El niño se estremeció entre las manos de Isabelle.
Marcha atrás, Lucien acercó lo más posible la furgoneta a la casa. Después de atar la cuerda a un enganche metálico debajo del parachoques trasero, la metió, a través del devant-huis y por la ventanita cercana a la puerta -todos los cristales rotos retirados para que no la cortaran-, en el interior de la casa. Sujetó el aparejo de poleas a una viga estructural que atravesaba la habitación, llevó la cuerda hasta el aparejo y luego la bajó hasta la piedra del hogar, atando el cabo a un extremo de un triángulo de metal. En los otros dos ángulos colocó abrazaderas.
Luego cavamos en torno a una esquina del bloque de granito hasta dejar al descubierto la base. Nos llevó mucho tiempo porque el suelo estaba muy bien apisonado. Lo golpeé con el borde de una pala, deteniéndome de cuando en cuando para limpiarme el sudor de los ojos. Lucien encajó el triángulo de metal en el extremo de la piedra que habíamos dejado al descubierto y fijó las abrazaderas, metiendo los dientes en la tierra por debajo del fondo. Finalmente recorrimos todo el perímetro de la piedra con la pala y una palanca, removiendo el suelo a su alrededor.
Cuando todo estuvo listo discutimos sobre quién se quedaría dentro y mantendría el aparejo de poleas en su sitio y quién se encargaría de la furgoneta.
– Como ves, no está bien instalado -dijo Lucien, mirando con ansiedad a la cuerda-. El ángulo no es bueno. La cuerda rozará con la ventana, allí, y con el arco de la chimenea, allí -dirigió el haz de luz a los puntos de fricción-. Podría deshilacharse y romperse. Y la fuerza no es la misma en las dos abrazaderas porque no hemos podido colgar el aparejo directamente encima de la piedra, sino a un lado, sobre la viga. He intentado compensarlo, pero la tracción sigue siendo diferente y no será difícil que las abrazaderas resbalen. Queda la viga. Puede que no sea lo bastante fuerte para soportar el peso de la piedra. Es mejor que lo controle yo.
– No.
– Ella…
– Me voy a quedar aquí. Vigilaré la cuerda, la abrazadera y le palan.
El tono de mi voz le obligó a retroceder. Fue hasta la ventanita y miró fuera.
– De acuerdo -dijo en voz baja-. Tú te quedas aquí con la linterna. Si la soga comienza a deshilacharse, resbalan las abrazaderas, o descubres cualquier otro motivo para que detenga la furgoneta, dirige la luz al espejo de allí -dirigió la linterna al espejo retrovisor del lado izquierdo de la furgoneta, y el espejo nos devolvió el destello-. Cuando la piedra se haya levantado lo suficiente -continuó-, ilumina también el espejo con la linterna, para que sepa que tengo que pararme.
Asentí y recuperé la linterna, luego le iluminé el camino hasta la ventana de atrás, preparándome para el alarido cuando forzó la ventana de guillotina y la levantó. Me miró antes de desaparecer. Sonreí apenas; no respondió a mi sonrisa. Parecía preocupado.
En tensión por el nerviosismo, me coloqué junto a la ventanita. Con tanta actividad había desaparecido al menos la sensación de mareo, y sentí que me hallaba en el lugar correcto, por absurda que fuese la situación. Me alegraba de estar con Lucien: no lo conocía lo bastante como para tener que darle demasiadas explicaciones, a diferencia de lo que me habría sucedido con Rick o Jean-Paul, y estaba lo bastante interesado por el aspecto mecánico de la tarea como para no hacer demasiadas preguntas sobre el porqué de lo que hacíamos.
Había dejado de llover, pero se seguía oyendo gotear por todas partes. La furgoneta petardeó hasta ponerse en marcha y siguió estremeciéndose mientras Lucien encendía los faros y revolucionaba el motor. Sacó la cabeza por la ventanilla y yo agité la mano. Muy despacio, la furgoneta avanzó, centímetro a centímetro. La cuerda fue moviéndose, se tensó y empezó a vibrar. El aparejo que colgaba de la viga osciló hacia mí. Se oyó un chasquido cuando la viga recibió el empuje de la fuerza desarrollada por la furgoneta; di un salto hacia atrás, aterrada ante la posibilidad de que la casa se derrumbara a mi alrededor.
La viga resistió. Paseé el haz de luz por todo el recorrido de la cuerda, el aparejo, y las abrazaderas en torno a la piedra, de nuevo a lo largo de la cuerda, hasta salir por la ventana y llegar a la furgoneta. Había muchas cosas que vigilar. Me concentré en la tarea, el cuerpo tenso como un muelle.
Llevaba varios segundos enfocando una de las abrazaderas cuando empezó a escurrirse de la piedra. Rápidamente lancé el rayo de la linterna por la ventana hasta el espejo retrovisor. Lucien detuvo la furgoneta en el momento mismo en que la abrazadera se soltaba y el triángulo de metal salía disparado hacia el aparejo, golpeando la chimenea antes de estrellarse contra la viga. Grité y me apreté contra la puerta. El triángulo rebotó sobre el suelo.
Me frotaba la cara cuando Lucien asomó la cabeza por la ventanita.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– Sí. Sólo ha sido una de las abrazaderas que se ha soltado de la piedra. Voy a volver a ponerla.
– ¿Estás segura?
– Por supuesto -repliqué.
Después de respirar hondo me acerqué al triángulo.
– Déjame verlo -pidió Lucien. Se lo llevé para que lo examinara. Afortunadamente el metal estaba intacto. Desde la ventanita contempló cómo volvía a colocarlo en la esquina de la piedra y apretaba las abrazaderas como le había visto hacerlo a él. Cuando hube terminado, iluminé lo que había hecho con la linterna y Lucien asintió.
– Bien. ¿Sabes? Quizá lo consigamos -regresó a la furgoneta y yo me situé junto a la ventana como antes.
Isabelle se agachó sobre la paja y miró fuera a través del devant-huis. Ahora llovía con fuerza y se había oscurecido el cielo. Caería pronto la noche. Contempló a sus hijos. Petit Jean seguía almohazando al caballo y miraba nervioso a su alrededor. Jacob estudiaba las piedras del vestido de Marie. Después de lamerlas, alzó los ojos a su madre.
– Han elegido las piedras más feas -dijo en voz baja-; las grises, sin color. ¿Por qué han hecho eso?
– ¡Cállate, Jacob! -dijo Petit Jean entre dientes.
– ¿Qué queréis decir, vosotros dos? -exclamó Isabelle-. ¿Qué es lo que me estáis ocultando?
– Nada, mamá -replicó Petit Jean-. Marie se ha escapado, ya sabes. Ha vuelto al Tarn para reunirse con el demonio. Eso fue lo que dijo.
– No -Isabelle se puso en pie-. No te creo. ¡Eso no es cierto!
Las abrazaderas se soltaron dos veces mas, pero a la cuarta resistieron. Lucien avanzó con la furgoneta despacio y con un ritmo uniforme; hacía un ruido espantoso pero mantuvo la tracción. Yo iluminaba el aparejo cuando oí el ruido, un sonido de succión, como cuando se saca un pie del barro. Moví la linterna y vi la piedra del hogar separándose a regañadientes de la tierra, alzándose dos centímetros, cinco, ocho, sin detenerse. Seguí mirando, incapaz de moverme. La viga empezó a gemir. Abandoné la ventana, me agaché junto a la piedra e iluminé la grieta. El estruendo era ya terrible y tanto la viga como el aparejo se quejaban, la furgoneta fuera tiraba y el corazón me estallaba en el pecho. Miré el espacio oscuro bajo el hogar.
Oyeron el enorme golpe sordo del granito al caer sobre el suelo y se inmovilizaron. Hasta el caballo se quedó quieto.
Isabelle y Petit Jean se dirigieron hacia la puerta; Jacob se levantó para seguirlos. Cuando intentaban abrirla, descorrieron el cerrojo por dentro y apareció Etienne, el rostro encendido y sudoroso. Sonrió a su mujer.
– Entra, Isabelle.
Le sobresaltó oír su nombre, pero siguió adelante. Hannah estaba de rodillas junto al hogar recién instalado, los ojos cerrados, velas colocadas sobre la piedra. Gaspard se mantenía más atrás, la cabeza inclinada. No levantó la vista para mirar a los recién llegados. He visto a Hannah así en otra ocasión, pensó Isabelle. Rezando ante el hogar.
Vi un destello de azul, un pedacito de azul en la oscuridad de aquel agujero. Luego la piedra se alzó diez centímetros y miré y seguí mirando sin entender, y luego ya eran dos o tres centímetros más y entonces vi los dientes y comprendí. Comprendí y empecé a chillar y al mismo tiempo introduje la mano en la tumba y toqué un hueso diminuto.
– ¡Es el brazo de un niño! -grité-. Es…
Metí más la mano, sujeté el azul entre los dedos y saqué un hilo muy largo que daba vueltas en torno a un cabello. El hilo tenía el color azul de la Virgen y el cabello era rojo como el mío; en aquel momento empecé a llorar.
Isabelle miró fijamente el hogar, colocado de manera tan extraña.
Etienne no podía esperar, pensó. No podía esperar a que vinieran otros a ayudarle y ha dejado caer la piedra como ha podido.
Era un bloque enorme y estaba demasiado cerca de la entrada. Se apretujaban entre el granito y la puerta, Etienne y ella y Petit Jean y Jacob. Se apartó y empezó a caminar alrededor del hogar.
Entonces vio el destello de azul en el suelo. Cayó de rodillas, lo cogió y tiró. Era un trozo de hilo azul y salía de debajo de la piedra. Isabelle tiró y tiró hasta que la hebra se rompió. Lo acercó a una vela para que lo vieran.
Oí el chasquido y un chisporroteo de la cuerda en el aire. Luego, con un enorme golpe sordo, la piedra volvió a ocupar su sitio y las abrazaderas se estrellaron contra la viga. Y supe que había oído antes aquel golpe sordo.
– ¡No! -gritó Isabelle arrojándose sobre el hogar, sollozando y golpeándose la cabeza contra la piedra. Apretó la frente hasta sentir la frialdad del granito. Con el hilo pegado a la mejilla, empezó a recitar-: J'ai mis en toi mon espérance: Garde-moi donc, Seigneur, D’eternel déshonneur. Octroye-moi ma délivrance, Par ta grande bonté haute, Qui jamais ne fit faute.
Luego ya no hubo más azul; todo fue rojo y negro.
– ¡No! -grité arrojándome sobre el hogar, sollozando y golpeándome la cabeza contra la piedra. Apreté la frente hasta sentir la frialdad del granito. Con el hilo pegado a la mejilla, empecé a recitar-: J’ai mis en toi mon espérance: Garde-moi donc, Seigneur, D’eternel déshonneur. Octroye-moi ma délivrance, Par ta grande bonté haute, Qui jamais ne fit faute.
Luego ya no hubo más azul; todo fue rojo y negro.
10. El regreso
Estuve mucho tiempo en el umbral sin atreverme a llamar. Dejé el bolso de viaje en el suelo, el de gimnasia a su lado, y examiné la puerta. Era anodina, contrachapado barato con una mirilla a la altura de los ojos. Contemplé los alrededores: estaba en una urbanización, pequeña y nueva, con hierba pero sin árboles, a excepción de unos cuantos palitroques que se esforzaban por crecer. No era muy diferente de algunos barrios residenciales nuevos de Estados Unidos.
Ensayé una vez más lo que iba a decir y luego toqué el timbre. Mientras esperaba, el estómago empezó a agitárseme y se me humedecieron las manos. Me las froté en los pantalones y tragué saliva. Oí pasos fuertes en el interior que se acercaban; luego la puerta se abrió y apareció en el umbral una niñita rubia. Un gato blanco y negro se abrió paso entre sus piernas y llegó a los escalones, momento en el que renunció a escabullirse, pegó la nariz al bolso de gimnasia y lo estuvo olfateando y olfateando hasta que lo aparté suavemente con el pie.
La niñita llevaba pantalones cortos de color amarillo brillante y una camiseta con zumo derramado en el delantero. Se colgó del tirador, manteniendo el equilibrio con un solo pie, y me miró con fijeza.
– Bonjour, Sylvie. ¿Te acuerdas de mí?
Siguió mirándome fijamente.
– ¿Por qué tienes un moratón en la cabeza?
Me toqué la frente.
– Me di un golpe.
– Tienes que ponerte una tirita.
– ¿Me la querrás poner tú?
Asintió con la cabeza. Desde dentro llamó una voz:
– Sylvie, ¿quién está ahí?
– Es la señora de la Biblia. Se ha hecho daño en la cabeza.
– Dile que se vaya. ¡Ya sabe que no se la voy a comprar!
– ¡No, no! -gritó Sylvie-. ¡La otra señora de la Biblia!
Se oyó un clic-clic-clic por el pasillo y enseguida apareció Mathilde detrás de Sylvie, con unos exiguos pantalones cortos de color rosa, una blusa blanca con la espalda descubierta y un pomelo a medio pelar en una mano.
– Mon Dieu! -exclamó-. Ella, quelle surprise! -le pasó el pomelo a Sylvie, me abrazó y me besó en las dos mejillas-. ¡Deberías haberme dicho que venías! Pasa, pasa.
No me moví. Me temblaban los hombros, bajé la cabeza y empecé a llorar.
Sin decir una palabra, Mathilde me pasó un brazo por la cintura y recogió el bolso de viaje. Cuando Sylvie hizo lo mismo con el bolso de gimnasia, casi exclamé: «¡No lo toques!». Pero dejé que lo cogiera y también que me diera la mano. Entre las dos me llevaron al interior del apartamento.
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