó de brazos. Luego la miró a los ojos.

– Si no les gustas -dijo en voz baja-, la culpa la tienes tú, La Rousse.

A Isabelle se le tensaron los brazos y apretó los puños.

– ¡No he hecho nada malo! -exclamó-. También creo en la Verdad.

Etienne sonrió.

– Pero eres devota de la Virgen, ¿no es cierto?

Isabelle bajó la cabeza, sin dejar de apretar los puños.

– Y tu madre era bruja.

– ¿Qué has dicho? -susurró Isabelle.

– El lobo que mordió a tu madre lo había enviado el diablo para llevársela. Y están todos esos niños que nacieron muertos.

Lo miró furiosa.

– ¿Crees que mi madre mató a su hija y a su nieta?

– Cuando seas mi mujer -dijo Etienne-, no ejercerás de comadrona -la tomó de la mano y la llevó hacia el establo, lejos de la cocina paterna.

– ¿Por qué me quieres a mí? -preguntó en voz tan baja que él no la oyó. Se contestó ella misma: porque soy la que más odia su madre.


El cernícalo se inmovilizó en el aire encima de su cabeza, aleteando contra el viento. Gris: macho. Isabelle entornó los ojos. No, castaño rojizo, el color de su pelo: hembra.

Sin ayuda de nadie había aprendido a flotar boca arriba sobre el agua, moviendo suavemente los brazos extendidos, pechos aplanados, cabellos que flotaban en el río como hojas en torno a su rostro. Miró de nuevo hacia lo alto. El cernícalo se disponía a zambullirse a su derecha. El breve momento del impacto quedó oculto por un matorral de retama. Cuando la rapaz apareció de nuevo llevaba en el pico una criatura diminuta, un ratón de campo o un gorrión. Remontó el vuelo veloz y enseguida se perdió de vista.

Isabelle se incorporó bruscamente, acuclillándose sobre la larga roca lisa del fondo del río, y los pechos recobraron su redondez. Los sonidos no salían de ningún sitio en concreto, un tintineo aquí y allá, hasta unirse de repente y formar un coro de cientos de esquilas. Los trashumantes: el padre de Isabelle había pronosticado que llegarían al cabo de dos días. Debían de tener buenos perros aquel verano. Si no se apresuraba la rodearían cientos de ovejas. Se levantó deprisa y se dirigió con cuidado hacia la orilla, donde se quitó el agua de la piel con una mano abierta y se escurrió el pelo. Aquel pelo que tanta vergüenza le daba. Se puso la camisa y el vestido y ocultó los cabellos bajo un amplio trozo de tela blanca.

Se estaba remetiendo el extremo de la tela cuando se quedó quieta al sentir que unos ojos la espiaban. Examinó todo lo que pudo de la tierra circundante sin mover la cabeza, pero no descubrió nada. Las esquilas aún sonaban lejos. Se buscó con los dedos mechones sueltos y los empujó bajo la tela, luego dejó caer los brazos, se remangó la falda y echó a correr por el camino que seguía el curso del río. Pronto lo abandonó para cruzar un campo de retamas achaparradas y de brezos.

Alcanzó la cima de una colina y contempló la otra vertiente. Mucho más abajo ondulaba un campo con las ovejas que ascendían por la ladera. Dos pastores, uno delante, otro detrás, y un perro a cada lado, mantenían unido al rebaño. De cuando en cuando unos cuantos animales se desmandaban, pero enseguida regresaban, empujados por los perros. Debían de llevar cinco días caminando ya, desde Alés, pero tampoco en aquella última cumbre daban señales de cansancio. Tendrían todo el verano para reponerse.

Por encima de las esquilas, Isabelle oía los silbidos y los gritos de los hombres, los ladridos imperiosos de los perros. El pastor que iba delante alzó la vista, mirándola directamente al parecer, y silbó de manera estridente. De inmediato un joven salió de detrás de una roca a su derecha, no más allá de un tiro de piedra. Era pequeño y nervudo, sudaba mucho y estaba muy tostado por el sol. Llevaba un bastón y el zurrón de cuero de los pastores y se cubría con una gorra muy ajustada, con rizos negros que se le escapaban por debajo del borde. Al sentir sus ojos oscuros, Isabelle supo que la había visto en el río. El joven le sonrió, amistoso, cómplice, y por un momento la muchacha sintió la caricia del río sobre su cuerpo. Bajó la vista, se apretó los pechos con los codos y no pudo devolverle la sonrisa.

El pastor inició con un salto el descenso colina abajo. Isabelle lo estuvo mirando hasta que se reunió con el rebaño, y acto seguido huyó.


– Hay un niño aquí -Isabelle se puso una mano sobre el vientre y miró desafiante a Etienne.

Al instante los ojos pálidos del otro se oscurecieron como si la sombra de una nube cruzase un campo. La miró con dureza, calculador.

– Se lo voy a contar a mi padre, luego tenemos que decírselo a los tuyos -Isabelle tragó saliva-. ¿Qué dirán?

– Ahora nos dejarán casarnos. Empeoraría las cosas que dijeran no, contigo embarazada.

– Creerán que lo he hecho adrede.

– ¿Y no es cierto? -sus ojos buscaron los de Isabelle. Había frialdad en ellos.

– Fuiste tú quien quiso el Pecado, Etienne.

– Ah, y tú también, La Rousse.

– Ojalá estuviera aquí mi madre -dijo ella en voz baja-. Y Marie.


Su padre hizo como si no la hubiese oído. Se sentó en el banco junto a la puerta y raspó una rama con la navaja; estaba haciendo un mango nuevo para la azada que había roto aquel mismo día. Isabelle se detuvo delante del cabeza de familia. Había hablado en voz tan baja que empezó a pensar que tendría que repetir lo que había dicho. Tenía ya la boca abierta para hablar cuando Henri du Moulin dijo:

– Todos me habéis dejado.

– Lo siento, papá. Etienne dice que no quiere vivir aquí.

– Tampoco tendría yo a un Tournier en mi casa. Esta granja no será tuya cuando me muera. Te daré la dote, pero dejaré la granja a mis sobrinos de l'Hôpital. Ningún Tournier se quedará con mi tierra.

– Los gemelos volverán de las guerras -sugirió Isabelle, conteniendo las lágrimas.

– No. Morirán. Son agricultores, no soldados. Lo sabes bien. Dos años y ni una palabra. Son muchos los que han pasado por aquí procedentes del norte y seguimos sin noticias suyas.

Isabelle dejó a su padre delante de la casa, cruzó los campos y siguió junto al río hasta llegar a la granja de los Tournier. Era tarde, pesaba más la oscuridad que la luz, las sombras se alargaban sobre las colinas y sobre los campos aterrazados llenos de centeno a medio crecer. Una bandada de estorninos cantaba en los árboles. El camino entre las dos granjas parecía largo ahora, con la madre de Etienne al final. Los pasos de Isabelle se hicieron más lentos.

Había llegado a la cleda de los Tournier -que estaba vacía porque las castañas de la temporada se habían secado tiempo atrás-, cuando vio la sombra gris salir tímidamente de entre los árboles para situarse en el camino.