Mientras Jacob y Jan contemplaban admirativamente la granja, Susanne y yo no nos atrevíamos a levantarla vista.

– ¿Veis la chimenea? Jacob señaló una extraña formación desigual que sobresalía del tejado: nada parecido a la recta línea de piedra por encima de uno de los muros, que era lo que yo esperaba-. Está hecha de piedra caliza, ¿entiendes? -explicó Jacob-. Piedra blanda, de manera que utilizaban una especie de cemento para darle forma y endurecerla. La mayor parte de la chimenea está dentro más que encima de la casa. En el interior veréis el resto.

– ¿Se puede entrar? -pregunté de mala gana, con la esperanza de que hubiera un candado en la puerta, o un cartel que dijera «Propriété privée».

– Sí, claro. Ya he estado aquí antes. Sé dónde esconden la llave.

Maldición, pensé. No era capaz de explicar por qué no quería entrar; después de todo, aquella excursión era en beneficio mío. Sentía que Susanne me miraba, impotente, como si me correspondiera a mí detenerlo todo en el momento en que una fría lógica masculina de la que no podíamos defendernos nos arrastraba al interior de la granja. Le tendí la mano.

– Ven -le dije.

Me la dio: tenía la frialdad del hielo.

– Tienes la mano fría -dijo.

– Tú también -nos sonreímos tristemente. Mientras entrábamos juntas en la casa tuve la sensación de que éramos dos niñitas en un cuento de hadas.

Estaba oscuro dentro, sin otra luz que la de la puerta y de dos ventanas muy estrechas. A medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra pude distinguir más trastos viejos y algunas sillas rotas tumbadas sobre el suelo de tierra prensada. Nada más atravesar el umbral nos tropezamos con un hogar ennegrecido, que se prolongaba a lo largo de la habitación en lugar de correr paralelo al muro. En las esquinas del hogar se alzaban pilares cuadrados de piedra de unos dos metros de altura, que sostenían arcos también de piedra. Sobre los arcos se alzaba la misma construcción desigual que en el exterior, una pirámide fea pero práctica para encauzar el humo hacia afuera.

Solté la mano de Susanne y me metí en el hogar para poder mirar dentro de la chimenea. Estaba negra por encima de mí; incluso cuando me puse de puntillas, sujetándome en uno de los pilares y estiré el cuello, no pude ver ninguna abertura.

– Debe de estar cegada -murmuré. De repente me sentí mareada, perdí el equilibrio y caí con violencia sobre la tierra.

Jacob estaba a mi lado en un segundo, dándome la mano y limpiándome.

– ¿Estás bien? -me preguntó, con preocupación en la voz.

– Sí -repliqué no muy segura-. Perdí…, perdí el equilibrio, creo. Quizá la piedra no está nivelada. Miré a mi alrededor buscando a Susanne; se había marchado.

– ¿Dónde…? -empecé a decir antes de que un dolor agudo me atravesara el estómago, lanzándome más allá de Jacob, al exterior de la casa.

Susanne estaba en el patio, muy encogida, los brazos cruzados sobre el abdomen. Jan se encontraba a su lado, mudo y con los ojos muy abiertos. Al pasarle yo el brazo sobre los hombros, mi prima lanzó un grito ahogado y una brillante flor roja apareció en la parte interior de sus pantalones a la altura del muslo, extendiéndose rápidamente pierna abajo.

Durante unos segundos me dominó el pánico. Virgen santa, pensé, ¿qué hago? Luego tuve una sensación que no experimentaba desde hacía meses: mi cerebro cambió al piloto automático, una situación familiar en la que sabía exactamente quién era y qué tenía que hacer. Rodeé con los dos brazos a Susanne y le dije en voz baja:

– Te tienes que tumbar.

Mi prima asintió, dobló las rodillas y se dejó caer cuidadosamente para colocarla de costado y luego miré a Jan, que seguía inmóvil en el mismo sitio.

– Jan, dame tu chaqueta -le ordené.

Me miró fijamente hasta que se lo repetí en voz más alta. Entonces me pasó su chaqueta marrón de algodón, la clase de prenda que yo asociaba con ancianos jugando al tejo. La coloqué debajo de la cabeza de Susanne, luego me quité la camisa de Jean-Paul y se la extendí por encima como si fuera una manta, cubriendo el bajo vientre ensangrentado. Una mancha roja empezó a filtrarse hacia el exterior por la espalda de la camisa. Durante unos segundos me fascinaron los dos colores, más hermosos por el contraste entre ambos.

Moví la cabeza, apreté la mano de Susanne y me incliné hacia ella.

– No te preocupes, estás perfectamente. Todo saldrá bien.

– Ella, ¿qué sucede? -Jacob estaba sobre nosotras, el rostro casi irreconocible por la preocupación. Miré a Jan, todavía paralizado, y tomé rápidamente una decisión.

– Susanne ha tenido un…

¡Qué momento para que me fallara el francés! Madame Sentier nunca me había preparado para utilizar palabras como aborto espontáneo.

– Susanne, se lo tienes que decir tú. No sé la palabra francesa. ¿Puedes?

Me miró, los ojos llenos de lágrimas.

– Sólo tienes que decirlo. Nada más. Del resto me encargo yo.

– Une fausse couche -murmuró. Los dos hombres la miraron, desconcertados.

– El paso siguiente -dije sin alterarme en lo más mínimo-. Jan, ¿ves aquella casa, allí abajo? -señalé la granja más cercana, a cosa de medio kilómetro pendiente abajo. Jan no respondió hasta que repetí su nombre, con voz más decidida. Esta vez asintió.

– Bien. Ve allí corriendo, lo más deprisa que puedas, y usa su teléfono para llamar al hospital. ¿Estás en condiciones de hacerlo?

Finalmente cambió de actitud.

– Sí, Ella, llegaré cuanto antes a la granja y telefonearé al hospital -dijo.

– Perfecto. Y pregunta a las personas que viven allí si querrán ayudarnos con su coche, en el caso de que la ambulancia no pueda llegar hasta aquí. ¡Ahora, vete! -la última palabra fue como el sonido de un látigo. Jan se agachó, tocó el suelo con una mano y echó a correr como si participara en una competición deportiva. Susanne tiene que librarse de este tipo, pensé.

Jacob se había arrodillado junto a su hija y le había puesto una mano en la cabeza.

– ¿Se recuperará? -preguntó, tratando de ocultar su desesperación.

Contesté dirigiéndome a Susanne.

– Por supuesto que sí. Probablemente te duele un poco ahora, ¿no es cierto?

Susanne asintió con la cabeza.

– Se pasará pronto. Jan ha ido a llamar a una ambulancia para que venga y te lleve al hospital.

– Ella, la culpa la tengo yo -susurró.

– No. No es culpa tuya. Por supuesto que no es culpa tuya.

– Pero yo no lo quería, y quizá si hubiese sido al contrario no habría sucedido esto.

– Susanne, no es culpa tuya. Las mujeres tienen abortos espontáneos todo el tiempo. No has hecho nada malo. Es algo que no controlamos.

No parecía convencida. Jacob nos miraba a las dos como si hablásemos en suahili.

– Te lo aseguro. No es culpa tuya. Créeme. ¿De acuerdo?

Finalmente mi prima asintió.

– Ahora necesito examinarte. ¿Vas a dejarme que te mire?

Susanne me apretó la mano con fuerza y las lágrimas empezaron a caerle por el lado de la cara.

– Sí, duele, lo sé, y no quieres que mire, pero tengo que hacerlo, para asegurarme de que estás bien. No voy a hacerte daño. Sabes que no te voy a hacer daño.

Sus ojos se posaron un instante en Jacob, luego otra vez en mí; entendí lo que me decía.

– Jacob, cógele la mano a Susanne -le ordené, pasándole la delicada mano de su hija-. Ayúdala a ponerse boca arriba y siéntate a su lado -lo coloqué frente a ella, donde no veía lo que yo estaba haciendo.

»Ahora habla con Susanne Jacob me miró, impotente, y tuve que pensar un momento-. Me contaste que tenías un buen alumno de piano, ¿te acuerdas? ¿El que toca a Bach? ¿Qué interpretará en su próximo concierto? ¿Y por qué? Háblale a Susanne de él.

Durante un segundo Jacob pareció perdido; luego su rostro se relajó. Se volvió hacia Susanne y empezó a hablar. Al cabo de un momento también ella se tranquilizó. Procurando moverla lo menos posible, conseguí bajarle los pantalones y las bragas lo bastante para mirar, y le limpié la sangre con la camisa de Jean-Paul. Luego le subí otra vez los pantalones, sin cerrarle la cremallera. Jacob dejó de hablar. Los dos me miraron.

– Has perdido algo de sangre, pero la hemorragia ha cesado ya. Te pondrás bien.

– Tengo sed -dijo Susanne en voz baja.

– Buscaré un poco de agua -me levanté, contenta al ver que los dos estaban tranquilos. Di una vuelta alrededor de la granja, buscando un grifo en el exterior. No había ninguno; tendría que volver a entrar.

Me deslicé hasta el devant-huis y me detuve en el umbral de la casa. Un delgado rayo de sol caía sobre la piedra del hogar. En el rayo de sol flotaba un polvo espeso, provocado por nuestra visita. Miré alrededor en busca de una fuente de agua. El silencio era grande; no se oía nada, ningún sonido tranquilizador, como la voz de Jacob o el viento en los pinos por encima de nosotros, o el resonar de los cencerros, o el traqueteo de un tren lejano. Sólo silencio y la lámina de luz sobre el bloque de piedra que tenía delante. Era una piedra enorme; se habrían necesitado varios hombres para colocarla en su sitio. La miré desde más cerca. Incluso descolorida por el hollín era evidente que no se trataba de una piedra de la zona.

En una esquina, frente a la puerta, había un fregadero antiguo con un grifo. Parecía poco probable que funcionara, pero tenía que intentarlo por Susanne. Di la vuelta alrededor del hogar, el corazón desbocado, las manos sudorosas. Cuando llegué al fregadero me peleé con el grifo un larguísimo minuto antes de conseguir abrirlo. Durante unos instantes no sucedió nada; luego se oyó un borboteo y el grifo empezó a estremecerse con violencia. Di un paso atrás. Un gran chorro de un líquido oscuro cayó de repente en el fregadero y yo salté, golpeándome la nuca contra la arista de uno de los pilares que sostenían la chimenea. Lancé un grito muy agudo y giré en redondo, las estrellas cruzándose por delante de mis ojos. Caí de rodillas junto al hogar y bajé la cabeza. Tenía algo húmedo y pegajoso en la nuca. Respiré hondo varias veces. Cuando desaparecieron las estrellas, levanté la cabeza y bajé los brazos. Gotas de sangre abandonaron las manchas de psoriasis en los pliegues de los codos y se me deslizaron por los brazos para reunirse con la sangre de las manos. Miré los regueros de sangre.

– Es éste el sitio, ¿verdad que sí? -exclamé-. Je suis arrivée chez moi, n'est pas?

Detrás de mí el agua dejó de manar.

9. La chimenea

Isabelle se detuvo en el devant-huis. Oía al caballo moviéndose en el establo; de la casa le llegaba el ruido de alguien que cavaba.

– ¿Marie? -llamó, casi en un susurro, temerosa de quién pudiera oírla. El caballo relinchó al sonido de su voz y después dejó de moverse. El ruido de cavar continuaba. Isabelle vaciló, pero terminó por empujar la puerta para abrirla.

Etienne trabajaba en un agujero largo que, cercano al bloque de granito, se extendía desde su base hacia el interior de la habitación. No cavaba junto a la pared más distante, donde anteriormente había decidido que iría el hogar, sino cerca de la puerta. El suelo estaba muy bien apisonado y tenía que hacer un gran esfuerzo con la laya para penetrar en la tierra.

Cuando la luz procedente de la puerta cayó sobre él, alzó los ojos y empezó a decir:

– ¿Está…? -luego cortó la frase al reconocer a Isabelle y se irguió por completo.

– ¿Qué haces aquí?

– ¿Dónde está Marie?

– Deberías avergonzarte, La Rousse. Y arrodillarte a rezar para pedir clemencia a Dios.

– ¿Por qué cavas en un día festivo?

Etienne hizo caso omiso de la pregunta.

– Tu hija se ha escapado -dijo, alzando mucho la voz-. Petit Jean ha salido en su busca. Creía que era él, para decirme que está sana y salva. ¿No te preocupa esa hija tuya tan desvergonzada, La Rousse? También tú deberías buscarla.

– Marie es lo único que me preocupa. ¿Dónde ha ido?

– Por detrás de la casa, monte arriba -Etienne se volvió hacia el hoyo y reanudó el trabajo. Isabelle se lo quedó mirando.

– ¿Por qué cavas ahí y no junto a la pared del fondo; donde dijiste que iría el hogar?

Su marido se enderezó de nuevo y alzó la laya por encima de la cabeza. Isabelle saltó rápidamente hacia atrás y Etienne se echó a reír.

– No hagas preguntas estúpidas. Ve y encuentra a mi hija.

Isabelle salió de la casa de espaldas y cerró la puerta. Se quedó unos instantes en el devant-huis. Etienne no había vuelto a cavar y el silencio era total, un silencio lleno de secretos.

No estoy sola con Etienne, pensó. Marie está aquí. En algún sitio muy cercano.

– ¡Marie! -empezó a llamar-. ¡Marie! ¡Marie! -salió al patio, llamando aún. Su hija no aparecía; sólo vio a Hannah, que subía trabajosamente por el sendero. Isabelle no la había esperado al salir de la ermita; la dejó con Jacob y corrió por el sendero hacia la granja hasta tener la seguridad de que su suegra no podría alcanzarla. Ahora, al ver a Isabelle, la anciana se detuvo, apoyada en el bastón y respirando con dificultad. Luego bajó la cabeza y pasó a toda prisa junto a su nuera hasta entrar en la casa dando un portazo.