– Es mejor saberlo ahora -dijo Lucien-, para que, si puedes evitarlo, no traigas un hijo a un mundo sin amor.

Tragué saliva y asentí. Seguimos oyendo la lluvia y yo me concentré en calmarme el estómago.

– ¿Quieres robar algo de allí? -preguntó Lucien de repente, con un movimiento de cabeza hacia la granja.

Lo estuve pensando.

– No. Sólo quiero encontrar algo. Algo que es mío.

– ¿De qué se trata? ¿Te dejaste algo ayer? ¿Es eso?

– Sí. La historia de mi familia -me enderecé en el asiento-. ¿Todavía estás dispuesto a ayudarme? -le pregunté con tono enérgico.

– Por supuesto. Dije que te ayudaría, de manera que lo voy a hacer -Lucien me miró a los ojos con gesto serio.

No es tan desastroso como creía, pensé.


Parecía que Petit Jean no estaba dispuesto a parar. Isabelle se colocó en medio del sendero, obligándole a detenerse. Luego cogió al caballo por la brida. El animal apretó el hocico contra su hombro y resopló.

Ni Petit Jean ni Gaspard querían mirarla a la cara, aunque el antiguo posadero se quitó el sombrero negro y le hizo una inclinación de cabeza. Petit Jean era todo tensión, ojos al frente, esperando con impaciencia a recuperar la libertad.

– ¿Adónde vais? -preguntó.

– De vuelta a la granja -Petit Jean tragó saliva.

– ¿Por qué? ¿Has encontrado a Marie? ¿Está bien? Su hijo no contestó. Gaspard se aclaró la garganta, vuelto hacia ella sólo el ojo privado de visión.

– Lo siento, Isabelle -murmuró-. Sabes que no intervendría en esto si no fuese por Pascale. Si no hubiera hecho el vestido no tendría que ayudar ahora. Pero… -se encogió de hombros y volvió a encasquetarse el sombrero-. Lo siento.

Petit Jean silbó y tiró con violencia de las riendas. A Isabelle se le escapó la brida.

– ¿Ayudar en qué? -gritó al tiempo que Petit Jean golpeaba al caballo para que partiera al galope-. ¿Ayudar en qué?

Mientras se alejaban, a Gaspard se le cayó el sombrero y fue a parar a un charco. Isabelle los vio desaparecer sendero adelante, luego se inclinó y recogió el sombrero, agitándolo para quitarle el barro y el agua. Y lo mantuvo entre los dedos al tomar también ella el camino hacia su casa.


Llovía aún con más fuerza. Corrimos hasta el devant-huis, y mi linterna iluminó el candado de la puerta. Lucien le dio un ligero tirón.

– Esto se puso aquí para que no entraran les drogués -anunció.

– ¿Hay… drogotas en Moutier?

– Por supuesto. En Suiza hay drogotas por todas partes. No conoces muy bien este país, ¿verdad?

– Y tú que lo digas -murmuré en inglés-. Caramba. Eso es lo que pasa por fiarse de las apariencias.

– ¿Cómo entrasteis ayer?

Jacob sabía dónde está escondida la llave -miré a mi alrededor-. Pero no me fijé. No creo que sea difícil de encontrar, de todos modos.

Usamos la linterna para repasar los sitios más lógicos del devant-huis.

– Quizá se la llevó Jacob sin darse cuenta -sugerí-. Estábamos todos muy afectados. No sería difícil que hubiera pasado una cosa así -me sentía vagamente aliviada al pensar que no iba a tener que seguir adelante con mi plan.

Lucien examinó las ventanitas a ambos lados de la puerta; los cristales rotos se podían empujar fácilmente hacia dentro, pero ni él ni yo cabríamos por el hueco. Las ventanas de la fachada también eran pequeñas y estaban muy altas. Lucien me arrebató la linterna.

– Buscaré una ventana más grande por la parte de atrás -dijo-. ¿Te importa esperar aquí?

Tuve que hacer un esfuerzo para asentir con la cabeza. Lucien salió del devant-huis y desapareció por la esquina de la casa. Me apoyé contra el umbral, rodeándome el pecho con los brazos para reprimir los escalofríos y escuché. Al principio sólo oía la lluvia; al cabo de un rato empezaron a incorporarse otros sonidos -tráfico en la carretera principal debajo de nosotros, el silbido de un tren- y me consoló un poco sentir tan cerca el mundo de todos los días.

Luego oí algo que sonaba como un alarido en el interior de la casa y di un salto. «Es sólo Lucien», me dije, pero salí al patio de todos modos, a pesar de la lluvia. Cuando la luz brilló a través de la ventana junto a la puerta y apareció una cara, ahogué un grito.

Lucien me hizo señas para que me acercase y me pasó la linterna a través del cristal roto.

– Te espero en la ventana de atrás -desapareció antes de que pudiera preguntarle si se encontraba bien.

Di la vuelta a la casa como Lucien había hecho unos minutos antes. No resultaba fácil doblar la esquina: el lateral y la parte de atrás del edificio eran territorio privado, la zona oculta a la inspección pública. Al dar la vuelta a la casa invadía un mundo desconocido.

La parte de atrás estaba embarrada; tuve que caminar con cuidado entre los charcos para encontrar sitios más secos y más firmes. Cuando vi la ventana abierta y la oscura silueta de Lucien en el interior, avancé demasiado deprisa y caí de rodillas.

Lucien se asomó.

– ¿Te ha pasado algo? -preguntó.

Me levanté como pude, la luz de la linterna oscilando desmesuradamente. Las rodillas de los pantalones se me habían empapado, creando dos círculos de barro.

– Nada. Estoy bien -murmuré, agitando las perneras del pantalón para desprender la mayor cantidad de barro posible. Le pasé la linterna, que mantuvo enfocada al alféizar de la ventana mientras yo trepaba como podía.

Dentro hacía frío; más frío, daba la sensación, que fuera. Me aparté el pelo mojado de los ojos y miré alrededor. Estábamos en una habitación diminuta de la parte trasera, dormitorio o almacén, vacía a excepción de un montón de leña y un par de sillas rotas. Olía a moho y a humedad y cuando Lucien dirigió el haz de luz a los rincones del techo vimos jirones de telarañas flotando en la corriente creada por la ventana abierta. Lucien la empujó para cerrarla; el marco emitió un ruido semejante al alarido que había oído pocos minutos antes. Estuve a punto de pedirle que la volviera a abrir, para dejar expedito el camino de huida, pero me contuve. No había nada de lo que huir, me dije con firmeza, mientras el corazón se me salía del pecho.

Lucien fue delante hasta la estancia principal, se detuvo junto al hogar e iluminó la chimenea con la linterna. La miramos durante mucho tiempo en silencio.

– Impresionante, ¿verdad? -dije.

– Sí. He vivido toda mi vida en Moutier y he oído hablar de esta chimenea, pero nunca la había visto.

– A mí, ayer, me sorprendió su fealdad.

– Sí. Como esas ruches que se ven en televisión. En América del Sur.

– ¿Ruches? ¿Qué es una ruche?

– La casa de las abejas. Ya sabes, donde hacen la miel

– Ah, una colmena. Sí, ya sé lo que quieres decir -en algún lugar, probablemente en un ejemplar de National Geographic, había visto las colmenas altas, llenas de bultos, de las que hablaba Lucien, recubiertas de un cemento grisáceo que escondía un habitáculo con protuberancias, como un capullo antes de que salga la mariposa, poco elegante pero funcional. Una imagen de una de las granjas en ruinas de las Cevenas cruzó un instante por mi cabeza: el granito perfectamente colocado, la línea elegante de la chimenea. No; aquello no se parecía nada; lo habían hecho unas personas desesperadas que querían una chimenea como fuera y estaban dispuestas a conformarse con cualquier cosa.

– Es extraño, ¿sabes? -dijo Lucien, contemplando el hogar y la chimenea-. Mira cómo la han situado en relación con el resto del espacio. No es ahí donde se tendría que poner. No distribuye la habitación de la manera lógica. Lo hace todo extraño. Incómodo.

Tenía razón.

– Está demasiado cerca de la puerta -dije.

– Y tanto. Casi te tropiezas con el hogar al entrar. Eso es muy poco práctico; se escapa mucho calor cada vez que alguien abre la puerta. Y la corriente que se crea hace que el fuego arda deprisa y sea difícil de controlar. Peligroso, quizá. Lo lógico sería colocarlo allí, junto a la pared del fondo -señaló el lugar-. Es extraño que la gente haya vivido aquí cientos de años resignándose con esa mala colocación.

Rick, pensé de repente. Rick podría explicarlo. Estamos en su territorio, los espacios interiores.

– ¿Qué quieres hacer ahora? -Lucien parecía desconcertado. Lo que me había parecido sencillo al imaginarlo era infinitamente más absurdo en la realidad, rodeados por la oscuridad y la humedad.

Le pedí la linterna y empecé a examinar la chimenea metódicamente, los cuatro pilares cuadrados en las esquinas del hogar, los cuatro arcos que, entre los pilares, sostenían la chimenea.

Lucien lo intentó de nuevo.

– ¿Qué quieres encontrar?

Me encogí de hombros.

– Algo…, viejo -repliqué, de pie sobre la piedra del hogar y alzando los ojos hacia el agujero que se estrechaba progresivamente. Veía restos de nidos de pájaros sobre repisas formadas por piedras que sobresalían-. Quizá algo… azul.

– ¿Algo azul?

– Sí -me bajé de la piedra-. Vamos a ver, Lucien, tú eres constructor. Si fueses a esconder algo en una chimenea, ¿dónde lo pondrías?

– ¿Una cosa azul?

No respondí; me limité a mirarlo fijamente. Lucien contempló la chimenea.

– Bueno -dijo al cabo de un momento-, la mayor parte de los sitios posibles se calentarían demasiado y las cosas podrían arder. Quizá muy arriba. O… -se arrodilló y colocó la mano sobre la piedra del hogar. La frotó e hizo un gesto de confirmación-. Granito. No sé de dónde lo sacaron; no es de esta zona.

– Granito -repetí-. Como en las Cevenas.

– ¿Dónde?

– Una zona de Francia, en el sur. Pero ¿por qué granito?

– Bueno; es más duro que la caliza. Difunde el calor de manera más uniforme. Pero este bloque es muy grueso, de manera que la parte de abajo no se calentaría tanto. Podrías esconder algo debajo, imagino.

– Sí -asentí, frotándome el chichón de la frente. Parecía razonable-. Levantemos el granito.

– Pesa demasiado. ¡Necesitaríamos cuatro hombres para eso!

– Cuatro hombres -repetí. Rick, Jean-Paul, Jacob y Lucien. Y una mujer. Miré alrededor-. ¿Tienes un, un…, no conozco la palabra francesa, aparejo de poleas?

Parecía completamente perdido. Saqué papel y pluma del bolso y dibujé un esbozo muy rudimentario.

– ¡Ah, un palan! -exclamó-. Sí, tengo uno. Aquí, en la furgoneta. Pero incluso así, necesitaríamos más personas para levantarlo.

Pensé un momento.

– ¿Y la furgoneta? -pregunté-. Podríamos enganchar le palan aquí, luego a la furgoneta y utilizar la fuerza del motor para levantar la piedra.

Me miró sorprendido, como si nunca hubiera considerado que su vehículo pudiera utilizarse para cometidos más nobles que el transporte. Estuvo mucho tiempo callado, viendo la posición de todo, midiendo con los ojos. Yo escuchaba el repiqueteo de la lluvia en el exterior.

– Sí -dijo por fin-. Quizá podamos hacerlo.

– Lo vamos a hacer.


Cuando llegó a la granja, Isabelle intentó, en silencio, abrir la puerta de la casa. Estaba atrancada por dentro. Oía a Etienne y a Gaspard que gruñían y se esforzaban, para luego detenerse y discutir. No los llamó. Fue en cambio al establo, donde Petit Jean estaba almohazando al caballo. Apenas le llegaba a la cruz, pero lo manejaba confiado. Miró a Isabelle y luego siguió con su tarea. Su madre notó que tragaba saliva de nuevo.

Como el hombre de la carretera cuando nos marchábamos de las Cevenas, pensó Isabelle, y recordó al individuo de la nuez abultada, las antorchas, las valientes palabras de Marie.

– Papá nos ha dicho que nos quedemos aquí para no estorbar -anunció Petit Jean.

– ¿Que os quedéis? ¿Está Marie aquí?

Su hijo mayor giró la cabeza hacia un montón de paja en el rincón más oscuro del establo. Isabelle se precipitó hacia allí.

– Marie -dijo en voz baja, arrodillándose delante del montón.

Pero era Jacob, acurrucado sobre la paja. Tenía los ojos muy abiertos, pero no pareció ver a su madre.

– ¡Jacob! ¿Qué sucede? ¿Has encontrado a Marie?

Encima de las rodillas tenía el vestido negro que Marie llevaba sobre el azul. Isabelle se arrastró hasta él y se lo quitó. Estaba empapado.

– ¿Dónde lo has encontrado? -preguntó, examinándolo. Tenía rasgado el cuello. Y los bolsillos llenos de guijarros del Birse.

– ¿Dónde estaba?

Jacob miró las piedras sin cambiar de expresión y no dijo nada. Su madre lo agarró por los hombros y empezó a zarandearlo.

– ¿Dónde lo has encontrado? -gritó-. ¿Dónde?

– Lo ha encontrado aquí -oyó decir a su espalda. Se volvió hacia Petit Jean.

– ¿Aquí? -repitió-. ¿Dónde?

Petit Jean indicó con un gesto lo que los rodeaba.

– En el establo. Debió de quitárselo antes de salir corriendo para ir al bosque. Quería presumir de su vestido nuevo delante del demonio, ¿verdad, Jacob?