– Sainte Vierge, aide-moi -rezó maquinalmente. Contempló al lobo que la vigilaba, sus ojos amarillos brillantes a pesar de la penumbra. Cuando el animal empezó a moverse hacia ella, Isabelle oyó una voz interior: «No dejes que te pase también a ti».
Se agachó para recoger una rama grande. El lobo se detuvo. Isabelle se incorporó y avanzó, agitando la rama y gritando. El lobo empezó a retroceder y, cuando Isabelle fingió arrojarle la rama, se dio la vuelta y se alejó de lado, desapareciendo entre los árboles.
Isabelle corrió hasta salir del bosque y atravesó un campo cultivado, el centeno cortándole las pantorrillas. Llegó pronto a la roca con forma de seta que marcaba el límite de la huerta de los Tournier y se detuvo a recobrar el aliento. Había perdido el miedo a la madre de Etienne.
– Gracias, mamá-dijo en voz muy baja-. No lo olvidaré.
Jean, Hannah y Etienne estaban sentados junto al fuego mientras Susanne retiraba de la mesa la última de sus bajanas, la misma sopa de castañas que Isabelle había servido poco antes a su padre, junto con pan moreno, de olor dulce. Los cuatro se quedaron quietos cuando entró Isabelle.
– ¿Qué sucede, La Rousse? -le preguntó Jean Tournier cuando se detuvo en el centro de la habitación, la mano una vez más sobre la mesa, como para asegurarse un sitio entre ellos.
Isabelle no dijo nada y se limitó a mirar fijamente a Etienne. El joven terminó por ponerse en pie y fue a colocarse a su lado. Ella hizo un gesto de asentimiento y él se volvió hacia sus padres.
El silencio era total. El rostro de Hannah parecía hecho de granito.
– Isabelle va a tener un hijo -explicó Etienne en voz baja-. Con el permiso de ustedes, quisiéramos casarnos.
Era la primera vez que usaba el nombre de pila de la hija de Henri du Moulin.
La voz de Hannah se alzó penetrante.
– ¿De quién es el hijo que llevas en el vientre, La Rousse? No de Etienne.
– Sí que es de Etienne.
– ¡No!
Jean Tournier colocó las manos sobre la mesa y se puso en pie. Los cabellos plateados, muy lisos sobre el rostro descarnado, se le pegaban al cráneo como una gorra. No dijo nada, pero su mujer guardó silencio y se recostó. Jean miró a Etienne. Hubo una larga pausa antes de que el joven hablara.
– Es hijo mío. Nos casaremos de todas formas cuando cumpla los veinticinco. Pronto.
Jean y Hannah se miraron.
– ¿Qué dice tu padre? -le preguntó Jean a Isabelle.
– Ha consentido y me dará la dote -no mencionó lo mucho que aborrecía a los Tournier.
– Sal y espera fuera, La Rousse -dijo Jean sin levantar la voz-. Ve con ella, Susanne.
Las muchachas se sentaron en el banco junto a la puerta. No se trataban apenas desde niñas. Muchos años atrás, antes incluso de que los cabellos de Isabelle se volvieran rojos, Susanne jugaba con Marie y ayudaba a las hermanas con el heno y con las cabras, además de chapotear en el río.
Durante un rato miraron en silencio hacia el valle.
– He visto a un lobo junto a la cleda -dijo Isabelle de repente.
Susanne se la quedó mirando, los ojos muy abiertos. Tenía la cara larga y la nariz puntiaguda de su padre.
– ¿Qué has hecho?
– Espantarlo con un palo -sonrió, satisfecha consigo misma.
– Isabelle…
– ¿Qué?
– Sé que mamá está disgustada, pero me alegro de que vengas a vivir con nosotros. Nunca he creído lo que decían de ti, sobre tu pelo y… -guardó silencio.
Isabelle no le preguntó nada.
– Y aquí vivirás tranquila. Esta casa es segura, protegida por…
Se detuvo de nuevo, miró hacia la puerta e inclinó la cabeza. Isabelle descansó la vista sobre el relieve en sombra de las colinas distantes.
Será siempre así, pensó. Silencio en esta casa.
La puerta se abrió para dar paso a Jean y a Etienne con una antorcha chisporroteante y un hacha.
– Volveremos contigo, La Rousse -dijo el cabeza de familia-. He de hablar con tu padre.
Dio un trozo de pan a Etienne.
– Comedlo juntos y daos la mano.
Etienne partió el pan en dos y dio a Isabelle la parte más pequeña. La muchacha se la metió en la boca y le dio la mano. Los dedos de Etienne estaban fríos. A ella el pan se le pegó a la garganta como un susurro.
Petit Jean nació ensangrentado y se convirtió en un niño intrépido.
Jacob nació azul y era un niño tranquilo: ni siquiera gritó al palmearle Hannah la espalda para que empezase a respirar.
Isabelle flotaba otra vez en el río, muchos veranos después. Quedaban marcas en su cuerpo de los dos partos, y otro embarazo le sacaba el vientre del agua. La criatura que llevaba dentro le dio una patada, e Isabelle se abrazó la tripa con las manos.
– Te lo ruego, permite que la Virgen me dé una hija -rezó-. Y cuando nazca le pondré Marie, como mi hermana. Me pelearé con todo el mundo para llamarla así.
En aquella ocasión no hubo aviso alguno: ni esquilas, ni sensación de ojos que la mirasen. El pastor estaba allí, acuclillado a la orilla del río. Isabelle se incorporó y lo miró. No se cubrió los pechos. Tenía el mismo aspecto, un poco mayor, con una cicatriz muy larga en el lado derecho de la cara, desde el pómulo hasta la barbilla, tocándole la comisura de la boca. Isabelle habría correspondido esta vez a la sonrisa del pastor, pero no sonrió. Se limitó a hacerle una inclinación de cabeza, ahuecó las manos, se roció la cara con agua, luego se dio la vuelta y echó a andar en dirección al nacimiento del río.
Marie nació acompañada de gran abundancia de líquido transparente, y con los ojos abiertos. Era una niña optimista.
2. El sueño
Cuando Rick y yo nos instalamos en Francia, supuse que mi vida cambiaría algo. Pero no sabía cómo. Para empezar, nuestro nuevo país era un banquete del que estábamos dispuestos a probar todos los platos. Durante la primera semana, mientras Rick afilaba los lápices en su nueva oficina, desempolvé mi francés de bachillerato y me dispuse a explorar la campiña de los alrededores de Toulouse en busca de una casa donde vivir. Queríamos un pueblo; un pueblo interesante. Recorrí carreteras comarcales en un Renault recién estrenado de color gris, y aceleré entre largas hileras de sicomoros. A veces, cuando me distraía un poco, me parecía estar en Ohio o en Indiana, pero el paisaje recobraba sus coordenadas en el momento en que veía una casa con techo de tejas rojas, contraventanas verdes y, en los alféizares, jardineras llenas de geranios. Por todas partes agricultores con monos de un color azul muy vivo trabajaban en campos espolvoreados por el verde pálido de abril y contemplaban el paso de mi automóvil por su horizonte. Yo sonreía y saludaba con el brazo; a veces me devolvían el saludo, vacilantes. «¿Quién era ésa?», probablemente se preguntaban. Vi muchos pueblos y los rechacé todos, en ocasiones por razones frívolas, pero en realidad porque buscaba un sitio que me hiciera un guiño, que me dijera que la búsqueda había terminado.
Para llegar a Lisle-sur-Tarn tuve que cruzar un puente largo y estrecho sobre el río, a cuyo final una iglesia y un bar señalaban el límite del pueblo. Dejé el coche junto al bar y eché a andar; cuando llegué al centro ya sabía que íbamos a quedarnos allí. Había encontrado una bastide, una fortaleza medieval; en otros tiempos, cuando se producían invasiones, los habitantes se reunían en la plaza del mercado y cerraban las cuatro entradas. Me situé en el centro de la plaza, junto a una fuente con matas de espliego alrededor, y me sentí acoplada y contenta.
La plaza tenía soportales por los cuatro lados, con tiendas en el piso bajo y arriba casas con los postigos cerrados. Los arcos eran de ladrillos largos y estrechos; los mismos ladrillos utilizados para los dos pisos altos de las casas, colocados horizontalmente o en diagonal, lo que, con ayuda de una argamasa de color rosa pálido, creaba esquemas decorativos entre vigas marrones.
Esto es lo que necesito, pensé. Ver esto todos los días me hará feliz.
Aunque las dudas surgieron de inmediato. Parecía absurdo decidirse porque un pueblo tuviera una hermosa plaza. Empecé a caminar de nuevo, en busca del factor decisivo, del guiño confidencial que me haría quedarme o irme.
No tardó mucho en aparecer. Después de explorar las calles de los alrededores, entré en la boulangerie de la plaza. La mujer de detrás del mostrador era baja y vestía una de las batas de color azul marino y blanco que se vendían a precio de saldo en todos los mercados de la zona. Cuando terminó con el cliente anterior se volvió hacia mí, ojos negros que me examinaron desde un rostro surcado de arrugas, y pelo recogido en la nuca.
– Bonjour, madame -dijo con la entonación cantarina que las francesas usan en las tiendas.
– Bonjour -respondí, mientras contemplaba el pan en las estanterías de detrás y pensaba: ésta será mi boulangerie de ahora en adelante. Pero cuando volví a mirar a mi interlocutora, con la esperanza de una cálida bienvenida, se esfumó mi confianza. Allí seguía, inmóvil detrás del mostrador, la cara como un escudo de piedra.
Abrí la boca; no salió nada. Tragué saliva. La panadera me miró fijamente y dijo:
– Oui, madame?-exactamente con el mismo tono que la primera vez, como si los últimos segundos de incomodidad no hubieran existido.
Vacilé y luego señalé las baguettes.
– Une -conseguí decir, aunque sonó más bien como un gruñido. El rostro de la panadera se modificó hasta alcanzar la rigidez de la desaprobación. Extendió la mano hacia atrás sin mirar, los ojos siempre clavados en mí.
– Quelque chose d 'autre, madame?
Por un momento me situé fuera de mí y me vi como debía de verme aquella mujer: extranjera, de paso, lengua espesa que tropieza con sonidos peculiares, necesitada de un mapa para situarse en un paisaje extraño y de una guía de bolsillo y un diccionario para comunicarse. Logró que me sintiera perdida en el momento mismo en que creía haber encontrado un hogar.
Contemplé el amplio surtido de la panadería, deseosa de demostrarle que no era tan ridícula como parecía. Señalé las quiches de cebolla y logré decir:
– Et un quiche -una fracción de segundo después supe que me había equivocado de artículo, tenía que haber usado el femenino une, y gemí para mis adentros.
La panadera introdujo una quiche en una bolsa pequeña y la dejó sobre el mostrador junto a la baguette.
– Quelque chose d' autre, madame?-repitió.
– Non.
Registró las compras en la caja. Le entregué el dinero en silencio y después me percaté, cuando depositó el cambio en una bandejita sobre el mostrador, que debería haberlo dejado allí en lugar de dárselo directamente. Fruncí el ceño. Era una lección que ya tendría que haber aprendido.
– Merci, madame -salmodió con rostro inescrutable y ojos de pedernal.
– Merci -murmuré.
– Au revoir, madame.
Me volví para marcharme, luego me detuve, penando que tenía que haber alguna manera de arreglar aquello. Miré a la panadera, que había cruzado los brazos sobre su amplio pecho.
– Je…, nous…, nous habitons prés d 'ici, lá-bas -mentí, señalando con gestos excesivos detrás de mí, apropiándome de un territorio en algún lugar de su pueblo.
La panadera hizo un gesto de asentimiento.
– Oui, madame. Au revoir, madame.
– Au revoir, madame -respondí, girando en redondo y saliendo de la tienda.
Ella, Ella, pensé mientras, alicaída, cruzaba la plaza, ¿qué haces, mentir para quedar bien?
– No mientas, entonces. Vente a vivir aquí. Enfréntate todos los días con Madame y sus croissants -murmuré, a modo de réplica. Cuando me encontré de nuevo junto a la fuente, arranqué unas hojas de una mata de espliego y las aplasté entre los dedos. El intenso aroma a bosque me dijo: Reste.
A Rick le encantó Lisle-sur-Tarn nada más verlo, e hizo que me sintiera más segura de mi elección al besarme y hacerme girar en el aire mientras me abrazaba. «¡Ajá!», les gritó a las casas antiguas.
– Para, Rick-dije yo. Era día de mercado y sentía todos los ojos clavados en nosotros-. Bájame -susurré.
Rick se limitó a sonreír y a abrazarme con más
– Un pueblo como los que a mí me gustan -dijo-. ¡Fíjate en la filigrana que han conseguido con esos ladrillos!
Lo recorrimos todo, señalando las casas que más nos gustaban. Volvimos a entrar en la boulangerie para comprar más quiches de cebolla. Me puse colorada cuando Madame me miró, si bien dirigió casi todos sus comentarios a Rick, que la encontró divertidísima y rió entre dientes sin que ella pareciera ofenderse en lo más mínimo. Me di cuenta de que encontraba apuesto a mi marido: en una tierra de cabellos oscuros muy cortos su coleta dorada era una novedad, y Rick no había perdido aún el moreno californiano. Conmigo se mostró cortés, pero detecté una hostilidad subyacente que me puso nerviosa.
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