Vino hacia mí dando poderosas zancadas, me sujetó la cabeza con unas manos muy grandes y me besó tres veces en las mejillas.

– Ella, eres igual que tu padre -dijo en un francés muy nítido.

Le sonreí.

– En ese caso debo de parecerme mucho a ti, ¡porque eres igual que mi padre!

Recogió mi maleta, me rodeó con el brazo, y me hizo bajar un tramo de escaleras para llegar a la calle. Luego describió un amplio semicírculo mientras hacía un gesto con todo el brazo.

– Bienvenue á Moutier! -exclamó.

Di un paso al frente y sólo llegué a decir «Cést trés…» antes de caer al suelo.

Me desperté en una habitación blanca, pequeña, rectangular y muy sencilla, como la celda de un monje, con cama, mesa, silla y buró. Detrás de mí había una ventana; al alzar los ojos para mirar fuera, vi, cabeza abajo, la torre blanca de una iglesia, con la esfera negra de un reloj parcialmente oscurecida por un árbol.

Jacob estaba sentado en la silla vecina a la cama; un desconocido de rostro redondo observaba desde el umbral. Yo los miraba, tumbada, incapaz de hablar.

– Ella, tu t 'es évanouie -dijo Jacob amablemente. No había oído nunca la palabra que utilizaba, pero entendí inmediatamente lo que quería decir-. Lucien… -hizo un gesto hacia la persona en el umbral- pasaba con su furgoneta en ese momento y te ha traído hasta aquí. Estábamos intranquilos porque llevas mucho tiempo inconsciente.

– ¿Cuánto? -hice esfuerzos por incorporarme y Jacob me sujetó por los hombros para ayudarme. -Diez minutos. Todo el camino en la furgoneta y luego hasta aquí.

Moví despacio la cabeza.

– No recuerdo nada.

Lucien avanzó con un vaso de agua y me lo entregó.

– Merci -murmuré. Sonrió a modo de respuesta, sin mover apenas los labios. Bebí unos sorbos y luego me toqué la cara; estaba húmeda y pegajosa-. ¿Por qué tengo la cara mojada?

Jacob y Lucien se miraron.

– Has llorado -replicó Jacob.

– ¿Mientras estaba inconsciente?

Mi primo asintió con un movimiento de cabeza y entonces noté que moqueaba, que tenía irritada la nariz y tomada la voz, y que estaba agotada.

– ¿He hablado?

– Recitabas algo.

– J’ai mis en toi mon esperance. Garde-moi, donc, Seigneur. ¿No es eso?

– Sí -replicó Lucien-. Era…

– Te hace falta dormir -interrumpió Jacob-, un poco de descanso. Hablaremos después -me cubrió n una manta delgada. Lucien alzó la mano en un gesto inmóvil de despedida. Correspondí con un movimiento de cabeza y desapareció.

Cerré los ojos y luego los volví a abrir justo en el momento en que Jacob cerraba la puerta.

– Jacob, ¿tiene postigos esta casa?

Hizo una pausa y asomó la cabeza.

– Sí, pero no los uso nunca. No me gustan -sonrió cerró definitivamente la tuerta.


Estaba oscuro cuando, sudorosa y desorientada, me desperté. En la calle había ventanas iluminadas por todas partes; al parecer, nadie utilizaba los postigos. La torre de la iglesia estaba iluminada por un foco. En aquel momento empezaron a repicar las campanas de la torre y las seguí maquinalmente, contando hasta diez: había dormido cuatro horas. Me parecieron días.

Encendí la lámpara de la mesilla de noche. La pantalla era amarilla y arrojaba una suave luz dorada por la habitación. Nunca había estado en un dormitorio tan desprovisto de decoración; tanta sobriedad resultaba extrañamente consoladora. Seguí tumbada un rato, estudiando el efecto de la luz eléctrica, nada convencida de que quisiera levantarme. Pero lo hice al fin; salí de la habitación y bajé a tientas las escaleras a oscuras. Al llegar al piso inferior me encontré en un vestíbulo cuadrado con tres puertas cerradas. Elegí una que dejaba escapar algo de luz por debajo y, al abrirla, me encontré en una cocina muy bien iluminada y pintada de amarillo, con suelo encerado de madera y una hilera de ventanas a lo largo de una de las paredes. Jacob, sentado en una mesa redonda de madera, leía el periódico apoyado en un frutero cargado de melocotones. Una joven de cabellos oscuros y ensortijados, inclinada sobre el fregadero, frotaba una olla. Cuando se volvió al entrar yo, supe de inmediato que era familia de Jacob: tenía el mismo rostro demacrado y la misma barbilla puntiaguda, todo ello suavizado por los mechones de pelo sobre la frente y las tupidas pestañas en torno a unos ojos igualmente marrones. Era más alta que yo y muy esbelta, con largas manos delgadas y muñecas delicadas.

– Ah, Ella, ya te has despertado -dijo Jacob, mientras la joven me besaba tres veces-. Mi hija, Susanne.

Le sonreí.

– Lo siento -les dije a los dos-. No me daba cuenta de que fuera tan tarde. No sé qué es lo que me ha pasado.

– Nada especial. Necesitabas dormir. ¿Comerás algo? -Jacob apartó una silla de la mesa para que me sentara. Luego Susanne y él sacaron queso y salami, pan, aceitunas y ensalada. Era exactamente lo que quería, algo sencillo. No me apetecía que me mimaran demasiado.

Hablamos poco mientras comíamos. Susanne me preguntó en un francés tan nítido como el de su padre si bebería un poco de vino, y Jacob hizo alguna observación sobre el queso, pero, por lo demás, guardamos silencio.

Cuando apartamos los platos y Jacob volvió a llenarme el vaso, Susanne salió de la habitación.

– ¿Te sientes mejor? -me preguntó mi primo.

Desde otra habitación nos llegaron acordes de una música delicada, como de piano pero más metálica. Jacob escuchó durante un momento.

– Scarlatti -dijo complacido-. Susanne estudia clavicémbalo en el Concertgebouw de Amsterdam, ¿sabes?

– ¿Tú también eres músico?

Asintió.

– Enseño en el conservatorio de aquí, justo en lo alto de la colina -hizo un gesto hacia detrás.

– ¿Qué tocas?

– Muchas cosas, pero aquí enseño sobre todo piano y flauta. Todos los muchachos quieren tocar la guitarra, las chicas la flauta y todos el violín o la flauta dulce. Unos cuantos, el piano.

– ¿Hay buenos estudiantes?

Se encogió de hombros.

– La mayoría van a clase porque sus padres quieren que vayan. Hay otras cosas que les interesan, como los caballos, el fútbol o el esquí. Todos los inviernos cuatro o cinco se rompen un brazo esquiando y no pueden tocar. Hay un muchacho, un pianista, que toca muy bien a Bach. Quizá vaya a estudiar a algún otro sitio.

– ¿Susanne estudió contigo?

Negó con la cabeza.

– Con mi mujer.

Mi padre me había contado que Jacob era viudo, pero no recordaba cuánto tiempo hacía de la muerte de su esposa ni las circunstancias.

– Cáncer -dijo, como si se lo hubiera preguntado en voz alta-. Murió hace cinco años.

– Lo siento -dije. Dándome cuenta de la insuficiencia de aquellas palabras, añadí-: Todavía la echas de menos, ¿verdad?

Sonrió con tristeza.

– Por supuesto. ¿Estás casada?

– Sí -respondí, incómoda; luego cambié de tema-: ¿Querrías ver ahora la Biblia?

– Vamos a esperar a que sea de día y tengamos mejor luz. Parece que ya te sientes mejor, pero todavía te encuentro pálida. ¿Estás embarazada, quizá?

Me estremecí, asombrada de que me lo preguntase con tanta tranquilidad.

– No, no; no lo estoy. No… no sé por qué me he desmayado, pero no es por eso. No he dormido bien durante los últimos meses. Y ayer por la noche prácticamente nada -me detuve, recordando la cama de Jean-Paul, y moví la cabeza despacio. Era imposible describirle mi situación.

Entrábamos, a todas luces, en territorio poco seguro, y Jacob salvó la situación cambiando de tema a propósito.

– ¿En qué trabajas?

– Soy, bueno, era comadrona en Estados Unidos.

– ¿De verdad? -se le iluminó la cara-. ¡Qué profesión tan maravillosa!

Miré el frutero con melocotones y sonreí. Su reacción había sido similar a la de madame Sentier.

– Sí -dije-. Es un trabajo que me gusta.

– De manera que, por supuesto, si estuvieras embarazada lo sabrías.

Reí sin ganas.

– Sí, supongo que sí -de ordinario sabía si una mujer estaba embarazada, incluso muy al principio. Se notaba en la manera pausada de caminar, el cuerpo convertido en plástico de burbujas alrededor de algo que ni siquiera sabían que llevaban. Lo había visto poco antes en Susanne, por ejemplo: cierta manera enajenada de mirar, como si estuviera escuchando una conversación muy en el interior de su cuerpo, en un idioma extranjero, sin estar necesariamente satisfecha con lo que oía, incluso aun sin entenderlo.

Contemplé la expresión confiada de Jacob. No lo sabe todavía, pensé. Qué curioso: yo era lo bastante pariente suya como para hacerme una pregunta tan personal, pero no tan cercana como para que le asustara la respuesta. Nunca le haría una pregunta tan directa a su hija. Dormí mal aquella noche, pensando sin cesar en Rick y en Jean-Paul, y haciendo juicios muy duros sobre mí. No llegué a ninguna conclusión, tan sólo conseguí ponerme muy nerviosa. Aunque era muy tarde cuando concilié el sueño, no por eso dejé de despertarme pronto.


Bajé la Biblia conmigo. Jacob y Susanne ya estaban en la mesa de la cocina leyendo el periódico, junto a un individuo pálido con pelo de color rojo anaranjado, más parecido a una zanahoria que al rojo de las castañas, como en mi caso. También tenía rojas las pestañas y las cejas, lo que daba a su cara un aspecto borroso, poco definido. Se puso en pie al entrar yo y me tendió la mano.

– Ella, te presento a Jan, mi novio -dijo Susanne. Parecía cansada; no había tocado la taza de café y en su superficie empezaba a formarse una película llena de arrugas.

– Ah, el futuro padre, pensé. Me apretó la mano sin fuerza.

– Siento no haber estado aquí anoche para recibirte -dijo en perfecto inglés-. Tenía que tocar en Lausana y regresé muy tarde por la noche.

– ¿Qué instrumento tocas?

– La flauta.

Sonreí, en parte por su inglés ceremonioso y en parte porque su cuerpo era un poquito como una flauta: delgado, extremidades redondeadas y cierta rigidez en las piernas y el pecho, como el hombre de hojalata de El mago de Oz.

– No eres suizo, ¿verdad?

– No, soy holandés.

– Ah -no se me ocurrió nada más que decir; lo ceremonioso de su actitud me paralizaba. Jan siguió de pie. Me volví, incómoda, hacia Jacob-. Voy a dejar la Biblia en otra habitación para que la veas después del desayuno. ¿Te parece bien? -pregunté.

Jacob asintió con la cabeza. Volví al vestíbulo y probé con otra puerta. Me encontré en una habitación larga y soleada, pintada de color crema, con molduras de madera inacabadas y resplandecientes baldosines negros. Estaba escasamente amueblada con un sofá y dos sillones bastante estropeados; al igual que en mi dormitorio, no había ningún adorno en las paredes. El otro extremo del cuarto lo ocupaban un piano de cola negro, cerrado, y, frente a él, un delicado clavicémbalo de palisandro. Dejé la Biblia sobre el piano de cola y me acerqué a la ventana para ver Moutier, de verdad, por primera vez.

Las casas estaban distribuidas al azar a nuestro alrededor y también colina arriba por detrás de la casa. Todos los edificios eran de color gris o crema, con tejados de pizarra muy pronunciados, terminados en un borde que sobresalía como una falda acampanada. Las casas eran más altas y más nuevas que las de Lisle, con postigos recién pintados en rojos, verdes y marrones muy sobrios, aunque justo delante de la casa de Jacob había un sorprendente par de azules eléctricos. Abrí la ventana y me asomé para ver los postigos de Jacob: no estaban pintados en absoluto, y conservaban el color caramelo de la madera.

Oí pasos detrás de mí y me aparté de la ventana. Con una taza de café en cada mano, Jacob se reía de mí.

– ¡Ah, ya estás espiando a nuestros vecinos! -exclamó, pasándome una de las tazas.

Sonreí.

– De hecho estaba mirando vuestros postigos. Quería ver de qué color eran.

– ¿Te gustan?

Asentí.

– Veamos, ¿dónde está esa Biblia? Ah, ahí. Bien, ahora ya puedes volver a tu casa -dijo, bromeando.

Me senté junto a él en el sofá mientras abría el libro por la primera página. Contempló los nombres durante mucho tiempo, con una expresión satisfecha en el rostro. Luego, de una estantería que tenía detrás, sacó un montón de papeles pegados con celo. Empezó a desdoblarlos y a extenderlos por el suelo. Los papeles estaban amarillentos, y el celo, quebradizo.

– Aquí tienes el árbol genealógico que hizo mi abuelo -explicó.

La letra era clara, y el árbol estaba cuidadosamente trazado, pero aun así era un asunto enrevesado: había tangentes, ramas que se disparaban, vacíos donde las líneas se agotaban. Cuando Jacob terminó de colocar las hojas, no formaban un rectángulo ni una pirámide bien definidos, sino un mosaico irregular, con hojas añadidas aquí y allá para completar la información.