No era fácil emborrachar a Lucien. Me miraba desde el otro lado de la mesa y se tomaba la cerveza tan despacio que tuve que fingir que bebía para conseguir que me alcanzara. Éramos los últimos clientes en un bar del centro del pueblo. Los altavoces lanzaban al aire música country. La camarera leía un periódico detrás del mostrador. Moutier un jueves lluvioso de principios de julio estaba tan tranquilo como un cementerio.
Yo llevaba una linterna en el bolso, pero confiaba en que Lucien tuviera herramientas por si las necesitábamos. No se lo había explicado aún; por el momento mi amigo pintor de brocha gorda dibujaba composiciones con los círculos húmedos que dejaban las jarras sobre la mesa, y parecía incómodo. Aún me esperaba un largo camino para conseguir que hiciera lo que yo quería. E iba a tener que recurrir a medidas desesperadas.
Conseguí llamar la atención de la camarera. Cuando se acercó le pedí dos whiskys. Lucien me miró sorprendido, abriendo mucho los ojos color avellana. Me encogí de hombros.
– En Estados Unidos siempre tomamos whisky con la cerveza -mentí con desparpajo.
Lucien asintió con la cabeza, y pensé en Jean-Paul, que nunca hubiera dejado pasar una afirmación tan ridícula. Echaba de menos su tono quisquilloso, sarcástico; era como un cuchillo que cortaba la niebla de la incertidumbre y que decía lo que era necesario decir.
Cuando la camarera nos trajo los dos whiskys, insistí en que Lucien se bebiera el suyo de un trago en lugar de saborearlo. Cuando terminó pedí otros dos. Mi conejillo de Indias tuvo un momento de vacilación, pero después del segundo superó la timidez y empezó a hablarme de la casa que había construido recientemente. Le dejé que se explayara, aunque utilizó muchas palabras técnicas que yo no entendía.
– Está a mitad de camino monte arriba, sobre una pendiente, donde siempre es más difícil construir -explicó-. Y luego hubo problemas con el cemento para l'abri nucléaire. Tuvimos que hacer la mezcla dos veces.
– L'abri nucléaire?-repetí, poco segura del francés.
– Oui -esperó a que lo mirase en el diccionario que llevaba en el bolso.
– ¿Un refugio atómico? ¿Ha construido un refugio atómico en una casa?
– Claro. Es necesario. En Suiza la ley obliga a que todas las casas nuevas tengan su refugio.
Agité la cabeza como para aclarármela. Lucien interpretó mal mi gesto.
– Es verdad lo que le digo, las casas nuevas necesitan un refugio atómico -repitió con más ardor-. Y todos los varones hacen el servicio militar, ¿no lo sabía? Al cumplir dieciocho años pasan diecisiete semanas en el ejército. Y después de eso, tres semanas más todos los años en la sección de reserva.
– Tratándose de un país neutral, ¿para qué necesita tanto espíritu militar Suiza? Acuérdese de la Segunda Guerra Mundial.
Sonrió con gesto grave.
– Para seguir siendo neutrales. Un país no puede ser neutral si no tiene un ejército fuerte.
Yo procedía de un país que, pese a tener un enorme presupuesto militar, no valoraba la neutralidad; me parecía que las dos cosas estaban muy poco relacionadas. Pero no estaba allí para hablar de política; nos apartábamos cada vez más del tema que me interesaba. Tenía que encontrar la manera de abordar la cuestión de las chimeneas.
– ¿Y de qué está hecho ese refugio atómico? -pregunté un poco forzadamente.
– Cemento y plomo. Las paredes tienen un metro de espesor, ¿sabe?
– ¿De verdad?
Lucien empezó a explicarme con todo detalle cómo se construía un refugio atómico. Cerré los ojos. Qué pelma, pensé. ¿Cómo demonios voy a conseguir que me ayude?
No había nadie más a quien recurrir. Jacob estaba demasiado afectado por el aborto de Susanne para volver a la granja; en cuanto a Jan, no cabía esperar que se saltara ninguna regla. Otro pelele, pensé con severidad. ¿Qué les pasa a estos tipos? Una vez más eché de menos a Jean-Paul: discutiría conmigo sobre la utilidad de lo que me proponía hacer, pondría en entredicho mi cordura, pero me apoyaría al convencerse de que para mí tenía importancia. Me pregunté cómo se encontraría. Aquella noche nuestra parecía ya muy distante. Una semana.
Pero Jean-Paul no estaba en Moutier; tenía que depender de las personas disponibles. Abrí los ojos e interrumpí el soliloquio de Lucien.
– Écoute, quiero que me ayudes -dije con firmeza, cambiando aposta al tuteo. Hasta entonces había insistido en mantener el usted.
Lucien guardó silencio, sorprendido y desconfiado a la vez.
– ¿Conoces la granja cercana a Grand Val, que tiene una chimenea muy antigua?
Asintió.
– Fuimos ayer a verla. Era la granja de mis antepasados
– ¿De verdad?
– Sí. Hay algo allí que necesito.
– ¿Qué?
– No estoy segura -repliqué, aunque añadí enseguida pero sé donde está
– ¿Cómo puedes saber dónde está si ignoras qué es?
– No soy capaz de explicarlo.
Lucien hizo una pausa, contemplando su vaso vacío.
– ¿Qué quieres que haga? -preguntó después de un momento.
– Acompañarme a la granja, para echar una ojeada. ¿Tienes herramientas?
Asintió.
– En la furgoneta.
– Bien. Quizá las necesitemos -pareció asustarse, de manera que añadí-: No te preocupes, no tenemos que forzar nada; existe una llave que abre la puerta principal. Sólo quiero echar una ojeada. ¿Me vas a ayudar?
– ¿Hablas de ahora? ¿En este momento?
– Sí. No quiero que nadie sepa que voy allí, de manera que tiene que ser de noche.
– ¿Por qué no quieres que lo sepa nadie? Me encogí de hombros.
– No quiero que la gente pregunte. No quiero que hable.
Se produjo un largo silencio. Me preparé para su no.
– De acuerdo.
Cuando sonreí, Lucien me devolvió la sonrisa, vacilante.
– ¿Sabes, Ella? -dijo-. Es la primera vez que sonríes en toda la noche.
Empezaba a llover cuando Isabelle entró en el bosque. Las primeras gotas se filtraban entre las hojas nuevas de las hayas, agitándolas suavemente y llenando el aire de susurros. Un olor como a almizcle se levantó de la espesa capa de hojas muertas y agujas de pino.
Inició la subida por la pendiente de detrás de la casa, repitiendo el nombre de su hija de cuando en cuando, pero deteniéndose con más frecuencia para escuchar los sonidos que la lluvia ocultaba: cuervos que graznaban, el viento en los pinos monte arriba, cascos de caballo en el sendero hacia Moutier. No creía que Marie se alejara mucho: no le gustaba estar sola ni lejos de casa. Pero tampoco nadie la había avergonzado nunca delante de tanta gente.
Tiene que ver con el pelo nuevo, pensó Isabelle, y con el hecho de ser mi hija. Incluso aquí. Pero carezco de magia para protegerte, no cuento con nada que te mantenga a salvo del frío y de la oscuridad.
Siguió subiendo, hasta alcanzar una cresta rocosa a media montaña, y luego torció hacia poniente siguiéndola. Sabía que se dejaba llevar a un sitio muy concreto. Entró en el claro donde Jacob y ella habían cuidado del cabrito todo el verano. No había vuelto desde que Jacob hiciera el trueque del animal por la tela. Incluso ahora quedaban señales de que había estado allí un animal: los restos de un refugio de ramas, un lecho desigual de paja y agujas de pino, excrementos convertidos en bolitas muy duras.
Me creía tan lista con mis secretos, meditó Isabelle, sombría, mirando el lecho del animal. Que nadie lo sabría nunca. Sólo a un invierno de distancia, le pareció que había pasado mucho tiempo.
Después de visitar un lugar secreto supo que tendría que ir al otro. No trató de resistir el impulso, aunque era muy poco probable que Marie estuviera allí. Cuando la cresta descendió hacia la garganta Isabelle se encaminó por las rocas hasta el lugar donde Pascale se había arrodillado y había rezado. Allí no quedaba resto alguno del secreto: la sangre se había incorporado a la tierra hacía ya
– ¿Dónde estás, chérie? -dijo en voz baja.
Cuando salió el lobo de detrás de la roca, Isabelle dio un salto y gritó, pero no echó a correr. Se encontraron frente a frente, los ojos del lobo, semejantes a llamas, despiertos y penetrantes. El animal dio un paso hacia Isabelle y se detuvo. Isabelle retrocedió. Avanzó de nuevo e Isabelle se encontró retrocediendo entre las rocas. Temerosa de caer, se dio la vuelta pero, mientras caminaba, siguió mirando por encima del hombro para asegurarse de que el lobo no se acercaba demasiado. Comprobó que mantenía siempre la misma distancia, caminando más despacio o deteniéndose cuando ella lo hacía, o apresurando el paso si iba más deprisa.
Me está llevando como a una oveja, pensó Isabelle, obligándome a ir a donde quiere. Lo comprobó al intentar desviarse. El lobo saltó hacia allí y corrió vecino a ella hasta que retomó la primera dirección.
Junto al límite de los árboles salieron de las rocas a la senda que llevaba de Moutier a Grand Val, el camino de regreso a la granja. Desde la dirección de Moutier venía al trote, hacia Isabelle, el caballo de la familia, montado por Petit Jean y Gaspard. Era el animal que había oído moverse en el establo y -ahora se daba cuenta- también cuando galopaba poco antes por el camino.
Al volverse Isabelle para mirar al lobo, ya había desaparecido.
Lucien tenía una vieja furgoneta Citroën llena de herramientas: exactamente lo que yo quería. Traqueteó y tosió tanto mientras bajaba por la calle principal que tuve el convencimiento de que todo el pueblo había salido a la ventana para vernos marchar. Así naufragaron mis deseos de discreción.
En aquel momento empezaba a llover, creando una sutil neblina que abrillantaba las calles y que me obligó a ceñirme la chaqueta. Lucien puso en marcha los limpiaparabrisas, que rechinaron contra el cristal, poniéndome los nervios de punta. Condujo con prudencia por el interior del pueblo, aunque no hacía ninguna falta: a las nueve y media no había un alma en la calle. Junto a la estación de ferrocarril, el único lugar con algún signo de vida, tomó la carretera que llevaba a Grand Val.
No hablamos durante el trayecto. Le agradecí que no me acosara a preguntas como habría hecho yo en su caso, dado que carecía de respuestas.
Tomamos una carreterita que pasaba por debajo de la vía del tren y empezamos a ascender una colina. Al llegar a un grupo de casas Lucien torció por un camino de tierra que reconocí por nuestro paseo matutino. Avanzó unos trescientos metros, se detuvo y apagó el motor. Los limpiaparabrisas se detuvieron, gracias a Dios, y la furgoneta tosió varias veces y resolló prolongadamente antes de quedar en total silencio.
– Es ahí -Lucien señaló hacia nuestra izquierda. Al cabo de unos instantes logré distinguir el contorno de la granja a unos cincuenta metros. Sentí un escalofrío; iba a ser duro salir de la furgoneta y caminar hasta la casa.
– Ella, ¿te puedo preguntar algo?
– Sí -repliqué de mala gana. No quería contárselo todo, pero tampoco podía esperar que aceptase ayudarme a ciegas.
Consiguió sorprenderme.
– Estás casada -era más una afirmación que una pregunta, pero se lo confirmé con un movimiento de cabeza-. Fue tu marido el que llamó la otra noche, durante la fondue.
– Sí.
– También yo he estado casado -dijo.
– Vraiment? -mi voz manifestó más sorpresa de lo que yo quería. Fue como cuando me confesó que también él padecía psoriasis: hizo que me sintiera culpable al dar por sentado que no llevaba una vida semejante a la mía, con estrés y relaciones amorosas-. ¿Tienes hijos? -pregunté, tratando de devolverle la vida que había intentado quitarle.
– Una hija. Christine. Vive con su madre en Basilea.
– No muy lejos de aquí.
– No. La veo cada quince días. Y tú, ¿tienes hijos?
– No -los codos y los tobillos empezaron a picarme, la psoriasis reclamando atención.
– Todavía no.
– Eso es, todavía no.
– El día que me enteré de que mi mujer estaba embarazada -dijo Lucien muy despacio- me proponía explicarle que, en mi opinión, debíamos separarnos. Llevábamos dos años casados y yo sabía que las cosas no iban bien. Para mí, por lo menos. Hicimos un alto para contarnos nuestras grandes noticias, para contarnos lo que pensábamos. Empezó ella. Después me fue imposible sincerarme con ella.
– De manera que seguisteis juntos.
– Hasta que Christine cumplió el año, sí. Pero fue lo más parecido a un infierno.
No sé desde cuándo tenía barruntos, pero de pronto me di cuenta de que sentía náuseas, se me había llenado de piedras el estómago. Tragué saliva y respiré hondo.
– Cuando te oí hablar con tu marido me acordé de las conversaciones telefónicas con mi mujer.
– Pero, ¡si apenas le dije nada!
– Era el tono.
– Ah -miré hacia la oscuridad, incómoda-. No estoy segura de que mi marido sea el hombre adecuado para tener hijos con él -expliqué a continuación-. Nunca he estado segura -decirlo en voz alta, y nada menos que a Lucien, me dio la sensación de romper el cristal de una ventana. El sonido mismo de las palabras me impresionó.
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