Pero me llevé más sorpresas. Muchos casos de ilegitimidad e incesto se registraban sin tapujos. Caramba con los principios calvinistas, pensé, aunque, pese a mi cinismo, me escandalizó que cuando Judith Tournier dio a luz a un hijo de su padre, Jean, el parto se recogiera en el registro oficial. Otros registros explicaban sin rodeos que los recién nacidos eran ilegítimos.
Era extraño ver los nombres de entonces y comprobar que se seguían utilizando. Entre todos ellos -muchos del Antiguo Testamento, preferidos por los hugonotes, como Daniel, Abraham e incluso un Noé- advertí que abundaban las Hannah y las Susanne, y más adelante Ruth y Anne y Judith, pero nunca Isabelle ni Marie.
Cuando pregunté por registros anteriores a la segunda mitad del siglo XVIII, la encargada me dijo que tendría que consultar los libros parroquiales que se conservaban en Berna y Porrentruy, y me aconsejó que llamase antes. Apunté nombres y números de teléfono y le di las gracias, sonriendo para mis adentros: le habría horrorizado mi viaje a las Cevenas sin la menor preparación, así como mi éxito a pesar de todo. Estaba en un país donde no se contaba con la suerte; los resultados eran consecuencia del trabajo concienzudo y de la planificación cuidadosa.
Fui a un café cercano para meditar sobre el paso siguiente. Llegó el café, presentado sobre un paño, con la cucharilla, los terrones de azúcar y una tableta de chocolate distribuidos por el platillo. Estudié la composición: me recordó los registros que acababa de consultar, eventos anotados con toda precisión en letra muy clara. Aunque eran más fáciles de descifrar, les faltaba el encanto y las irregularidades de los registros galos, semejantes a los franceses mismos: irritantes porque eran menos acomodaticios con los extranjeros, pero también más interesantes a la larga. Había que trabajar más, pero los resultados eran más satisfactorios.
Cuando regresé, Jacob interpretaba al piano algo lento y triste. Me tumbé en el sofá y cerré los ojos. La música consistía en notas claras, en sencillas líneas melódicas, con un sonido de extraordinaria delicadeza. Me hizo pensar en Jean-Paul.
Empezaba a adormilarme cuando Jacob terminó de tocar. Abrí los ojos y me encontré con su mirada por encima del piano.
– Schubert -dijo.
– Muy hermoso.
– ¿Has encontrado lo que buscabas?
– Más bien no. ¿Podrías hacer algunas llamadas telefónicas por mí?
– Bien sûr, ma cousine. También he pensado en qué cosas te gustaría ver. Cosas de la familia. Te puedo enseñar el sitio donde se alzaba un molino que pertenecía a los Tournier. Y un restaurante, ahora pizzería, regentada por italianos, que fue, en el siglo XIX, una posada propiedad de un Tournier. Así como una granja a un kilómetro de Moutier, hacia Grand Val. No estamos totalmente seguros de que fuese de los Tournier, pero la tradición familiar dice que sí. Es un sitio interesante en cualquier caso, porque tiene una chimenea muy antigua. Al parecer fue una de las primeras casas del valle que la tuvo.
– ¿No tienen chimenea todas las casas?
– Ahora sí, pero hace mucho tiempo no era lo habitual. Ninguna de las granjas de esta región tenía chimenea.
– ¿Qué pasaba con el humo?
– Había un falso techo y el humo se acumulaba entre ese falso techo y el tejado. Los granjeros colgaban la carne allí arriba para que se secara.
Sonaba atroz.
– ¿No se llenaba la casa de humo? ¿No estaba sucia?
Jacob rió entre dientes.
– Es lo más probable. Hay una granja en el mismo Grand Val sin chimenea. He entrado allí y el hogar y el techo encima del fuego están completamente negros de hollín. Pero la granja de los Tournier, si es cierto que era de los Tournier, no es así. Tiene una especie de chimenea.
– ¿Cuándo se construyó?
– Siglo XVII, creo. Quizá a finales del XVI. La chimenea, quiero decir. El resto de la granja ha sido reconstruido varias veces, pero la chimenea se ha conservado. De hecho, la sociedad histórica local compró la granja hace unos años.
– ¿De manera que ahora está vacía? ¿Podemos ir a verla?
– Por supuesto. Mañana, si hace buen tiempo. No tengo clases hasta última hora de la tarde. Veamos, ¿dónde están esos números de teléfono?
Le expliqué lo que quería, y luego le dejé que llamara mientras yo salía a dar un paseo. No quedaba mucho que ver en Moutier porque Jacob me lo había enseñado casi todo, pero era agradable pasear sin que nadie me mirase como si fuese un bicho raro. Al cabo de tres días la gente me saludaba incluso antes de que lo hiciera yo, algo que aún no me había pasado en Lisle-sur-Tarn después de vivir allí tres meses. Parecían personas más corteses y menos desconfiadas que los franceses.
Mientras zigzagueaba por las calles del pueblo encontré por fin algo que no había visto aún: una placa para conmemorar que Goethe había dormido en la posada Le Cheval Blanc una noche de octubre de 1779. El célebre autor había mencionado Moutier en una carta, describiendo las formaciones rocosas que rodeaban el pueblo, en particular una garganta espectacular justo al este del núcleo urbano. Era una exageración colocar una placa para conmemorar una noche pasada allí, y venía a subrayar que en Moutier nunca sucedía nada.
Al darme la vuelta después de leer la inscripción, vi a Lucien que se dirigía hacia mí con dos latas de pintura. Tuve la sensación de que me había estado vigilando y de que sólo ahora había cogido las latas y se había puesto en movimiento.
– Bonjour -dije. Lucien se detuvo y dejó las latas en el suelo.
– Bonjour -replicó.
– Ça va?
– Oui, ça va.
Enmudecimos los dos. Me resultaba difícil mirarle a los ojos porque él me miraba con demasiada intensidad, buscando algo en los míos. Su evidente interés era una cosa que no necesitaba en aquel momento. Tal vez fuera ésa la razón de que se sintiera atraído. Desde luego le fascinaba mi psoriasis. Incluso ahora seguía mirándola de reojo.
– Lucien, es psoriasis -le dije con brusquedad, secretamente complacida de poder avergonzarlo-. Se lo dije el otro día. ¿Por qué la sigue mirando?
– Lo siento -apartó la vista-. Es sólo que… también a mí me pasa algunas veces. En el mismo sitio de los brazos. Siempre he pensado que era una reacción alérgica a la pintura.
– Perdone -ahora me sentía culpable yo, aunque siguiera irritada con él, lo que aumentaba mi desasosiego. Un círculo vicioso-. ¿Por qué no ha ido al médico? -le pregunté un poco más amablemente-. Le diría lo que es y le recetaría algo. Hay una pomada…, me la he dejado en Francia, de lo contrario la estaría usando ahora.
– No me gustan los médicos -explicó Lucien- Hacen que me sienta… inadaptado.
Me eché a reír.
– Le entiendo perfectamente. Y aquí…, en Francia, quiero decir…, ¡recetan tantas cosas! Demasiadas.
– ¿Qué es lo que se la causa? Me refiero a la psoriasis.
– El estrés, dicen. Pero la pomada no está mal. Podía preguntarle al médico que…
– Ella, ¿tomaría una copa conmigo una de estas noches?
Tardé un poco en contestar. Quería cortar aquello antes de que fuese a más: no estaba interesada y era inoportuno, sobre todo en aquel momento. Pero siempre me ha costado decir que no. No hubiera podido soportar su expresión de desconsuelo.
– De acuerdo -dije finalmente-. Dentro de un par de días, ¿le parece? Pero…
Lo vi tan contento que no pude seguir.
– Nada. Alguna noche de esta semana, entonces.
Cuando volví a casa Jacob estaba tocando otra vez. Dejó el piano y me enseñó un trozo de papel.
– Malas noticias, mucho me temo -dijo-. Los registros de Berna sólo se remontan a 1750. En Porrentruy el bibliotecario me ha dicho que los libros parroquia les de los siglos XVI y principios del XVII se perdieron en un incendio. Aunque hay algunas listas militares que podrías consultar. Creo que fue ahí donde mi abuelo consiguió su información.
– Probablemente tu abuelo encontró todos los datos disponibles. Pero gracias por hacer las llamadas -las listas militares no me servían: me interesaban las mujeres. Pero eso no se lo dije.
– Jacob, ¿te suena un pintor llamado Nicolas Tournier? -le pregunté.
Negó con la cabeza. Fui a mi habitación, busqué la postal y volví con ella.
– ¿Ves? Procedía de Montbéliard -le expliqué, pasándole la postal-. Se me había ocurrido que podía ser un antepasado nuestro. Una parte de la familia que se mudó a Montbéliard, quizá.
Jacob miró el cuadro y negó con la cabeza.
– No he oído nunca que hubiera un pintor en la familia. Los Tournier siempre han tendido a las profesiones de tipo práctico. ¡Excepto en mi caso! -rió, pero luego recuperó la seriedad-. Ella, Rick llamó mientras estabas fuera.
Jacob parecía incómodo.
– Me pidió que te dijera que te quiere.
– Gracias -bajé los ojos.
– Ya sabes que puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que te apetezca. Todo el tiempo que te haga falta.
– Sí. Gracias. Hemos…, existen algunos problemas, ya sabes.
No dijo nada, sólo se quedó mirándome y, por un momento, me acordé de la pareja del tren. Jacob era suizo, después de todo.
– En cualquier caso, estoy segura de que todo se arreglará pronto.
Asintió con la cabeza.
– Hasta entonces te quedas con tu familia.
– Sí.
Ahora que le había contado a Jacob algo sobre mis problemas matrimoniales, me pareció que ya no necesitaba justificar mi presencia en Moutier. Llovió al día siguiente, de manera que aplazamos el viaje a la granja, y me sentí muy cómoda sin hacer otra cosa durante todo el día que leer y escuchar cómo tocaban Susanne y Jacob. Aquella noche cenamos en la pizzería que había sido en otro tiempo posada de los Tournier pero que ahora parecía decididamente italiana.
A la mañana siguiente fuimos todos a ver la granja. Susanne nunca había estado, pese a haber pasado en Moutier la mayor parte de su vida. En el extremo oriental del pueblo tomamos un sendero claramente indicado mediante un cartel amarillo que lo declaraba «Tourisme pédestre» y nos decía que tardaríamos cuarenta y cinco minutos en llegar a Grand Val. Sólo en Suiza dicen el tiempo que se necesita para ir a un sitio, en lugar de la distancia. A nuestra izquierda se hallaba el comienzo de la garganta de piedra caliza sobre la que Goethe había escrito: un muro espectacular de roca amarilla y gris que se extendía hasta las montañas a ambos lados y que se hendía en el centro para permitir el paso del Birse. Resultaba impresionante con el brillo del sol y me recordó a una catedral.
El valle que seguimos era más suave, con un arroyo innominado y una vía de tren al fondo, campos en la parte más baja de las laderas, pinos a continuación y luego una pendiente mucho más abrupta hasta las rocas, muy altas por encima de nosotros. Caballos y vacas pastaban en los campos; a intervalos regulares aparecían granjas. Todo ordenado, con líneas nítidas y luz brillante y contrastada.
Los hombres caminaban juntos a buen paso; Susanne y yo íbamos detrás. Mi prima llevaba una blusa sin mangas de color azul verdoso y unos amplios pantalones blancos que se le hinchaban alrededor de las delgadas piernas. Estaba pálida y parecía cansada, su alegría fingida. Me daba cuenta por la manera en que se mantenía a cierta distancia de Jan y por el aire de culpabilidad con que me miraba que no le había dicho nada.
Nos fuimos distanciando cada vez más de los hombres, como si nos dispusiéramos a decirnos algo en privado. Empecé a tiritar, aunque el día era tibio y soleado, y me envolví en la camisa azul de Jean-Paul, que olía a humo y a él
Jacob y Jan se detuvieron en el lugar donde el sendero se bifurcaba y, al alcanzarlos, Jacob señaló una casa un poco por encima de nosotros, cerca del nivel donde terminaban los campos y los árboles empezaban a trepar montaña arriba.
– Ésa es la granja -dijo.
No quiero ir, pensé. ¿Por qué? Lancé una ojeada a Susanne, vi que me estaba mirando y supe que pensaba lo mismo que yo. Los hombres iniciaron la subida, mientras ella y yo nos quedábamos viéndolos.
– Vamos -le dije con un gesto a Susanne y me volví para seguir a los hombres. Mi prima acabó por imitarme.
La granja era una estructura alargada y baja: el lado izquierdo una casa de piedra, el derecho un granero de madera. Un largo tejado casi plano cobijaba los dos lados, que compartían una amplia entrada, terminada en una zona semejante a un porche oscuro, de la que Jacob dijo que recibía el nombre de devant-huis. Parecido a un porche, el lugar estaba alfombrado con paja, trozos de madera y cubos viejos. Yo tenía la esperanza de que la sociedad histórica hubiera hecho algo para conservar la casa, pero todo se desmoronaba lentamente: los postigos estaban torcidos, las ventanas, rotas y en el tejado crecía el musgo.
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