Nos acuclillamos al lado. Por todas partes vi los nombres de Susanne, Etienne, Hannah, Jacob, Jean. En lo más alto del árbol todo era menos completo, pero empezaba con Etienne y Jean Tournier.

– ¿Dónde encontró tu abuelo todo esto?

– Distintos sitios. Algunos datos en la bourgeoisie del hôtel de ville aquí: hay registros que se remontan al siglo XVIII, me parece. Antes, no sé. Pasó años estudiando registros. Y ahora tú has contribuido a su trabajo, ¡has dado el gran salto a Francia! Cuéntame cómo encontraste esta Biblia de los Tournier.

Le presenté una versión abreviada de mis investigaciones en la que intervenían Mathilde y monsieur Jourdain, sin mencionar a Jean-Paul.

– ¡Menuda coincidencia! Has tenido mucha suerte, Ella. Y has venido hasta aquí para enseñármelo Jacob pasó la mano por la cubierta de cuero. Detrás de sus palabras se escondía una pregunta, pero no la contesté. Sin duda le había parecido desproporcionado que me presentara en Moutier de repente para enseñarle la Biblia, pero no me parecía que pudiera hacerle confidencias: se parecía demasiado a mi padre. Ni por ensoñación se me ocurriría contarles a mis padres lo que acababa de hacer, la situación que había dejado a mi espalda.


Más tarde Jacob y yo salimos a dar un paseo por Moutier. El hôtel de ville, un edificio cuidadosamente pensado, con postigos grises y torre del reloj, se alzaba en el centro. Las tiendas se agrupaban a su alrededor, formando lo que recibía el nombre de ciudad vieja, aunque parecía muy nueva comparada con Lisle: muchos de los edificios eran modernos, y todos habían sido renovados, con estuco y pintura nuevos, así como con nuevas tejas cuadradas para los tejados. Me fijé en un edificio peculiar, de cúpula con forma de cebolla a un lado, y debajo, en un nicho, un monje de piedra que sostenía un farol sobre la esquina de la calle, pero, por lo demás, los edificios eran uniformes y carecían de adornos.

En el último siglo Moutier había alcanzado una población de ocho mil almas, y las casas se habían extendido por las laderas de las colinas en torno a la ciudad vieja para albergar a la población. Nada parecía haber sido planeado, lo que resultaba extraño después de haber vivido en Lisle, con su cuadrícula de calles y la sensación de que se trataba de un todo orgánico. Con pocas excepciones, los edificios eran funcionales más que estéticamente satisfactorios, construidos para una determinada finalidad, sin trabajo decorativo en ladrillo, ni vigas transversales ni alicatados como en Lisle.

Alejándonos un poco del centro paseamos por un sendero próximo al Birse. Era un río pequeño, más parecido a un riachuelo que a un verdadero río, con abedules plateados en las orillas. Había algo jubiloso en el hecho de que el agua corriera a través de una ciudad, uniéndola con el resto del mundo, un recordatorio de que aquel lugar no era tan estático ni estaba tan aislado.

Por donde quiera que íbamos Jacob me presentaba como una Tournier de los Estados Unidos. Se me recibía con una mirada de reconocimiento y aceptación que no había esperado. Era desde luego diferente de la recepción que había tenido en Lisle. Se lo comenté a Jacob, que sonrió.

– Quizá seas tú la que ha cambiado -dijo.

– Quizá -no añadí que, si bien la actitud de la gente hacia mí en Moutier era muy agradable, también desconfiaba un poco de la aceptación tan sin restricciones de un apellido. Si supieran lo terriblemente que me había comportado, pensaba con tristeza, no creerían que los Tournier fuesen tan maravillosos.

Jacob tenía que dar algunas clases De camino al conservatorio me llevó a una capilla dentro del cementerio, situado en el límite del núcleo urbano, y me dejó allí para que inspeccionara el interior. Me contó que había habido monasterios en Moutier desde el siglo VII la actual capilla de Chaliéres databa del X. El interior era reducido y sencillo, con desvaídos frescos de estilo bizantino en marrón rojizo y crema en las paredes del coro y lechada en el resto. Estudié las figuras obedientemente -Cristo con los brazos extendidos, una fila de apóstoles debajo, con halos que enmarcaban sus cabezas, algunos de los rostros deteriorados hasta perder por completo toda expresión- pero, con la excepción del débil rastro de una mujer de aspecto triste a un lado, los frescos no me interesaron en absoluto.

Cuando salí de la ermita vi a Jacob a media ladera, delante de una lápida, la cabeza inclinada, los ojos cerrados. Lo contemplé durante un momento, avergonzada de mis preocupaciones cuando allí existía una tragedia real, un hombre que sufría ante la tumba de su esposa. Para respetar su intimidad, entré otra vez en la capilla. Una nube había tapado el sol, el interior estaba más oscuro, y las figuras de los frescos parecían suspendidas sobre mí como fantasmas. Me coloqué delante de las líneas apenas visibles de la mujer y la estudié con más detalle. Era muy poco lo que quedaba de ella: ojos de pesados párpados, nariz grande, labios fruncidos, encuadrados por una túnica y un halo. Y, sin embargo, aquellos elementos rudimentarios captaban su dolor con precisión.

– La Virgen, por supuesto -dije en voz baja.

Había algo en su expresión que la diferenciaba de la de Nicolas Tournier. Cerré los ojos y traté de recordarlo: el dolor, la resignación, la extraña paz del rostro. Volví a abrirlos y miré de nuevo a la figura que tenía delante. Entonces lo vi: era la boca, las tensas curvas en las comisuras. Aquella Virgen estaba enfadada.


Cuando salí de la ermita por segunda vez el sol había vuelto a aparecer y Jacob se había marchado. Caminé en dirección al centro por entre las casas más nuevas, y terminé en la iglesia protestante, la que había visto cuando me desperté la primera vez en casa de Jacob. Era un edificio de grandes proporciones, hecho de piedra caliza y rodeado de árboles añosos. De algún modo me recordaba a la iglesia de Le Pont de Montvert: las dos estaban situadas en el mismo lugar en relación con el pueblo; no en el centro, pero sí en una posición dominante, a mitad de la ladera norte de una colina, con un pórtico donde crecía la hierba y un muro donde era posible sentarse y ver la población desde arriba. Di la vuelta a toda la iglesia y descubrí que la puerta principal estaba abierta. En el interior encontré más decoración que en la iglesia de Le Pont de Montvert, dado que contaba con suelos de mármol y algunas vidrieras de colores en el coro. De todos modos resultaba fría, austera y, después de la capilla de Chaliéres, demasiado grande e impersonal. No me quedé mucho tiempo.

Me senté en el muro donde daba el sol, como ya había hecho en otra ocasión en Le Pont de Montvert. Empezaba a hacer calor y me quité la chaqueta. Descubrí que me habían aparecido nuevos brotes de psoriasis en los brazos. «Maldita sea», murmuré. Los doblé sobre el pecho, luego los extendí y los alcé para que les diera el sol. El movimiento de extensión hizo que una mancha del brazo se llenara de sangre.

En aquel momento un labrador negro saltó hacia mí, se subió a medias en el muro y me empujó el costado con la cabeza. Me eché a reír y lo acaricié.

– Llegas muy a tiempo, perro -dije-. No permitas que sienta pena de mí misma.

Lucien apareció cruzando el verde. Al acercarse lo pude ver mejor que la noche anterior, el rostro de niño, el pelo oscuro e hirsuto, los ojos grandes de color avellana. Debía de tener unos treinta años, pero parecía que ni las preocupaciones ni la tragedia lo habían tocado nunca. Un inocente suizo. Miré hacia abajo, exponiendo a sabiendas mi psoriasis. Advertí otra mancha en el tobillo y me maldije por haber olvidado en Francia la pomada de cortisona.

– Salut, Ella -dijo, y siguió de pie, sin saber muy bien qué hacer, hasta que lo invité a sentarse. Llevaba unos viejos pantalones cortos y una camiseta, las dos prendas cubiertas de manchas de pintura. El labrador nos miró, jadeante, moviendo el rabo; cuando se convenció de que no íbamos a ningún sitio, empezó a olfatear los árboles de los alrededores.

– ¿Es usted pintor? -dije para romper el silencio, al tiempo que me preguntaba si habría oído hablar de Nicolas Tournier.

– Sí -contestó-. Trabajo allí en lo alto -señaló un lugar colina arriba, detrás de nosotros-. ¿Ve la escalera?

– Ah, sí -pintor de brocha gorda. Aquello no debería ser un impedimento. Pero me quedé sin preguntas; no supe qué decir.

– También construyo casas. Arreglo cosas -Lucien miraba hacia el pueblo, pero me daba cuenta de que, subrepticiamente, me examinaba los brazos.

– ¿Dónde vive? -pregunté.

Señaló otra casa, colina arriba y volvió a mirarme los brazos.

– Es psoriasis -dije con brusquedad.

Movió una vez la cabeza; no era una persona habladora. Me fijé en que su pelo tenía manchas de pintura blanca y que sus antebrazos estaban cubiertos con una profusión de motitas del mismo color, consecuencia de utilizar un rodillo. Me acordé de las mudanzas con Rick: lo primero que hacíamos cuando estrenábamos un sitio era pintar de blanco todas las habitaciones. Rick decía que así veía mejor sus dimensiones; para mí era como limpiarlas de fantasmas. Sólo después de que hubiéramos vivido el, un sitio una temporada, cuando la personalidad del lugar se hacía evidente y nos sentíamos cómodos viviendo allí, empezábamos a pintar las habitaciones de distintos colores. Nuestra casa de Lisle todavía era blanca.

La llamada telefónica llegó un día después. No sé por qué me pilló desprevenida: sabía que mi otra vida se inmiscuiría a la larga, pero no había hecho nada para prepararme.

Estábamos comiendo fondue. A Susanne le había divertido saber que, después de las navajas multiuso del ejército, los relojes de cuco y el chocolate, la fondue era la cuarta cosa que los americanos asocian con Suiza, e insistió en prepararla para mí. «Con una antigua receta familiar, bien sûr» bromeó. Jacob y ella habían invitado a otras personas: estaba Jan, por supuesto, así como un matrimonio de suizos alemanes que resultaron ser los vecinos con los postigos de color azul eléctrico, y Lucien, que se sentó a mi lado y examinaba mi perfil de cuando en cuando mientras comíamos. Al menos me había cubierto los brazos para que no pudiera mirarme la psoriasis.

Sólo había probado una vez la fondue, cuando era joven y la hacía mi abuela. No me acordaba apenas de cómo era. La de Susanne resultó maravillosa y extraordinariamente alcohólica. Además, habíamos estado bebiendo vino sin parar y cada vez hablábamos más alto y decíamos más tonterías. Hubo un momento en el que al meter un trozo de pan en el queso, mi tenedor salió vacío. Todo el mundo se echó a reír y aplaudió.

– Un momento, ¿qué está pasando aquí? -luego recordé la tradición que mi abuela me había enseñado quienquiera que pierde el pan en la fondue nunca se casa-. ¡Oh, no, ahora no me casaré nunca! Pero, esperad, ¡ya estoy casada!

Mas risas.

– No, no, Ella -exclamó Susanne-. Si eres la primera que pierde el pan, eso significa que te casarás, ¡y pronto!

– No, en nuestra familia significa que no te casas.

– Pero ésta es tu familia -dijo Jacob- y la tradición es que te casarás.

– Entonces en algún momento debemos de habernos equivocado. Estoy segura de que mi abuela dijo…

– Sí, os equivocasteis como lo hicisteis también con el apellido -afirmó Jacob-. «Tuur-neer» -pronunció de forma plañidera, arrastrando las dos sílabas-¿Dónde están las vocales para levantarlo y hacer que suene maravillosamente, como Tour-ni-er? Pero no importa, ma cousine, sabes perfectamente cuál es tu verdadero apellido. ¿Os he dicho -continuó, volviéndose hacia el matrimonio amigo- que mi prima es comadrona?

– Ah, una buena profesión -replicó el marido maquinalmente. Sentí los ojos de Susanne fijos en mí; al mirarla yo, bajó la vista. Su copa de vino aún estaba llena y no había comido mucho.

Cuando sonó el teléfono, Jan se levantó para responder; luego miró por toda la mesa y sus ojos acabaron posándose en mí. Acto seguido me tendió el teléfono.

– Es para ti, Ella -dijo.

– ¿Para mí? Pero… -no le había dado el número a nadie. Me levanté y cogí el teléfono, los ojos de todos fijos en mí.

– ¿Sí? -dije, insegura.

– ¿Ella? ¿Qué demonios estás haciendo ahí?

– Rick -me volví de espaldas a la mesa, tratando de crear cierto grado de intimidad.

– Pareces sorprendida de que te llame -nunca había notado tanta amargura en su voz.

– No, es sólo que… No dejé el número de teléfono.

– No, no lo hiciste. Pero no es muy difícil conseguir el teléfono de Jacob Tournier de Moutier. Sólo hay dos en la guía; cuando llamé al otro me dijo que estabas ahí.

– ¿Sabía que estaba aquí? ¿Otro Jacob Tournier? -repetí tontamente, sorprendida de que Rick se acordara de verdad del nombre de mi primo.