– Eso es.
– Bueno, es una ciudad pequeña -miré a mi alrededor. Todos comían y procuraban dar la sensación de que no me escuchaban, pero no era verdad, a excepción de Susanne, que se levantó bruscamente y fue hasta el fregadero, donde respiró hondo junto a la ventana abierta. Todos están al tanto de mis problemas, pensé. Hasta un Tournier que vive en el otro extremo del pueblo.
– Ella, ¿por qué te has ido? ¿Qué es lo que pasa?
– Rick, no… Escucha, ¿podemos hablar más tarde? Ahora no es el mejor momento.
– Supongo que dejaste tu alianza en el suelo del dormitorio como una especie de declaración.
Extendí la mano izquierda y me quedé mirándola, horrorizada por no haberme dado ni siquiera cuenta de que había desaparecido. Debía de habérseme caído del vestido amarillo cuando me cambié de ropa.
– ¿Estás enfadada conmigo? ¿He hecho algo?
– Nada, sólo que… Escucha, Rick…, no has hecho nada, sólo quería conocer a mi familia de aquí, eso es todo.
– Entonces, ¿por qué irte corriendo de esa manera? Ni siquiera me dejaste una nota. Siempre me dejas una nota. ¿Te das cuenta de lo preocupado que estaba? ¿Y de lo humillante que ha sido enterarme por mi secretaria?
No dije nada.
– ¿Quién ha contestado al teléfono ahora mismo?
– ¿Cómo? Ah, el novio de mi prima. Es holandés -añadí como si le diera una información muy útil.
– ¿Está contigo…, ese individuo?
– ¿Quién?
– Jean-Pierre.
– No, no está aquí. ¿Qué te ha hecho pensar eso?
– Te has acostado con él, ¿no es cierto? Lo noto en tu voz.
No esperaba aquello de él. Respiré hondo.
– Mira, es cierto que no puedo hablar ahora mismo. Hay… otras personas en la habitación. Lo siento, Rick, la verdad es que ya no sé lo que quiero. Pero no puedo hablar ahora. Sencillamente no puedo.
– Ella -parecía como si le fallara un poco la voz.
– Dame sólo unos pocos días. ¿De acuerdo? Luego volveré y… hablaremos. ¿Te parece bien? Lo siento. -colgué y me volví para enfrentarme con los demás. Lucien miraba a su plato; los vecinos se esforzaban por conversar con Jan. Jacob y Susanne me miraban fijamente con unos ojos marrones que eran del mismo color que los míos.
– Bien -comenté alegremente-. ¿Qué decíamos hace un momento sobre matrimonios?
Me levanté a medianoche sedienta a causa del vino, con la fondue como plomo en el estómago, y bajé a la cocina en busca de un poco de agua mineral. Apagué la luz y me senté en la mesa con el vaso, pero aún persistía el olor a queso y decidí trasladarme a la sala de estar. Oí el débil sonido metálico del clavicémbalo al llegar a la puerta. La abrí en silencio y encontré a Susanne ante el instrumento, con la luz de un farol distante dibujando su silueta. Tocó unos acordes, se detuvo y siguió allí. Cuando susurré su nombre alzó la vista y luego se derrumbó sobre el taburete. Me acerqué y le puse la mano en el hombro. Llevaba un kimono oscuro de seda, muy suave al tacto.
– Deberías irte a la cama -dije en voz baja-. Seguro que estás cansada. Y ahora necesitas dormir mucho. Susanne apretó la cara contra mi costado y se echó a llorar. Me quedé quieta y le acaricié el pelo ensortijado; luego me arrodillé a su lado.
– ¿Lo sabe Jan?
– No -me contestó, secándose los ojos y las mejillas-. No estoy preparada para esto, Ella. Quiero hacer otras cosas. He trabajado muchísimo y empiezo ahora a abrirme camino -puso la mano en el teclado y tocó un acorde-. Un hijo en este momento arruinaría mi futuro.
– ¿Cuántos años tienes?
– Veintidós.
– ¿Y quieres tener hijos?
Se encogió de hombros.
– Algún día. Todavía no. Ahora no.
– ¿Y Jan?
– A él le encantaría tener hijos. Pero ya sabes, los hombres no piensan de la misma manera. No supondría ninguna diferencia para su música, para su carrera. Cuando habla de tener hijos es de manera tan abstracta que estoy segura de que seré yo quien se ocupe de ellos. Aquella queja me resultaba familiar.
– ¿No lo sabe nadie más?
– No.
Vacilé, poco acostumbrada a hablar a otras mujeres del aborto como opción: en mi trabajo, cuando las mujeres me consultaban, ya habían decidido tener el hijo. Además, ni siquiera conocía las palabras francesas para «aborto» o para «opción».
– ¿Qué posibilidades tendrías? -le pregunté por fin, titubeando, cuidando al menos el tiempo verbal. Contempló las teclas. Luego se encogió de hombros.
– Un avortement-dijo con voz apagada.
– ¿Qué piensas sobre… el aborto? -podría haberme dado de bofetadas por la torpeza de mi pregunta. Susanne no pareció darse cuenta.
– Lo preferiría, aunque no me gusta la idea. No soy una persona religiosa, no me preocuparía por eso. Pero Jan…
Esperé.
– Bueno, Jan es católico. Ahora no va a la iglesia y se considera liberal, pero… es diferente cuando se trata de elegir en la vida real. No sé lo que pensaría. Puede que se disguste mucho.
– Bueno, has de decírselo, tiene derecho a saberlo, pero no hace falta que sea una decisión común. Eres tú quien elige lo que se ha de hacer. Por supuesto es mejor que estéis de acuerdo, pero si no es así, la decisión ha de ser tuya porque eres tú quien lleva al bebé -traté de decírselo con la mayor firmeza posible.
Susanne me miró de reojo.
– ¿Has… has pasado por…?
– No.
– ¿Quieres tener hijos?
– Sí, pero… -no sabía qué explicarle primero. De manera absurda empecé a reír tontamente. Susanne me miró con fijeza, el blanco de los ojos brillándole a la luz del farol-. Lo siento. Tengo que sentarme -dije-. Ahora te lo cuento.
Ocupé uno de los sillones mientras Susanne encendía una lámpara pequeña situada sobre el piano. Luego se acurrucó en un extremo del sofá, las piernas debajo del cuerpo, la seda verde muy estirada sobre las rodillas, y me miró expectante. Creo que la tranquilizaba dejar de ser el centro de atención.
– Mi marido y yo hemos hablado de tener hijos -empecé-. Pensábamos que ahora sería un buen momento. Es decir, en realidad, lo sugerí yo y Rick estuvo de acuerdo. Así que empezamos a intentarlo. Pero hubo algo que… me perturbó. Una pesadilla. Y ahora, ahora creo…, bueno, ahora tenemos problemas. También había… algo más. Alguien más -me sentí humillada por decirlo de aquel modo, pero de todas formas era un alivio contárselo a alguien.
– ¿Quién?
– Un bibliotecario del pueblo donde vivo. Hemos estado… coqueteando algún tiempo. Y luego… -agité las manos en el aire-. Después me sentí mal y tuve que marcharme. De manera que vine aquí.
– ¿Es guapo?
– Sí. Creo que sí. Más bien… severo.
– Y te gusta.
– Sí -era extraño hablar de Jean-Paul; de hecho, me resultaba difícil imaginármelo. A aquella distancia, en aquella habitación, con Susanne acurrucada delante de mí, lo que me había sucedido con Jean-Paul parecía muy lejano y en absoluto tan trascendental como había imaginado. Era curioso: cuando cuentas tu historia a otros se acerca más a la ficción y se aleja de la verdad. Se le añade un componente de actuación, de representación, lo que hace que te distancies todavía un poco más.
– ¿Cuánto tiempo lleváis casados Rick y tú?
– Dos años.
– Y el otro, ¿cómo se llama?
– Jean-Paul -había algo tan definitivo en su nombre que decirlo me hizo sonreír-.Me ha ayudado a buscar datos de la historia familiar -continué-. Discute mucho conmigo, pero es porque le intereso yo y lo que hago… No, no, le interesa lo que soy, en realidad. Me escucha. Me ve a mí, no su idea de mí. ¿Sabes?
Susanne asintió.
– Con él sí que puedo hablar. Incluso le conté la pesadilla y se portó muy bien, hizo que se la describiera. Y eso me ayudó.
– ¿En qué consiste esa pesadilla?
– No lo sé. No tiene argumento. Sólo una sensación. Como si… me faltara la respiration -me di golpecitos en el pecho. Frank Sinatra, pensé. El cantante de los ojos azules.
– Y un azul, un color azul muy preciso -añadí-. Como en los cuadros del Renacimiento. El color que utilizaban para la túnica de la Virgen. Hay un pintor…, dime, ¿has oído hablar de Nicolas Tournier?
Susanne se incorporó y agarró con fuerza el brazo del sofá.
– Dime más sobre ese azul.
Por fin, una conexión con el pintor.
– Tiene dos partes: hay un azul claro, la capa superior, llena de luz y… -me esforcé por encontrar las palabras-. El color se mueve con la luz. Pero hay también una oscuridad por debajo de la luz, muy sombría. Los dos tonos luchan entre sí. Eso es lo que hace que el color resulte tan vivo y tan difícil de olvidar. Es un color muy hermoso, ¿te das cuenta?, pero también triste, tal vez para recordarnos que la Virgen está siempre llorando la muerte de su hijo, incluso cuando nace. Como si ya supiera lo que va a pasar. Pero luego, cuando Jesús ha muerto, el azul sigue siendo hermoso, todavía hay esperanza. Te hace pensar que nada es completamente una cosa u otra; el azul puede ser luminoso y feliz pero siempre subsiste esa oscuridad por debajo.
Me detuve. Las dos nos quedamos calladas.
Luego Susanne dijo:
– También yo he tenido ese sueño.
– Lo tuve sólo una vez, hace unas seis semanas, en Amsterdam. Me desperté aterrorizada y llorando. Creí que me ahogaban en azul, el azul que describes. Era extraño porque me sentía feliz y triste al mismo tiempo. Jan me explicó que además decía algo, que recitaba un fragmento de la Biblia. No pude dormir después. Tuve que levantarme y tocar, como esta noche.
– ¿Tienes whisky? -pregunté.
Fue a la librería, abrió el armario de la parte inferior y sacó una botella mediada y dos vasitos. Volvió a sentarse en la esquina del sofá y nos sirvió a las dos. Pensé en la conveniencia de decirle algo sobre las bebidas alcohólicas en su estado; pero no hizo falta: después de pasarme uno de los vasitos, olió el otro e hizo una mueca; luego destapó la botella y restituyó el whisky.
El mío me lo bebí de un trago. El licor se impuso a todo: la fondue, el vino, mi angustia por Rick y Jean-Paul. Y me dio lo que necesitaba para hacer preguntas incómodas.
– ¿Cuánto llevas de embarazo?
– No estoy segura -puso una mano en cada manga del quimono y se frotó los brazos.
– ¿Cuándo te faltó el…, el…? -traté de expresarme por señas.
– Hace cuatro semanas.
– ¿Cómo es que te has quedado embarazada? ¿No usabas nada? Lo siento, pero es importante.
Bajó la vista.
– Me olvidé un día de tomar la píldora. De ordinario la tomo antes de acostarme, pero me olvidé. No creí que tuviera importancia.
Empecé a decir algo pero Susanne me interrumpió.
– No pienses que soy estúpida o irresponsable. Es sólo que… -se tapó la boca con la mano-. A veces es difícil creer que existe un vínculo entre una pildorita y quedarse embarazada. Es como magia, dos cosas sin ninguna relación, que no deberían tener nada que ver la una con la otra, es absurdo. Intelectualmente lo entiendo, pero no con el corazón.
Asentí.
– Con frecuencia las mujeres embarazadas no establecen la conexión entre sus hijos y las relaciones sexuales. Tampoco los varones. Las dos cosas son tan diferentes, es como magia.
No dijimos nada durante un minuto.
– ¿Cuándo te olvidaste de tomar la píldora? -pregunté.
– No recuerdo.
Me incliné hacia adelante.
– Inténtalo. ¿Fue más o menos cuando tuviste el sueño?
– Creo que no. No, espera un momento, ya me acuerdo. Jan estaba en un concierto en Bruselas la noche que me olvidé de la píldora. Volvió al día siguiente y esa noche tuve el sueño. Eso es.
– Y Jan y tú, ¿hicisteis… el amor aquella noche?
– Sí -parecía violenta.
Me disculpé.
– Es que en mi caso sólo he tenido el sueño después de que Rick y yo hiciéramos el amor -expliqué-. Igual que tú. Pero el sueño cesó cuando empezamos a utilizar anticonceptivos; y en tu caso cuando quedaste embarazada.
Nos miramos.
– Eso es muy extraño -dijo Susanne en voz muy baja.
– Sí, es extraño
Susanne se alisó el quimono sobre el estómago y suspiró
– Se lo debes contar a Jan -dije-. Es lo primero que tienes que hacer.
– Sí, lo sé. Y tú decirle lo tuyo a Rick.
– Parece que ya lo sabe.
Al día siguiente fui a consultar los registros del ayuntamiento. Aunque el abuelo de Jacob había hecho un trabajo concienzudo con el árbol genealógico, quería tener las fuentes en mis manos. Había conseguido que me gustara aquel trabajo. Estuve toda la tarde en una mesa de la sala de reuniones, repasando listas cuidadosamente anotadas de nacimientos, defunciones y matrimonios en los siglos XVIII y XIX. No me había percatado de lo enraizada que estaba en Moutier la familia Tournier: tenía allí cientos y cientos de antepasados.
Aquellos escuetos registros me contaron muchas cosas: el tamaño de las familias, la edad a la que se casaban -de ordinario no mucho después de los veinte años-, las ocupaciones de los varones: granjero, maestro, posadero, grabador de relojes. Muchos de los recién nacidos morían. Encontré una Susanne Tournier que había tenido ocho hijos entre 1751 y 1765, cinco de los cuales habían fallecido antes de cumplir el mes. Y la madre murió de parto. A mí, como comadrona, nunca se me habían muerto ni madres ni recién nacidos. Había tenido suerte.
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