No me sentía con fuerzas para subirme a un avión. No quería estar encerrada, pero, todavía mas, no quería volver a casa demasiado pronto. Necesitaba mas tiempo para hacer la transición del que me proporcionaría un vuelo. Jacob me acompañó en tren hasta Ginebra y me dejó en el autobús para el aeropuerto, pero tres manzanas más allá de la gare de Cornavin me levanté y le pedí al conductor que me dejara apearme. Me senté en un bar y empleé media hora en tomarme una taza de café, para tener la seguridad de que Jacob estaba ya en el tren de vuelta a Moutier. Después volví a la estación y compré un billete para Toulouse.
Había sido duro despedirme de Jacob: no porque quisiera quedarme, sino porque resultaba demasiado evidente que quería marcharme lo antes posible.
– Siento mucho, Ella -murmuró mientras nos despedíamos-, que tu visita a Moutier haya sido tan traumática. La idea era ayudarte, pero sólo hemos conseguido hacerte la vida más difícil -lanzó una ojeada al chichón en la frente, al bolso de gimnasia. No quería que me lo llevara, pero yo había insistido, pese al temor de que pudieran surgir problemas en el aeropuerto con algún perro rastreador: otra razón para tomar el tren.
Lucien había traído el bolso de gimnasia el día anterior, cuando por fin desperté, después de que los calmantes que el médico me inyectó hubieran dejado de hacer efecto. Apareció al pie de la cama, sin afeitar, sucio y agotado, y dejó el bolso junto a la pared.
– Para ti, Ella. No lo mires ahora. Ya sabes lo que es. Eché una ojeada indiferente al bolso.
– No lo has hecho tú solo, ¿verdad?
– Un amigo me debía un favor. No te preocupes, no se lo dirá a nadie. Sabe guardar secretos -hizo una pausa-. Usamos una cuerda más fuerte. Aunque la viga ha estado a punto de caerse. Casi se derrumba la casa entera.
– Ojalá se hubiera hundido.
Cuando se estaba marchando me aclaré la garganta.
– Lucien. Gracias. Por ayudarme. Por todo.
Hizo un gesto de asentimiento.
– Que seas feliz, Ella.
– Lo intentaré.
Mathilde y Sylvie dejaron mi equipaje en el pasillo y me llevaron al patio trasero, un trozo de césped, separado de los vecinos de ambos lados por una valla, con juguetes diseminados por todas partes y una piscina portátil de plástico. Hicieron que me tumbara en una hamaca igualmente de plástico y, mientras Mathilde volvía a entrar para traerme algo de beber, Sylvie se me situó a la altura del hombro, mirándome fijamente. Luego extendió la mano y empezó a acariciarme la frente. Cerré los ojos. Su mano y el calor del sol hacían que me sintiera bien.
– ¿Qué es eso? -preguntó Sylvie. Abrí los ojos. Me señalaba la psoriasis en el brazo; la mancha estaba roja e hinchada.
– Tengo un problema con la piel. Se llama psoriasis.
– Soa-ria-siis -repitió, logrando que sonara como el nombre de un dinosaurio-. También necesitas una tirita ahí, n'est-ce pas?
Sonreí.
– Bien -empezó Mathilde, después de hacerme entrega de un vaso de zumo de naranja, de sentarse en la hierba a mi lado y de decirle a Sylvie que fuera a ponerse el traje de baño-. ¿Dónde has estado para hacerte esos moratones?
Suspiré. La perspectiva de tener que explicarlo todo me parecía una empresa sobrehumana.
– He estado en Suiza -empecé-, para ver a mi familia. Quería enseñarles la Biblia.
Mathilde torció el gesto.
– Bah, los suizos -dijo.
– Buscaba algo -continué-, y…
Del interior de la casa nos llegó un grito estridente. Mathilde se puso en pie de un salto.
– Ah, serán los huesos -dije.
Todavía fue más difícil dejar a Susanne. Entró en mi cuarto no mucho después de que Lucien dejara el bolso de gimnasia. Se sentó en el borde de la cama e hizo un gesto en su dirección sin mirarlo.
– Lucien me lo ha contado -dijo-. Y me lo ha enseñado.
– Lucien es una buena persona.
– Sí -miró por la ventana-. ¿Por qué crees que estaban allí?
Negué con la cabeza.
– No lo sé. Quizá… -me detuve; pensar en lo que habíamos encontrado me hacía temblar, y estaba intentando con toda mi alma hacerles creer a todos que me encontraba lo bastante bien como para marcharme al día siguiente.
Susanne me puso una mano en el brazo.
– No debería haber hablado de ello.
– No tiene importancia -cambié de tema-. ¿Te puedo decir algo con toda franqueza? -la debilidad me daba fuerzas para ser sincera.
– Por supuesto.
– Manda a paseó a Jan.
La respuesta de su rostro fue de asentimiento más que de sorpresa; cuando empezó a reírse, me uní a ella.
Mathilde regresó trayendo de la mano a una Sylvie llorosa.
– Dile a Ella que sientes haber curioseado en sus cosas -le ordenó.
Sylvie me miró con desconfianza entre las lágrimas.
– Lo siento -balbució-. Mamá, por favor, déjame jugar en la piscina.
– Muy bien.
Sylvie corrió a la piscina como si deseara apartarse de mí.
– Lo siento -dijo Mathilde-. Es un poco más curiosa de la cuenta.
– No pasa nada. Siento que se haya asustado.
– De manera que eso…, esos… ¿es lo que has encontrado? ¿Lo que buscabas?
– Creo que se llamaba Marie Tournier.
– Mon Dieu. Era… ¿de tu familia?
– Sí -empecé a hablarle de la granja, de la vieja chimenea y el hogar y de los nombres Isabelle y Marie. Del color azul, de la pesadilla y del ruido sordo de la piedra al caer. Y del color de mi pelo.
Mathilde escuchaba sin interrumpirme. Se miraba las uñas de color rosa brillante y se quitaba algún padrastro.
– ¡Qué historia! -dijo cuando hube terminado-. Tendrías que escribirla -hizo una pausa, empezó a decir algo más y luego se detuvo.
– ¿Qué?
– ¿Por qué has venido aquí? -preguntó-. Écoute, me alegro de que lo hayas hecho, pero ¿por qué no has vuelto a casa? ¿No es lo lógico ir a casa cuando estás disgustada, volver con tu marido?
Suspiré. También tenía que contarle todo aquello: pasaríamos horas allí. Su pregunta me recordó algo. Miré a mi alrededor.
– ¿Hay un…? ¿Tienes un…? ¿Dónde está el padre de Sylvie? -pregunté con torpeza.
Mathilde rió y agitó una mano vagamente.
– ¿Quién sabe? Hace un par de años que no lo veo. Nunca le interesó tener hijos. No quería que naciera Sylvie, de manera que… -se encogió de hombros-. Tant pis. Pero no has contestado a mi pregunta.
Le conté todo lo demás, acerca de Rick y de Jean-Paul. Aunque no traté de simplificar, tardé menos de lo que pensaba.
– ¿De manera que Rick no sabe que estás aquí?
– No. Mi primo quería llamar y contarle que volvía a casa, pero no le dejé. Le prometí hacerlo desde el aeropuerto. Quizá yo ya sabía que no iba a volver.
De hecho había estado aletargada en el tren de Ginebra, sin pensar siquiera en mi punto de destino. Tenía que cambiar de trenes en Montpellier y mientras esperaba había oído anunciar un tren que, entre otros sitios, paraba en Mende. Lo vi llegar y cómo la gente se apeaba y subía. Después siguió un rato en la estación y cuanto más se prolongaba la parada, más me tentaba. Finalmente recogí el equipaje y subí a bordo.
– Ella -dijo Mathilde. Alcé los ojos, había estado viendo cómo Sylvie chapoteaba en la piscina-. No te queda más remedio que hablar con Rick, n’est-ce pas? Sobre todo esto.
– Lo sé. Pero no tengo fuerzas para telefonearle.
– ¡Déjamelo a mí! -se puso en pie de un salto y chasqueó los dedos-. Dame el número -lo hice, a regañadientes-. Bien. Ahora vigila a Sylvie. ¡Y no entres en casa!
Me recosté en la hamaca. Era un alivio que se ocupara ella.
Afortunadamente los niños olvidan pronto. Al final del día Sylvie y yo jugábamos juntas en la piscina.
Cuando entramos en la casa Mathilde había escondido el bolso de gimnasia en un armario. Sylvie no dijo nada más sobre el asunto; me enseñó todos sus juguetes y me permitió que le hiciera dos trenzas muy apretadas.
Mathilde se mostró reticente sobre la llamada telefónica.
– Mañana por la noche, a las ocho -explicó, enigmática, mientras me entregaba una dirección en Mende, igual que Jean-Paul había hecho con La Taverne.
Cenamos pronto para respetar el horario de Sylvie. Sonreí al ver lo que tenía en el plato: igual que la comida que tomaba cuando era pequeña, todo muy concreto y nada elaborado. No había pasta con salsas o aceites o condimentos especiales, ni pan especial, ni mezclas de gustos y consistencias. Me encontré con una chuleta de cerdo, judías verdes, maíz cocido con crema y una baguette; todo cómodamente sencillo.
Estaba hambrienta, pero cuando me metí en la boca un bocado de cerdo casi lo escupí: sabía a metal. Probé con el maíz y las judías verdes y me sucedió lo mismo. Pese a mis ganas de comer, no soportaba ni el sabor ni el tacto de los alimentos al metérmelos en la boca.
Era imposible ocultar mi malestar, dado, sobre todo, que Sylvie había decidido vincular su cena a la mía. Cada vez que comía un bocado de cerdo, ella hacía lo mismo; cuando bebía, también bebía ella. Mathilde lo devoró todo sin darse cuenta de nuestra lentitud y luego riñó a Sylvie por tardar tanto.
– ¡Pero Ella está comiendo igual de despacio! -se lamentó Sylvie.
Mathilde miró mi plato.
– Lo siento -dije-. Tengo una sensación un poco extraña. Todo me sabe a metal.
– Ah, ¡eso me pasó cuando estaba embarazada de Sylvie! Horrible. Aunque sólo dura unas cuantas semanas. Después se come ya de todo -se interrumpió-. Pero tú…
– Tal vez sea la medicina que me mandó el médico -la interrumpí-. A veces quedan restos en el organismo. Lo siento, pero no tengo hambre.
Mathilde hizo un gesto de asentimiento. Más tarde la sorprendí dedicándome una larga mirada evaluadora. Encajé en la vida de las dos con sorprendente facilidad. Le había dicho a Mathilde que me iría al día siguiente, pero no porque supiera adónde quería ir. Desestimó la idea con un gesto de la mano.
– No, te quedas con nosotras. Me encanta tenerte aquí. De ordinario no estamos más que Sylvie y yo, de manera que es bueno recibir visitas. ¡Con tal de que no te importe dormir en el sofá-cama!
Sylvie me hizo leerle un libro tras otro cuando le llegó el momento de acostarse; emocionada por la novedad, me corrigió la pronunciación sin contemplaciones y me explicó lo que significaban algunas de las frases. A la mañana siguiente le suplicó a Mathilde que le permitiera quedarse en casa en lugar de ir a la escuela de verano que frecuentaba.
– ¡Quiero jugar con Ella! -gritó-. Por favor, mamá, por favor.
Mathilde me miró de reojo. Hice un leve gesto de asentimiento.
– Tendrás que preguntarle a Ella -dijo mi amiga-. ¿Cómo sabes que quiere jugar contigo todo el día?
Una vez que Mathilde se fue a trabajar, lanzando instrucciones por encima del hombro hasta el último momento, la casa quedó repentinamente silenciosa. Miré a Sylvie; ella me miró. Yo sabía que las dos pensábamos en el bolso lleno de huesos y escondido en algún lugar de la casa.
– Demos un paseo -dije animadamente-. Hay un parque infantil cerca, ¿no es cierto?
– Vale -respondió Sylvie, y se fue a colocar todas las cosas que podía necesitar en una mochila con forma de oso.
Camino del parque pasamos ante una hilera de tiendas; cuando llegamos a la farmacia me detuve.
– Vamos a entrar, Sylvie, hay una cosa que necesito comprar -entró conmigo sin rechistar. La llevé a una exposición de jabones-. Elige uno -le dije-, y te regalaré una pastilla -se enfrascó en abrir las cajas y oler los jabones mientras yo conseguía hablar con el farmacéutico en voz baja.
Sylvie eligió un jabón con olor a espliego, y lo llevaba en la mano para poder seguir oliéndolo mientras caminábamos, hasta que la convencí de que metiera la pastilla en la mochila para que estuviera más segura. Al llegar al parquecito corrió a reunirse con sus amigos. Me senté en los bancos con las otras madres, que me miraron con desconfianza. No traté de hablar con ellas: necesitaba pensar.
Por la tarde nos quedamos en casa. Mientras Sylvie llenaba la piscina me fui al cuarto de baño con mi compra. Cuando reaparecí, ella se metió en el agua y chapoteó mientras yo miraba el cielo tumbada en la hierba.
Al cabo de un rato Sylvie vino a sentarse a mi lado. Jugaba con una vieja muñeca Barbie, a quien alguien había hecho trasquilones en el pelo; Sylvie hablaba con ella y la hacía bailar.
– ¿Ella? -empezó. Yo sabía que iba a sacar el tema-. ¿Qué has hecho con la bolsa de huesos?
– No lo sé. Tu madre la guardó.
– ¿Está todavía en la casa?
– Quizá sí. Quizá no.
– ¿En qué otro sitio podría estar?
– Quizá tu mamá se la haya llevado al trabajo o se la haya dado a un vecino.
Sylvie miró alrededor.
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